2014.04.30 – Schopenhauer y la vida social

Schopenhauer, citado en Safranski: p.269, “«Toda comunidad con otros», escribe en el año 1814 en su manuscrito, «cada entretenimiento, tiene lugar tan sólo a condición de una restricción mutua y de una negación de sí mismo por ambas partes: por eso la resignación resulta imprescindible incluso para entregarse a una simple conversación» (HN I, 95). En otro lugar del manuscrito define esta «resignación», que él quería adoptar, como el arte de saber participar refrenándose al mismo tiempo. Cuando no se pueda soportar la soledad, hay que buscar el trato social; pero debe hacerse de tal manera que resulte posible compaginar ambas, soledad y sociedad, «es decir, hay que aprender también a estar solo en sociedad, a no comunicar a los [p. 270] demás todo lo que se piensa y a no tomar demasiado en serio lo que dicen; a esperar de ellos muy poco, tanto desde el punto de vista moral como desde el intelectual; y a ser completamente indiferente a sus opiniones para no perder nunca la calma. Por tanto, aun estando en medio de ellos, nunca hay que estar completamente en su compañía: así uno se acostumbra a no exigir mucho… De este modo, al no establecer nunca un contacto propiamente dicho, sino mante¬niendo siempre ‘a distant behaviour’, será posible llegar a soportar¬los y podrás evitar que lleguen a lastimarte o contaminarte. Desde este punto de vista, la sociedad puede ser comparada a una hoguera con la que el hombre prudente se calienta a distancia, pero sin acercarse tanto como el necio que, después de haberse quemado, huye al frío de la soledad y se lamenta de que el fuego queme» (HN I, 113).

En verdad, no debe resultar fácil entablar amistades con rapidez cuando alguien se aproxima a los demás con el temor a que «lastimen» o «contaminen» su valía. Pero Schopenhauer no se alarma por la falta de amigos. Al contrario: considera esta carencia desde diferentes puntos de vista y acaba viendo en ella un signo de superioridad: «Nada hay que delate menos conocimiento de los asuntos humanos que argüir como prueba del mérito y la valía de un ser humano el que tenga muchos amigos: ¡Como si los hombres entregasen su amistad en función del mérito y la valía! ¡Como si no se comportasen igual que los perros, los cuales aman al que los acaricia o les da mendrugos y ya no se preocupan de nada más! —Tendrá más amigos el que mejor sepa acariciar, aunque se trate de la fiera más abominable.»

Ahora bien, si Schopenhauer considera esta falta de amigos como un signo de superioridad, es porque olvida un punto de vista que había confiado a su manuscrito en 1814 y con el que pretendía ejercitar el autoexamen. Variando el principio platónico de que «lo igual sólo puede ser reconocido por lo igual», había escrito allí: «Para alcanzar un bien hay que situarse en su propio ámbito… Sólo es posible conseguir la amistad, el amor y la inclinación de los seres humanos mediante la amistad, el amor y la inclinación que se les profesa… Para saber cuánta felicidad puede recibir uno en la vida hay que saber tan sólo cuánta pueda dar» (HN I, 101).

Schopenhauer parece querer cerciorarse con orgullo: ‘No tengo amigos porque ninguno es digno de mí.’ ¿No querrá, sin embargo, [p. 271] eliminar la sospecha de que no recibe amistad porque tampoco puede darla? La pregunta ‘¿Cuánto puedo dar?’ sacaría a relucir la debilidad del solitario, a saber, su falta de valor para confiar. Al final, la desconfianza de Schopenhauer se tornará inexpugnable porque conduce a una necesidad circular de autoconfirmación: la desconfianza engendra distancia y la distancia engendra relaciones que, a la fuerza, tienen que producir nueva desconfianza. El 5 de marzo de 1820, Adele escribe en su diario refiriéndose a su hermano: «El que nunca amó tampoco puede confiar.»

2012.11.10 – Unas citas de «El mito de la felicidad», de Gustavo Bueno: campo y espacio, teorías y doctrinas

Bueno, El mito de la felicidad, p. 40: “El campo de la felicidad, o «campo felicitario», al que se refiere el título de este capítulo, es, en resolución, antes que un campo semántico, un «campo de batalla» dialéctico, es decir, un «campo gnoseológico», ocupado por las ciencias positivas o afines; un campo gnoseológico que tiene que ver, sobre todo, con el «campo antropológico», en la medida en que el campo antropológico está envuelto a su vez por el «espacio antropológico» (…). En efecto, desde las coordenadas del materialismo filosófico presuponemos que todo campo o espacio gnoseológico tiene que ver con algún campo o espacio ontológico; precisamente porque para el materialismo las ciencias positivas, pero también las disciplinas colindantes, no son entendidas como «construcciones ideales», o «cadenas de proposiciones» separadas de [p. 41] la realidad, sino como una «transformación» de determinados contenidos «mostrencos» de diversas áreas de esta realidad en otros contenidos concatenados con aquéllos.

  1. Campo de la felicidad y espacio de la felicidad

Un campo gnoseológico (científico o paracientífico) es ante todo el territorio en el que tienen lugar las operaciones con conjuntos de términos dados, que mantienen relaciones unos con otros, y que dan lugar a transformaciones (o a construcciones transformativas) de unos términos en otros términos pertenecientes a ese territorio. Transformaciones previamente preparadas por las técnicas, de cualquier tipo que sean (incluyendo aquí a las técnicas mágicas). Y, por extensión, lo que se dice de las ciencias habrá que decirlo de otras disciplinas que mantengan alguna semejanza o parentesco con las ciencias positivas (tales como la Geometría, la Termodinámica o la Genética); y que incluso se autodenominan, o son consideradas en algunas épocas, como ciencias positivas (como ocurre con la Teología dogmática) o incluso con algunas disciplinas filosóficas, aunque su metodología sea muy distinta de la que es propia de las ciencias positivas.

Un campo gnoseológico estará siempre inmerso en un espacio gnoseológico, porque ninguna ciencia puede considerarse capaz de agotar su campo, siempre «superficial» (aunque sea el «campo unificado» que buscan los físicos); es decir, porque su campo gnoseológico está limitado, no sólo por la Realidad, sino también por los campos de otras ciencias o de otras disciplinas que no son científicas. Por ello, el espacio gnoseológico contiene también, no sólo las disciplinas precientíficas, sino también las disciplinas antecedentes.

(…) [p. 42] En consecuencia, el espacio felicitario (y el campo de la felicidad) podría considerarse como un territorio incluido en el espacio gnoseológico, en la medida en la cual la felicidad pueda ser considerada como un campo susceptible de ser trabajado por una o más técnicas o ciencias positivas, o, por extensión, por disciplinas que aunque no sean propiamente científicas o técnicas (farmacológicas, gimnásticas, masajísticas, etc.), mantengan o pretendan mantener alguna conexión profunda con determinadas disciplinas científicas. (…)

Ahora bien, en la medida en que no reconozcamos que el campo de la felicidad corresponda a alguna disciplina científica determinada en sentido estricto (como si pudiese hablarse de una «Ciencia de la Felicidad» o de un «Tratado de la Felicidad») – aunque no nos parece posible negar que mantenga relaciones con diversas disciplinas científicas – concluiremos que sólo de un modo indirecto u oblicuo (y mejor aún, estrictamente crítico o negativo) el «campo de la felicidad» intersecta (con valor cero) con el espacio gnoseológico.

  1. El campo de la felicidad como campo antropológico (no zoológico, ni teológico)

En cambio, el campo de la felicidad y el espacio de la felicidad, que no tienen intersección plena con la Gnoseología, sí la tienen con la Ontología, y, en particular, tiene que ver directa y esencialmente con el campo y el espacio antropológicos. Obviamente la naturaleza de esta relación esencial dependerá de la doctrina sobre la felicidad que se presuponga, y también de las doctrinas ontológicas sobre la realidad que se tomen como referencia.

p. 90: “La distinción entre teorías de la felicidad y doctrinas de la felicidad la entendemos como distinción conectada con la oposición entre conceptos de felicidad e Ideas de felicidad. Como fórmula más sencilla, por no decir simplista, de esta conexión, propondríamos la siguiente: una teoría de la felicidad es una concatenación de diversos conceptos delimitables en el campo de la felicidad, siempre que esta concatenación pueda mantenerse en la inmanencia de ese campo. Una doctrina de la felicidad, compuesta a partir de las Ideas de felicidad, desborda el campo de las teorías de la felicidad, por cuanto necesita englobar a Ideas que desbordan ampliamente el campo fenoménico y conceptual de la felicidad, Ideas tales como Vida, Hombre, Espíritu, Cosmos, Dios y sus opuestas.

Por lo demás, cuando nos referimos a las teorías de la felicidad, no lo hacemos, como hemos dicho, pensando únicamente en (supuestas) teorías científicas. También pensamos en teorías mitológicas, en teorías metafísicas o en teorías filosóficas. Otro tanto diremos de las doctrinas sobre la felicidad.

(…)

La distinción entre teorías y doctrinas, tal como la hemos formulado, se presenta como una distinción borrosa, como borrosa es también la distinción entre conceptos e ideas. Pero la borrosidad no anula la distinción, al menos en sus puntos extremos. (…)

Lo que ahora mismo queremos subrayar es que las teorías y las doctrinas de la felicidad también pertenecen al campo de la felicidad. Que no son superestructuras que se arrojan sobre los campos de fenómenos supuestamente permanentes, como si fueran constitutivos de una auténtica base o roca firme, que es la que verdaderamente interesaría a quien desee «entrar en la realidad de la felicidad». Pues ocurre [p. 91] que el material que sentimos y experimentamos está él mismo trabajado y preparado por teorías y por doctrinas. Lo que no tiene nada de misterioso si se tiene en cuenta que, al menos desde la gnoseología materialista, teorías y doctrinas no son otra cosa sino concatenaciones – confrontaciones, clasificaciones, inserciones… – de los fenómenos recogidos in medias res en un dominio junto con otros fenómenos recogidos de otros dominios de la misma o de distinta categoría.

Si los fenómenos fueran el estrato básico, y los demás estratos, sobre todo las teorías y las doctrinas, fueran superestructurales, lo serían en sentido parecido al que hemos utilizado en otras ocasiones para interpretar la distinción de Marx entre base y superestructura de un modo de producción, una distinción que hacía referencia original a la distinción arquitectónica entre cimientos y muros o tejados. Hace años propusimos cambiar las referencias arquitectónicas de esta distinción por referencias orgánicas: según estas referencias la base seguirá sosteniendo el edificio, sin duda, pero no como unos cimientos previos sostienen los muros, sino como los huesos del esqueleto sostienen el cuerpo del vertebrado, aunque son posteriores al embrión del organismo. Unos huesos que además de no ser previos a la base, ni siquiera en su morfología, se alimentan precisamente a través de la «superestructura orgánica».”

2007.07.03 – Nietzsche, la cultura y la vida

Nietzsche: oponer la cultura a la vida, considerar los grandes logros de la civilización como un signo de decadencia. La escritura se convierte en un acto suicida: el pensamiento se vuelve contra sí mismo, en un gesto trágico y heroico. La estética, idealizada como única vía de escape, como consuelo.

No es la sabiduría lo que conduce a la felicidad (estoicos), sino la felicidad la que conduce a la sabiduría (Nietzsche). Confusión de la causa y el efecto, la sabiduría no como causa, sino como consecuencia.

La idealización de lo sensible, de lo estético, se corresponde con la hegemonía de lo abstracto, con el dominio de la idea en la modernidad, en todos los órdenes de nuestra sociedad (política, economía, ciencia, etc.). El arte se configura como un territorio de resistencia. Con el tiempo, el arte cede el paso a lo estético, a lo sensible: el sexo, las emociones, etc. Todo lo que la historia había reprimido vuelve a surgir, con más fuerza que nunca, como protesta frente al triunfo de la Razón. Pero la Razón sabe como controlar esa explosión de lo reprimido: moderación de las pasiones, educación del placer, etc. La “parte maldita” deja de serlo, el placer pierde su capacidad transgresiva para integrarse como una más de nuestras tareas a cumplir. El placer pasa a ser un elemento funcional, algo útil.