Schopenhauer, citado en Safranski: p.269, “«Toda comunidad con otros», escribe en el año 1814 en su manuscrito, «cada entretenimiento, tiene lugar tan sólo a condición de una restricción mutua y de una negación de sí mismo por ambas partes: por eso la resignación resulta imprescindible incluso para entregarse a una simple conversación» (HN I, 95). En otro lugar del manuscrito define esta «resignación», que él quería adoptar, como el arte de saber participar refrenándose al mismo tiempo. Cuando no se pueda soportar la soledad, hay que buscar el trato social; pero debe hacerse de tal manera que resulte posible compaginar ambas, soledad y sociedad, «es decir, hay que aprender también a estar solo en sociedad, a no comunicar a los [p. 270] demás todo lo que se piensa y a no tomar demasiado en serio lo que dicen; a esperar de ellos muy poco, tanto desde el punto de vista moral como desde el intelectual; y a ser completamente indiferente a sus opiniones para no perder nunca la calma. Por tanto, aun estando en medio de ellos, nunca hay que estar completamente en su compañía: así uno se acostumbra a no exigir mucho… De este modo, al no establecer nunca un contacto propiamente dicho, sino mante¬niendo siempre ‘a distant behaviour’, será posible llegar a soportar¬los y podrás evitar que lleguen a lastimarte o contaminarte. Desde este punto de vista, la sociedad puede ser comparada a una hoguera con la que el hombre prudente se calienta a distancia, pero sin acercarse tanto como el necio que, después de haberse quemado, huye al frío de la soledad y se lamenta de que el fuego queme» (HN I, 113).
En verdad, no debe resultar fácil entablar amistades con rapidez cuando alguien se aproxima a los demás con el temor a que «lastimen» o «contaminen» su valía. Pero Schopenhauer no se alarma por la falta de amigos. Al contrario: considera esta carencia desde diferentes puntos de vista y acaba viendo en ella un signo de superioridad: «Nada hay que delate menos conocimiento de los asuntos humanos que argüir como prueba del mérito y la valía de un ser humano el que tenga muchos amigos: ¡Como si los hombres entregasen su amistad en función del mérito y la valía! ¡Como si no se comportasen igual que los perros, los cuales aman al que los acaricia o les da mendrugos y ya no se preocupan de nada más! —Tendrá más amigos el que mejor sepa acariciar, aunque se trate de la fiera más abominable.»
Ahora bien, si Schopenhauer considera esta falta de amigos como un signo de superioridad, es porque olvida un punto de vista que había confiado a su manuscrito en 1814 y con el que pretendía ejercitar el autoexamen. Variando el principio platónico de que «lo igual sólo puede ser reconocido por lo igual», había escrito allí: «Para alcanzar un bien hay que situarse en su propio ámbito… Sólo es posible conseguir la amistad, el amor y la inclinación de los seres humanos mediante la amistad, el amor y la inclinación que se les profesa… Para saber cuánta felicidad puede recibir uno en la vida hay que saber tan sólo cuánta pueda dar» (HN I, 101).
Schopenhauer parece querer cerciorarse con orgullo: ‘No tengo amigos porque ninguno es digno de mí.’ ¿No querrá, sin embargo, [p. 271] eliminar la sospecha de que no recibe amistad porque tampoco puede darla? La pregunta ‘¿Cuánto puedo dar?’ sacaría a relucir la debilidad del solitario, a saber, su falta de valor para confiar. Al final, la desconfianza de Schopenhauer se tornará inexpugnable porque conduce a una necesidad circular de autoconfirmación: la desconfianza engendra distancia y la distancia engendra relaciones que, a la fuerza, tienen que producir nueva desconfianza. El 5 de marzo de 1820, Adele escribe en su diario refiriéndose a su hermano: «El que nunca amó tampoco puede confiar.»