2016.01.30 – Sobre la posibilidad de entender las ciencias como paradigmas

El concepto de “paradigma” puede ser utilizado no sólo para conceptualizar las luchas internas dentro de un campo científico determinado, sino también para entender lo que caracteriza a cada campo científico en sí mismo: una ciencia es una determinada manera de interpretar la realidad, de “traducirla”. En toda ciencia hay unas “reglas de convalidación”, como en lógica, mediante las cuales se produce la conexión entre la ciencia y lo real, entre sistema y entorno. Una vez que la realidad es “convalidada” (traducida), se ve sometida a las operaciones pertinentes dentro del sistema con vistas a obtener un determinado resultado (p. ej., nuevas construcciones teóricas). Ese resultado será nuevamente “convalidado” pero en dirección opuesta a la inicial: el resultado debe ser capaz de contrastarse con lo real si la ciencia quiere ser algo más que un mero artefacto conceptual. El contraste con la realidad es siempre la prueba de fuego de cualquier ciencia (podría decirse: “de cualquier ciencia moderna”, pero solo las ciencias modernas son ciencias; las “ciencias antiguas” pueden llamarse ciencias en la medida en que se acerquen al estándar representado por las ciencias modernas). Una ciencia triunfará en la medida en que sus resultados puedan ser percibidos como útiles por la sociedad en la que se desarrolla; de ello depende la financiación externa que es la condición de existencia misma de una ciencia (al menos si consideramos como componente fundamental de una ciencia moderna la estructura académica que permite a sus miembros dedicar todo su tiempo a ella). Siguiendo con el modelo sistema/entorno, la ciencia como sistema, para sobrevivir, necesita ser considerada como valiosa, como interesante, por su entorno; el criterio que se sigue en la modernidad para determinar ese interés es el de proporcionar capacidad para transformar la realidad física. Respecto de las realidades “espirituales”, su interés queda determinado por criterios ideológicos: una sociedad en que la literatura tenga una gran presencia social o un gran prestigio entre las élites concederá gran importancia a los estudios literarios; lo mismo con la filosofía, la historia o las restantes “ciencias humanas”. Quizás pueda considerarse esta diferencia entre los “tipos de interés” como un posible rasgo caracterizados de las ciencias naturales frente a las humanas. (Pero en realidad la diferencia atañe más al tipo de transformación en el entorno que puede operar el sistema científico: las “ciencias de la naturaleza” pueden transformar la realidad material, física; las “ciencias humanas” pueden transformar la realidad “espiritual”, ideológica. Parece irrenunciable el recurrir a una “diferencia de objeto”, a la diferencia esencial entre “materia y espíritu”, entre realidad física y pensamiento, cultura o como lo queramos llamar).

Las distintas disciplinas científicas son autónomas, no interfieren con las restantes: lo que determina su validez (su “interés”) es el entorno extracientífico, y no los demás sistemas científicos (incluida la filosofía académica, a pesar de haber convertido el análisis de la ciencia en uno de sus temas de investigación preferentes).

El derecho como campo científico, aunque sea por analogía: toda la realidad debe ser traducida a conceptos jurídicos, y lo que no puede ser traducido es como si no existiera. El derecho se rige por criterios internos al propio sistema. La justicia, considerado como valor, como ideal, es ajeno al derecho a menos que él mismo sea también “traducido” en términos jurídicos, como “justicia procesal”, etc.

2016.01.21 – Verdad e historicidad

Tras la crisis de la modernidad (crisis de la visión objetivista, positivista, del conocimiento; desarrollo de la sociología, progresiva conciencia de la historicidad de lo social, etc.) se ha consolidado un “paradigma”, un modo básico de comprensión de la realidad que podríamos llamar “paradigma posmoderno” si no fuera por las discusiones acerca del significado exacto de ese adjetivo. Más allá de la denominación, es evidente en todos los ámbitos de la sociedad (tanto en los ámbitos académicos como en la “esfera pública”) la presencia de una serie de ideas-fuerza más o menos estructuradas en un conjunto ideológico difuso y disperso, pero con cierta coherencia. Una de esas ideas-fuerza es que la objetividad no existe y que el conocimiento, al ser producto de sujetos, es subjetivo y relativo. La verdad depende de las circunstancias históricas y sociales: no hay una verdad eterna, que sea válida al margen del contexto en que se produce.

Esa idea-fuerza tiene su origen en la toma de conciencia, durante el siglo XIX, del carácter histórico y social del conocimiento humano. El papel fundamental en esa toma de conciencia lo tuvo Marx, con la creación y difusión del concepto de “ideología”. Marx distingue el conocimiento verdadero, “científico”, del falso, el “ideológico”, producido por la infraestructura social con objeto de mantener sus propias condiciones de existencia. Posteriormente, el nacimiento y desarrollo de la sociología como ciencia condujeron a la negación de la distinción entre conocimiento científico e ideológico, quitando así las connotaciones negativas del concepto de “ideología”: para Mannheim, y para cualquier sociólogo, todo conocimiento, incluso el veradero, es ideológico, en la medida en que tiene su origen y sustrato en una realidad social. Por tanto, el conocimiento siempre remite a su origen histórico y social. Ahora bien, llevando a sus últimas consecuencia la idea de Mannheim, para que ese carácter ideológico del conocimiento supone también su relatividad: el conocimiento no es objetivo, sino producto de sujetos condicionados por su ideología, lo que parece tener como consecuencia lógica el que los resultados de su investigación sean también relativos y subjetivos.

Desde este punto de vista, lo que nos resulta sorprendente es la permanencia a lo largo de la historia de las verdades científicas, como si fueran inmutables a los cambios históricos y sociales. Ello parece en contradicción con la teoría de la historicidad del conocimiento. Eso es lo que hay que explicar hoy en día: es un hecho que hay conocimiento transhistórico, lo que hay que hacer es entender por qué lo es, por qué somos capaces de trascender la historia.

Curiosamente, antes de la modernidad las verdades científicas no provocaban estos problemas epistemológicos (la novedad está en Kant, el primero que se pregunta por qué es posible la ciencia: influencia de Hume). La ausencia de cuestionamiento se debe al paradigma religioso en el que se vivía: falta de conciencia de la historicidad y el relativismo. Nada más natural que la existencia de verdades inmutables.

Lo que muestra la evolución de los estudios sobre la generación del 98 es que, más allá de los rasgos de la investigación más directamente ideológicos, hay un sustrato de conocimientos básicos sobre los materiales literarios investigados cuya validez se mantiene intacta a lo largo de la polémica: las posturas de los contendientes se fundamentan en un consenso común acerca de la materia de estudio. Además de ese sustrato de “conocimientos empíricos”, el marco de comprensión “epocal” permite una comprensión de la época mucho menos rígida que la enfrentista

Criterios “formales” para preferir la perspectiva epocal sobre la enfrentista.

Pero también hay “criterios materiales”: se ha demostrado como falsa la influencia del Desastre sobre los noventayochistas, y el enfrentamiento modernistas-noventayochistas, ni siquiera considerada como un enfrentamiento “etic”, producto tan solo de la perspectiva de los lectores.

2013.10.03 – Sobre el aburrimiento

El aburrimiento como la clave para la comprensión de la vida moderna, más que otros conceptos más utilizados como globalización, velocidad, progreso… La experiencia de la vida moderna, su fenomenología, tiene como base el enfrentamiento del individuo con un tiempo vacío, el de ocio, en el que no hay nada que hacer. La experiencia es nueva: sería muy complicado encontrar textos sobre el aburrimiento en épocas previas; sin embargo, el aburrimiento es la clave implícita del Quijote y explícita de Madame Bovary, los dos grandes símbolos literarios de la era moderna (la decepción provocada por el contraste entre nuestra proyección de la vida, alimentada por las obras de ficción, y la realidad prosaica que estamos condenados a vivir). También el aburrimiento es la clave de La náusea y de Taxi Driver, y la experiencia básica para la comprensión del “Sorge” y el “ser-para-la-muerte” en el Heidegger de “Ser y tiempo”. El aburrimiento, el “tedium vitae”, también está presente en el lado más depresivo y melancólico de la literatura romántica, y en el modernismo hispano.

Habría que hacer una “historia del aburrimiento”, poniendo en relación la elevación del nivel de vida con el aumento de las posibilidades de ocio; ello conlleva la necesidad de decidir entre ellas. Cualquier aumento de la posibilidad de elección genera necesariamente la insatisfacción de tener que tomar una decisión que siempre corre el riesgo de estar equivocada: nos aburrimos porque pensamos que haciendo otras cosas nos lo estaríamos pasando mejor. El problema no se plantea para las clases más explotadas o las sociedades más primitivas, donde las coerciones sociales o económicas no permiten disponer de “tiempo libre”: incluso el tiempo libre no lo es realmente porque las convenciones sociales o las necesidades económicas dan un margen de elección muy estrecho. También hay que poner en relación el desarrollo del problema del aburrimiento con los cambios en la microestructura social: en un entorno familiar muy estrecho (parejas que se casan jóvenes, que no se desplazan de su ciudad y que siguen mantiendo toda la vida lazos estrechos con una multitud de parientes próximos) el tiempo libre está dedicado en su mayoría a la familia. El problema del aburrimiento se desarrolla al máximo cuando el individuo puede realizar su vida autónomamente, desligado de su familia (típico de las sociedades modernas), y aún más cuando el desarrollo de los medios de transporte aumenta la movilidad geográfica, favoreciendo con ello la disgregación del ámbito familiar.

Sobre el “quijotismo” y el “bovarismo”: la frustración provocada por el contraste entre la vida idealizada que construimos en base a ficciones y la realidad aumenta con el desarrollo de los medios de comunicación de masas. Las canciones de amor, las películas, la televisión, las imágenes de la “alta sociedad”… se convierten en la imagen idealizada de lo que nos gustaría ser; con ello aumenta la frustación por no tener otro remedio que vivir una vida vulgar, sin alicientes. Puede decirse que ambos aspectos se alimentan el uno al otro: a mayor frustración de la “gente normal”, más necesidad de consuelos ficcionales, y viceversa, el aumento de la difusión, cantidad y variedad de esa “hiperrealidad” aumenta la frustración ante la vida vulgar. El aburrimiento sería una de las consecuencias de ese abismo entre lo ideal y lo real: nos aburrimos porque esperamos algo más que no tenemos y no somos capaces de conseguirlo en ese momento.

Además de una historia y una sociología del aburrimiento, hay que hacer también una “fenomenología”, analizar la experiencia del aburrimiento tal como la vive un ciudadano moderno. ¿Cuándo nos aburrimos? ¿Por qué? ¿Cómo evoluciona el aburrimiento a lo largo de nuestra vida? Los niños se aburren, pero está claro que su experiencia del aburrimiento no es la misma que la de los adultos.

2013.07.07 – Comentarios a la primera de las «Consideraciones intempestivas» de Nietzsche

Nietzsche, primera consideración intempestiva, OC vol. 1, p. 643: “La cultura es ante todo la unidad del estilo artístico de todas las manifestaciones de la vida de un pueblo. Sin embargo, ni el mucho saber ni la mucha erudición son un [p. 644] medio necesario de la cultura, o un signo de ella, y en caso de necesidad se entienden muy bien con lo contrario de la cultura, la barbarie, es decir: la falta de estilo o la confusión caótica de todos los estilos.

  • Valoración positiva de la “unidad de estilo” y negativa de la “confusión de estilos”: unidad frente a pluralidad. Raíz inequívocamente romántica de esta visión “unitarista” de la cultura como “expresión de un pueblo”. La pluralidad como degeneración, decadencia (esquema valorativo análogo al de la visión negativa de la “pluralidad racial”).

Y precisamente en medio de esta caótica confusión de todos los estilos vive el alemán de nuestros días; y no deja de ser un problema serio el que, con toda su instrucción, le sea posible no darse cuenta de ello y se alegre además de todo corazón de su «formación» actual. Todo tendría, sin embargo, que instruirle: cada vez que mira su vestimenta, sus habitaciones, su casa, cada paseo que da por las calles de su ciudad, cada vez que entra en las tiendas de los comerciantes de la moda artística; tendría que tomar conciencia, en las relaciones sociales, del origen de sus ademanes y movimientos, y en las instituciones de arte y de placer que son los conciertos, los teatros y los museos, de la coexistencia y el solapamiento grotescos de todos los estilos posibles. El alemán acumula en torno a sí formas, colores, productos y curiosidades de todos los tiempos y de todos los lugares produciendo así ese moderno colorido de feria, que los doctos a su vez vienen a considerar, y así lo formulan, lo «moderno en sí»; y en medio de ese tumulto de todos los estilos él permanece tranquilamente sentado.”

  • Nietzsche como crítico de la modernidad: “colorido de feria”, “coexistencia y solapamiento grotescos de todos los estilos posibles”. Nietzsche acierta plenamente en la descripción de la novedad específica de la cultura moderna (aunque considerándola en exclusiva como algo propio de la Alemania de su época), pero en su defensa de una cultura unitaria, de un estilo único, Nietsche se muestra como un retrógrado, un nostálgico de los tiempos en que la simplicidad de la estructura social y el monopolio de la cultura por unos pocos privilegiados tenían como consecuencia la unidad de la cultura, la ausencia de pluralidad. (Se muestra, una vez más, cómo los críticos más lúcidos de la modernidad son precisamente quienes mejor la han sabido caracterizar).

 

  • Nietzsche habla de los “doctos” que denominan a esa pluralidad de estilos “lo moderno en sí”: con ello se muestra la difusión que el concepto de “lo moderno” y su asociación con la pluralidad tenían en los años en que se redactó la obra (1872?). Por otro lado, lo moderno no es solo la “alta cultura” sino todos los fenómenos culturales (concepción amplia, integral de cultura: moda, ademanes, etc.; ¿en qué medida esa visión de la cultura suponía una novedad en su momento? Anticipa las orientaciones de la “sociología de la vida cotidiana”).

 

[p. 645] “…la verdadera cultura presupone [p. 646] en todo caso unidad de estilo (…) …ni siquiera puede pensarse una cultura mala y degenerada sin la diversidad que confluye en la armonía de un único estilo”.

  • El estilo unitario es la “armonía de la diversidad”. Por tanto, lo que Nietsche critica no es tanto la pluralidad como la falta de integración (el estilo único surge como concordancia de la diversidad).

[p. 660] Cita de Delaforte a Madame deStaël: “debo confesarle, mi querida amiga, que aparte de mí no encuentro a nadie más que tenga siempre razón”.

[p. 669] “Todos nosotros conocemos el modo peculiar que tiene nuestra época de cultivar las ciencias, lo conocemos porque lo vivimos: y precisamente por eso casi nadie se [p. 670] plantea la pregunta de cuáles puedan ser las consecuencias para la cultura derivadas de ese modo de ocuparse de las ciencias, aun suponiendo que se dé también por doquier la mejor capacitación y la más sincera voluntad de trabajar para la cultura. De hecho, en lo que es en esencia el hombre de ciencia (dejando de lado su figura actual) se da una auténtica paradoja: se comporta como el más fatuo de los holgazanes de la fortuna: como si la existencia no fuese para él una cosa atroz y peligrosa, sino una propiedad firme garantizada para toda la eternidad. Le parece lícito derrochar una vida en cuestiones cuya solución en el fondo sólo podría ser importante para quien tuviera asegurada la eternidad. En él, heredero de unas pocas horas, clavan su mirada, rodeándole, los abismos más espantosos, y cada paso que dé le hará recordar: ¿Para qué? ¿Adónde? ¿De dónde? Mas su alma se enardece ante la tarea de contar los estambres de una flor o de picar las piedras que hay en la cuneta del camino, y se enfrasca en el trabajo poniendo en él todo el peso de su interés, gusto, fuerzas y aspiraciones. A esta paradoja, el hombre de ciencia, le ha entrado la prisa últimamente en Alemania, como si la ciencia fuese una fábrica y el perder unos minutos conllevase un castigo. Hoy el hombre de ciencia trabaja tan duramente como el cuarto estado, el de los esclavos; el estudiar no es ya una ocupación, sino una necesidad; no mira ya ni a derecha ni a izquierda, y pasa por todos los asuntos, incluidos los más graves, que la vida trae en su regazo con esa atención a medias o con esa repulsiva necesidad de reposo, propia del trabajador agotado.

Ésa es también su actitud hacia la cultura. Se comporta como si para él la vida fuese solamente otium, pero sine dignitate: y ni siquiera en sueños se desprende de su yugo, como un esclavo que, estando ya libre, sigue soñando con su miseria, las prisas y los golpes. Nuestros doctos apenas se diferencian, y, de haberla, la diferencia no les favorece, de los campesinos que, deseando acrecentar una pequeña propiedad heredada, se esfuerzan infatigablemente de sol a sol cultivando la tierra, guiando el arado y gritando a los bueyes. Pues bien, Pascal viene a opinar que, si los hombres se dedican tan diligentemente a sus asuntos y a sus ciencias, es para huir así de las preguntas más importantes con las que la soledad y el verdadero ocio les acosarían, las preguntas por el porqué, el de dónde y el adónde. Extrañamente, a nuestros doctos ni siquiera se les ocurre plantearse la pregunta más inmediata: para qué sirve su trabajo, su prisa, su doloroso desvarío. ¿Es que no es para ganarse el pan o para lograr un cargo? No, la verdad es que no. Y, sin embargo, os esforzáis de la misma manera que quienes viven en la miseria y no tiene ni pan, es más, arrebatáis los alimentos de la mesa de la ciencia sin orden ni concierto y con una avidez tal que parece que fueseis a morir de hambre. Pero si vosotros, hombres de ciencia, os comportáis con la ciencia del mismo modo que los trabajadores se comportan con las tareas que la necesidad y la vida les imponen, ¿qué será entonces de una cultura que, a la vista de un cientifismo semejante, que corre de aquí para allá, jadeando sin aliento, excitado y hasta revoltoso, está condenada a esperar la hora de nacer y de liberarse? Y es que nadie tiene tiempo para la cultura – ¿para qué, entonces, la ciencia, si no tiene tiempo para la [p. 671] cultura? Así pues, respondednos al menos a esto: ¿de dónde, adónde, para qué la ciencia, si no nos va a llevar a la cultura? En ese caso, ¡quizá nos lleve a la barbarie!”

  • Negación de la autonomía de la ciencia: ésta solo encuentra su sentido como medio para construir una cultura. Para Nietzsche la ciencia es un medio para fines superiores.

2013.06.10 – Sobre el grado de historicidad de las interpretaciones / Sobre la crítica filosófica de la visión científica del mundo

Habría que establecer una gradación entre el grado de historicidad de las interpretaciones. Podría hablarse de un “cierre histórico” cuando un texto o un hecho histórico significativo es interpretado en su propio contexto, en sus propias coordenadas y no en las del intérprete; es evidente que la comprensión de ese texto o de ese hecho implica en mayor o menor medida una “empatía”, un cierto grado de reconocimiento: la interpretación siempre se hace desde el presente. Sin embargo, la conciencia de la historicidad del texto interpretado conlleva la asunción de la distancia histórica entre texto e intérprete, de forma que éste quede prevenido de realizar la interpretación conforme a su “espacio conceptual” en lugar de al del texto interpretado.

Ejemplo: estudios sobre el “tema de España” en el 98. Estos parten de una perspectiva esencialista, igual que Ortega, José Antonio o Laín: se indaga sobre la esencia de España desde una perspectiva metafísica, más allá de los condicionantes históricos y sociales. Por ello, los estudios sobre el problema de España en el 98 se mantienen en ese mismo espacio conceptual, anulando la distancia histórica y conceptual respecto de los textos interpretados. Se hizo necesaria la divulgación de la perspectiva historicista y sociológica para poder superar la visión esencialista del “tema de España” y pasar a una consideración crítica y rigurosa, historicista, “desde fuera”. En base a esta nueva perspectiva no cabe hablar de “psicología nacional”, “alma de los pueblos” y otras entelequias propias de esa literatura; además, el uso de esos conceptos pasa a ser una anomalía que debe ser explicada: ¿por qué se tardó tanto en superar esa visión esencialista de España? El problema de España deja de ser actual, al menos en su formulación tradicional: ya no se trata de un problema metafísico (“¡Dios mío!, ¿qué es España?”) sino jurídico, histórico, político, etc.

Otro ejemplo: interpretación de Nietzsche de la tragedia griega. El ensayo de Nietzsche no es una comprensión del mundo griego sino una exposición de la filosofía romántica de base schopenhaueriana, que toma a la cultura griega como pretexto para realizar una interpretación de toda la historia humana.

El paso a la “historicidad” es también el paso a la “cientificidad”: del ensayo de actualidad pasamos al estudio académico, erudito. El “cierre histórico” conlleva la pérdida de actualidad, la toma de conciencia de una distancia histórica insalvable que solo se puede recorrer mediante el conocimiento pormenorizado del espacio conceptual en el que se sitúa el texto estudiado.

(¿En qué medida la ausencia de “cierre histórico” conlleva la ausencia de valor científico? La obra de Laín mantiene su valor a pesar de hacer un tratamiento “actualista” de los autores estudiados. Pero lo mantiene por sus “materiales” antes que por su forma, que por la interpretación que hace de ellos. Leyendo a Laín obtenemos una visión de conjunto de la presencia del tema de España en los autores del 98 que sigue siendo válida en la medida en que se atiene a los propios textos; se mantiene el valor “descriptivo” antes que el interpretativo, a la manera como el valor de las leyes de Kepler o del teorema de Pitágoras permanece al margen de la envoltura mística en la que aparecían envueltos. Del mismo modo, el valor descriptivo e informativo de las obras de Menéndez Pelayo se mantiene al margen de que la interpretación que hace de los textos estudiados resulte anacrónica). (Por tanto, habría valores “trascendentes” en las interpretaciones en la medida en que contienen elementos puramente descriptivos susceptibles de ser reutilizados posteriormente).


Sobre la crítica de la visión lógica y científica del mundo en la modernidad (románticos, Unamuno, Heidegger, etc.): se deja de lado el carácter poiético de la ciencia, lo que tiene de “creación”. En la base de esas críticas está la aceptación de la visión positivista de la ciencia como “descripción de los hechos”, lo que impedía percibir con claridad la dimensión creativa, “estética”, de la actividad científica. Del mismo modo se entiende la ciencia como “representación” y no como actividad creadora, configuradora del mundo. La distancia entre ciencia y arte es mucho menor de la que suponen estos “críticos de la modernidad”. Todas sus ideas sobre la “palabra creadora” podrían aplicarse también a la creación científica en tanto que actividad estética y poiética: la ciencia también es lenguaje, también es creación antes que mera representación. Esta aceptación implícita de la visión positivista de la ciencia también conlleva la incapacidad de percibir los valores estéticos de las construcciones científicas: no se percibe su “belleza” o su ingenio.

Dicho de modo: los ataques a la lógica y a la ciencia lo son en realidad al positivismo.

2013.05.15 – En torno a la polémica sobre «El nacimiento de la tragedia», de Nietzsche: ciencia y filosofía

Sobre la polémica acerca de El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche: desde la perspectiva sociológica es un ejemplo prototípico de la lucha académica por el “cierre” de la disciplina, por mantener el modelo de la “hormiga” científica, trabajadora paciente y “poco ruidosa”, frente al modelo de la “cigarra” diletante que va más allá del círculo de la disciplina para aspirar a una cosmovisión, una filosofía que toma la filología tan solo como un punto de partida. Nietzsche se enfrenta con el espíritu mismo de la ciencia moderna, el espíritu de “mediocridad”, del trabajo ingente para recoger datos y analizarlos con una finalidad “intraacadémica”: se investigan cosas que solo interesan a los propios investigadores. Los críticos de Nietzsche tenían razón: lo que se proponía era la anulación de la conquista del espacio científico y académico propio de la filosofía. En realidad la visión de Nietzsche de la filología se parece al uso premoderno de los conocimientos “científicos” como ejemplo o pretexto para todo tipo de elucubraciones religiosas o metafísicas: los hechos científicos no son considerados interesantes en sí mismos, sino solo cuando se ponen al servicio de intereses “superiores”. En resumen, lo que está en juego en la disputa sobre El nacimiento de la tragedia es la autonomía de la ciencia frente a la tradicional aspiración de la filosofía de erigirse en la sabiduría suprema que se sirve de los conocimientos científicos como base; la ciencia no sería un fin en sí mismo, sino tan solo un medio al servicio de lo realmente importante.

Lo cierto es que, desde el punto de vista de nuestra percepción histórica, parecería que Nietzsche tenía razón: éste es mucho más popular que los filólogos de la época, y El nacimiento de la tragedia tiene un interés, una difusión y una actualidad mucho mayores que los trabajos filológicos rigurosos de la época, que solo interesan a los interesados en la historia de la filología. Sin embargo, esa impresión procede precisamente de nuestra posición en el espacio social: nos interesa Nietzsche porque está fuera del ámbito científico, igual que nosotros. La ciencia se hace para los científicos, pero la filosofía (al menos, la filosofía entendida a la manera de Nietzsche, como “salvación”, como iluminación) se hace “para todos los públicos”, se presenta como algo de interés universal (algo típico de toda la tradición filosófica: frente a cualquier especialización, el filósofo se presenta como el que lo abarca todo para ofrecernos lo realmente importante, lo que interesa a todo el mundo).

El prestigio social de la filosofía podría derivarse de esa “ausencia de cierre”; es más, podría decirse que la característica esencial de la filosofía desde la perspectiva actual es precisamente su falta de especialización: el filósofo lo abarca todo, nada le es ajeno, de ahí que cualquier “diletante” pueda verse interesado en su obra. Al mismo tiempo ese amplísimo público potencial está en relación directa con el prestigio social de la filosofía: a mayor público, mayor prestigio, mayor difusión y repercusión. Frente a esta “filosofía para todos” está la filosofía académica, representada por la tradición escolástica medieval y por la “filosofía filológica” de la actualidad, altamente especializada: filosofía para filósofos. Pero los filósofos que alcanzan auténtica repercusión son los que van más allá de los intereses académicos para saltar a la “esfera pública” con ideas que interesan a todos. Quizás el éxito del ensayismo filosófico francés se deba en gran medida en su habilidad para salir de la esfera propiamente académica en busca de un público lo más amplio posible, aunque también habría que tener en cuenta la importancia de las campañas editoriales y periodísticas que hacen que unos autores sean más difundidos que otros. El éxito en vida de autores como Derrida, Foucault o Barthes debería ser analizado desde un punto de vista sociológico: la explicación de su éxito no es solo interna, en base a su lenguaje, ideas y pretensiones, sino también externa, en función del contexto editorial y periodístico. En cualquier caso, los grandes nombres de la filosofía son casi sin excepción los que han salido del círculo de la “academia” para abrirse a la esfera pública: el canon filosófico lo forman los “filósofos públicos” (una clave para entender la escasa repercusión mediática de Gustavo Bueno: tanto por sus características internas (dificultad terminológica, búsqueda de un público altamente especializado, situación en una tradición filosófica académica) como externas (falta de actualidad de sus planteamientos en relación con las “modas intelectuales” vigentes, “incorrección política” de sus puntos de vista, aislamiento geográfico y académico) es el prototipo de “filósofo académico”; la difusión de sus obras más recientes, de carácter más “público”, se debe más a intereses políticos que propiamente filosóficos, y son reseñados más como curiosidad intelectual que como algo realmente importante).

2012.08.29 – Laín Entralgo y la modernidad del pensamiento católico español en los siglos XVI y XVII

Laín, España como problema, “La polémica de la ciencia española”, p. 62: los progresistas españoles del XIX “no conciben que sea posible una alianza entre fe católica y el pensamiento moderno, según el esquema protestante de la historia”.

Laín sí que cree que se debe realizar una interpretación del catolicismo español de los siglos XVI y XVII (Suárez, Vitoria, Medina, etc.) como un catolicismo “moderno”, en el que son decisivas la mayor conciencia de la libertad individual y la mayor distancia entre Creador y criaturas.

Al margen de la veracidad histórica de esa tesis, es indudable que la tesis de Weber parte de una consideración “reaccionaria” del catolicismo en la época moderna: “contrarreforma” se asocia con “contramodernidad”, en todos los niveles. Como mínimo, es cuestionable que se pueda simplificar tanto, sin percibir tanto los rasgos medievales de la Reforma (lo que tiene de reacción al Renacimiento) como los rasgos modernos de la Contrarreforma, que según Laín serían perceptibles en la obra de los grandes teólogos españoles de la época, además de en muchos otros aspectos de la cultura española de la época (pensamiento jurídico, místico, político, etc.).

Es un hecho que los estudiosos del norte de Europa desconocían casi por completo la entidad del pensamiento teológico español de la época. Su interpretación “medievalista” era un tópico. Una reconsideración de ese pensamiento afectaría decisivamente a las tesis de Weber, mostrando que el papel de las ideologías protestantes más radicales en la implantación del capitalismo es mucho menos relevante de lo que él creía.

Laín también señala como elemento inequívocamente moderno de la España de esa época la creación del primer Estado moderno (algo con lo que estarían de acuerdo todos los historiadores; p. ej. Perry Anderson).

(Habría que consultar el “estado de la cuestión”: estudios actuales sobre Suárez, Molina, Vives, Sepúlveda, Vitoria, Soto, Cano, Fox Morcillo…)

2012.08.23 – Sobre lo obvio

Carácter ilusorio y subjetivo de la “obviedad” de cualquier conocimiento: una afirmación es obvia a condición de que no lo sean los presupuestos teóricos y epistemológicos que ella misma presupone. Puede ponerse en relación con el carácter subjetivo, casi se podría llamar “estético”, de los atributos de claridad y distinción que, según Descartes, permiten reconocer al conocimiento verdadero. Quizás esa atribución de valor epistemológico a unos atributos más propios del juicio estético (artes, literatura) deba atribuirse a la todavía no conseguida autonomía del conocimiento científico frente a las “ciencias humanas”, esto es, la pervivencia de la concepción “escolástica” del conocimiento, como algo procedente de los libros antes que de la experiencia. Con ello Descartes muestra su posición “entre dos mundos”, el medieval y el moderno, tan presente en otros rasgos de su obra.

Cualquiera que hoy en día considere la obviedad como un signo de verdad se sitúa en unas coordenadas epistemológicas premodernas: se atribuye a una valoración subjetiva la condición de expresión de una realidad extrasubjetiva.

2012.07.07 – Lo central y lo marginal en la historia. Verdad e historicidad

El concepto de intrahistoria sería perfectamente aplicable a la historia de la ciencia: más allá de los grandes nombres, de los teóricos de moda, los que realmente hacen avanzar la ciencia son los que componen la masa anónima, los “proletarios” de la ciencia encargados de investigaciones pequeñas y aparentemente insignificantes, pero minuciosas y rigurosas, con un valor científico mucho mayor que las especulaciones más o menos gratuitas con las que el star-system académico consigue llamar la atención más allá de su propio ámbito académico.

Es curioso comprobar cómo muchos de los autores más célebres del siglo XX son ensayistas, especuladores, diletantes que se aprovechan del conocimiento acumulado por las “masas anónimas”: Ortega, Spengler, Foucault, etc. Por mucho que su labor se justifique como filosófica, esto es, como no científica, lo cierto es que su celebridad, su éxito en vida, se debe en gran parte al aprovechamiento del saber acumulado por el trabajo sucio de otros. Por desgracia, el prestigio social y el interés del público por este tipo de obras siempre será mucho mayor que el que se sienta hacia los trabajos más especializados y rigurosos: para tener un éxito amplio de público no queda más remedio que crear una obra no especializada; en la medida en que en la ciencia moderna la especialización es una condición de posibilidad de la creación científica, estas obras son por definición no científicas. Por tanto, una obra científica no puede ser un best-seller (lo cual puede comprobarse en la práctica; los científicos solo han alcanzado la celebridad y el éxito de ventas con escritos divulgativos, como la Historia del tiempo de Hawking, o con textos en los que la ciencia sirve de base a reflexiones filosóficas, como El azar y la necesidad, de Monod).

Lo central y lo marginal en los conceptos historiográficos: cuando se establece y se desarrolla un concepto (p. ej. “generación del 98”, “grupo de Escorial”, etc.) se señalan unos determinados materiales históricos (en este caso, unas personas) como principales y otros, los que no son comprendidos dentro del grupo, como marginales, condenados tan sólo a ser el telón de fondo de los protagonistas del relato. Por ello, toda conceptualización historiográfica es una selección, una discriminación entre lo central y lo marginal; a ella siempre le es consustancial una jerarquía entre lo relevante y lo que no lo es, lo que merece la atención del historiador y lo que no la merece, o la merece de un modo secundario y relativo. Es en esta dimensión “metahistoriográfica”, de selección de la realidad estudiada, de valoración previa de la realidad histórica, donde más operan los valores ideológicos no sólo del investigador, sino de todo el campo académico: de la misma forma que en las investigaciones literarias está presente un “canon”, una jerarquía entre aquellos autores y obras que merecen atención prioritaria y aquellos otros que no la merecen, también en un nivel más general cabe hablar de un “canon” de realidades historiográficas, de materias y materiales históricos más interesantes que otros. La evolución de la disciplina conlleva necesariamente modificaciones en ese canon (p. ej. con la difusión de la visión marxista de la historia pasan a ser centrales los materiales económicos; con la difusión de la historia de la vida cotidiana pasan a serlo los textos literarios, biográficos, etc.).

Lo importante de todo esto es que de estos dos niveles, el de la investigación propiamente dicha y el de la selección de la investigación y lo investigado (método y objeto), tan sólo el primero es susceptible de un análisis científico, explicativo: las afirmaciones del texto historiográfico sobre los materiales históricos son susceptibles de ser consideradas verdaderas o falsas; sin embargo, en el otro plano, el de la selección del método y objeto de estudio, no cabe ese tipo de planteamiento: este plano se sitúa más allá de la visión positivista de la historia. Pese a ello, le es indispensable como su condición de posibilidad. Por tanto, queda demostrado que en el análisis de la realidad histórica hay dos planos de distinta entidad epistemológica. (Lo mismo podría decirse de los estudios literarios y, en general, de cualquier estudio de materiales históricos).

Dos planos: el de la investigación y el de la selección (del método, del objeto (finalidad), de los materiales). Diferente nivel metodológico: en el primero cabe la discusión científica, en el segundo no, la discusión es necesariamente ideológica, no es posible llegar a consensos basados en pruebas empíricas (o en el concepto de prueba empírica, de verificación o falsación).

Además de estos dos planos hay que tener en cuenta todas las afirmaciones que en el texto resultado de la investigación se refieren a cuestiones no susceptibles de consenso científico (valoración de personas, obras y sucesos, etc.). En realidad ese plano “positivo” solo afecta a los “enunciados nucleares” sobre los materiales históricos, del tipo “el 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de Estado”. Todo lo demás es interpretativo, susceptible de discusión. Desde este punto de vista, el plano “positivo” es el de menor relevancia, ya que los hechos históricos son “usados” para conformar un relato con una determinada finalidad ideológica (se cuenta porque se considera interesante desde la perspectiva del investigador, por ser ilustración de una tesis teórica más general o por otro motivo). Sin embargo, a la larga es esa acumulación de “datos” lo que hace progresar la historia, lo que explica que, más allá del cambio de “paradigmas” y de la evolución ideológica de los historiadores, pueda hablarse de un avance. No se trata de que se comprenda mejor una época, un personaje o un hecho histórico: lo que sí es cierto es que se saben más cosas, con mejor detalle y con mayor rigor.

La filosofía de la comprensión (hermenéutica) ha puesto en exceso el acento en los aspectos “ideológicos” de la investigación histórica, despreciando el lado positivista, la historia en tanto que relato de hechos históricos (el aspecto en el que la historia más se acerca a las ciencias naturales). Hay motivos ideológicos que explican esa consideración de lo positivo como marginal: necesidad de distinguirse del cientificismo para evitar la hegemonía de las ciencias naturales sobre las humanas, razones ideológicas de todo tipo (humanismo, idealismo, etc.): la defensa de las “ciencias del espíritu” es la defensa de todo lo específicamente humano, de la cultura, de toda una ideología que va mucho más allá de la metodología científica. Es necesario “desideologizar” la metodología historiográfica, contemplarla desde una perspectiva más desapasionada, limitándonos a observar en qué se parece el método del historiador al del investigador de la naturaleza. A pesar del énfasis de la mayor parte de la tradición en la separación entre ambas, lo cierto es que hay muchas afinidades; ese silencio nos obliga a subrayarlas, aunque solo sean una parte de la tarea del historiador.

Tomemos como ejemplo La generación del 98, de Laín. La obra se escribe con una evidente intención ideológica: no se trata del “saber por el saber” (esa es la finalidad de la investigación en el ámbito académico “cerrado”: la investigación tiene su justificación en sí misma), la investigación sobre la generación obedece a motivos ideológicos, a la intención de mostrar la “deuda española” de los intelectuales de la generación de Laín con los del 98, analizando de forma crítica su visión de España. Lo que se ofrece es una pauta de interpretación que será seguida por toda una tradición posterior de estudios sobre esos autores (y que no es creada por Laín: ya estaba presente en los análisis de Azorín, Azaña o Salinas). Pese a ello, podemos reconocer en la obra un valor historiográfico: el de la descripción de realidades históricas (los autores y las obras analizadas) y el del análisis de un determinado aspectos de esas vidas y de esas obras (la presencia del tema de España). La ideología de fondo condiciona la percepción y la selección de esos materiales, pero no niega su validez (no se puede decir que Laín falsifica la historia, salvo en casos puntuales de sobreinterpretación, que podrían (o no) ser justificables en base al desconocimiento histórico del contexto inmediato de producción y recepción de los textos). La cuestión principal está en discriminar esos dos planos: el científico y el ideológico. El primero seguiría vigente, el segundo solo tiene valor en tanto que expresión del contexto de producción de la obra, esto es, expresión de la ideología de Laín y de todo un sector de la intelectualidad española de la posguerra (toda obra científica se puede contemplar desde una doble perspectiva: en tanto que obra científica y en tanto que creación histórica; desde la primera perspectiva resulta de plena actualidad, desde la segunda es un anacronismo; en las obras científicas que han perdido toda vigencia solo está presente el valor histórico, de ahí que los científicos no les presten atención).

Primer plano: toda creación humana es por definición histórica y social, resultado de unos condicionamientos históricos y sociales concretos, no trasladables a ningún otro momento histórico o social. Segundo plano: esas creaciones pueden sernos actuales, esto es, podemos ver en ellas valores que nos aparecen como actuales, contemporáneos, más allá de su específico valor historiográfico y sociológico; los ejemplos más importantes son la ciencia y el arte. Ahora bien, esa percepción de lo histórico como actual (en otras palabras, como trascendente, como suprahistórico) es de por sí histórica, esto es, va ligada a las condiciones históricas y sociales del intérprete. Lo trascendente, lo “objetivo”, solo puede aparecer como tal a un sujeto; esto significa que la objetividad, la trascendencia, sólo se da en un contexto histórico y social. El cambio de ese contexto conlleva el cambio de lo que se percibe como trascendente y objetivo; de ahí la sorpresa hacia las teorías vigentes hoy en día que sin embargo fueron despreciadas en el pasado, y hacia las obras de arte hoy admiradas y en su momento despreciadas: nos cuesta entender cómo es posible que en otras épocas no se valoraran, esto es, que hubiera criterios de objetividad y de trascendencia distintos.

  • Atención: ¿lo que cambia es “qué” se considera como objetivo, como trascendente, o los conceptos mismos de “objetividad” y “trascendencia”? Cabría pensar que esto es típico de la modernidad (contraposición sujeto/objeto) pero no de épocas anteriores. En cualquier caso esta cuestión solo tiene interés histórico: desde nuestra situación actual, desde nuestra perspectiva, no podemos pensar en otros términos: nos vemos como sujetos enfrentados con objetos, con una realidad que aspiramos a conocer objetivamente. Ese es el punto de vista de todas las ciencias modernas. Otros puntos de vista pueden ser posibles, pero ya no son científicos.
  • Por otra parte, la “objetividad” no deja de ser en cierto modo una ilusión: consideramos algo como absolutamente verdadero “hasta que no se demuestre lo contrario”, toda verdad científica es susceptible de ser falsada (y así lo prueba la historia de la ciencia). No cabe estar seguro de nada. Además de esa ilusión de permanencia, hacia el futuro, está la permanencia en la otra dirección, en el pasado: nos parece que esas verdades ya eran pensadas del mismo modo por la gente que las formuló en el pasado (por ejemplo, el teorema de Pitágoras). Sin embargo, el cambio de contexto histórico y social conlleva necesariamente la imposibilidad de que esas verdades sean idénticas, sean pensables del mismo modo. Esa identidad entre el teorema formulado por Pitágoras y el que hoy aprendemos en las escuelas es resultado de una reconstrucción realizada desde el presente: en realidad no se trata del mismo teorema, sino que lo percibimos como si fuera el mismo (para empezar, en Pitágoras es un teorema geométrico y no aritmético, una relación entre figuras y no entre cantidades). Lo percibimos como “etic”, pero todo lo “etic” es siempre “emic”, es siempre la creencia o la percepción de un sujeto histórico.
  • Teniendo todo esto en cuenta, ¿por qué unas determinadas realidades históricas se nos aparecen como actuales, como válidas, como “etic”, y otras no? ¿Por qué esa percepción cambia? La respuesta es imposible porque un sujeto no puede contestarla: todo lo que diga, todo lo que piensa y perciba está vinculado necesariamente a su contingencia histórica y social. En el caso del arte podríamos acudir a la permanencia de los valores y realidades sociales que se manifiestan en las obras, o incluso a valores intrínsecos como su calidad técnica o lingüística; en el de la ciencia, a la desconexión de los resultados de la investigación respecto de su “contexto de descubrimiento”. Pero estas son teorías a posteriori que surgen para explicar la realidad inmediata y problemática: la consideración de las teorías científicas y de las obras de arte del pasado como actuales o como desfasadas.

Todo lo anterior se basa en la idea de que el conocimiento se da en un sujeto que necesariamente está ligado a una situación histórica y social que condiciona de forma decisiva el propio conocimiento: no existe conocimiento objetivo, aunque algunos conocimientos se nos aparezcan como tales.

Una tercera forma de suprahistoricidad es la ética, el reconocimiento de la virtud en la conducta humana (cercanía con lo estético; hasta el Romanticismo lo ético se identificaba con lo estético, el Bien con la Belleza; hoy en día se contemplan como esferas autónomas, aunque habría que discutir si esto es realmente así).

Nuestra perspectiva no es normativa sino descriptiva: no pretendemos decir qué es verdadero, qué es correcto o qué es bello; lo único que hacemos es constatar que ciertas realidades históricas son consideradas de este modo. En la medida en que pretendemos estar describiendo una realidad, aspiramos a que nuestra descripción sea considerada como verdadera. No podemos establecer nuevos criterios de suprahistoricidad: necesariamente tenemos que atenernos a los de nuestro momento histórico y social. Entendemos la verdad como correlativa de un consenso entre sujetos autónomos (verdad como intersubjetividad); esa nos parece la descripción más acertada del funcionamiento de la verdad en la sociedad actual: es verdadero aquello sobre lo que todo el mundo está de acuerdo en que es verdadero (habría que matizar muchísimo esta tesis: el consenso no es causa de la verdad, sino su consecuencia; es necesario que haya pruebas, que haya una posibilidad de verificación que respete los presupuestos científicos aceptados).

Deleuze, diferencia entre lo verdadero y lo interesante: el plano de la filosofía sería el de lo interesante, la verdad quedaría reservada a otras esferas como la ciencia (también la verdad en sentido jurídico, o en el sentido de la vida cotidiana). En la medida en que aspiramos a un reconocimiento de una verdad, nuestra perspectiva no es estrictamente filosófica.

Lo que ofrecemos es una “reconstrucción racional”. ¿Realmente puede aspirar a considerarse como verdadera? ¿No habría que conformarse con que se percibiera como interesante? Lo que sí esta claro es que nuestra perspectiva (como la del Deleuze de ¿Qué es filosofía?) es externa, no aspira a establecer “trascendencias” sino a reconocer que ciertos elementos históricos son reconocidos como tales.

Lo que se plantea es el problema de explicar cómo es posible la existencia (o, mejor dicho, la percepción) de ciertas realidades históricas como con valor suprahistórico. En realidad es un problema fundacional en la historia de la filosofía y de la ciencia: el problema de distinguir lo verdadero de lo falso. Lo que cambia es el planteamiento de la cuestión. Hasta ahora, no se discutía la realidad de lo trascendente; con la crisis de la modernidad y la toma de conciencia de la historicidad del hombre y de sus productos, esa trascendencia comienza a percibirse como problema. Ante la evidencia de la historicidad se cuestiona la otra evidencia, la de la permanencia de lo verdadero. (El problema que se planteaba antes era el inverso, lo problemático no era lo trascendente sino lo histórico).

Interesante: el último Zubiri, el último Laín y Rahner sobre el dinamicismo de lo real (emergencia de realidades cada vez más complejas) y el salto que se produce con la aparición del ser humano, del “espíritu”. Se plantea el problema clásico de intentar reducir lo intelectual a lo material.

2012.06.30 – Los intelectuales fascistas y el miedo a la mediocridad

El “miedo a la mediocridad” podría estar en la base de la atracción por las ideologías radicales en la intelectualidad de entreguerras: lo que se rechaza es la mediocridad de la vida cotidiana propia de las sociedades modernas; lo que esas ideologías prometen es una existencia verdadera, auténtica, heroica, al servicio de unos ideales trascendentes. Es imposible desligar esa visión crítica de la modernidad del carácter de “intelectuales” de estos autores, en sentido sociológico: más allá de su procedencia social, todos ellos tienen en común un alto “capital cultural” que les concede un sentimiento de superioridad sobre el “hombre común”. Esa superioridad no se ve correspondida por las tareas rutinarias que le son asignadas por la sociedad moderna; de ahí que se vea en las utopías radicales no solo una utopía en la que ellos ocuparán una posición hegemónica, sino, sobre todo, una tarea vital a la que entregarse con entusiasmo: más allá de su realización histórica, el mero hecho de luchar por esos ideales ya les confiere un sentimiento de nobleza, de superioridad moral, redimiéndoles de su mediocridad cotidiana.

Por tanto, el desencantamiento del mundo estaría detrás de la atracción por las ideologías radicales; se puede comprobar fácilmente atendiendo a los textos autobiográficos de estos intelectuales, en el énfasis que ponen en los ideales que les guiaban, el rechazo de la vida burguesa, acomodada, a la que por su origen social podrían entregarse sin problemas.

El éxito de Heidegger entre la intelectualidad europea radicaría en gran medida en su análisis crítico de la existencia cotidiana considerada como inauténtica; con ello Heidegger se convierte en el portavoz de una insatisfacción general a toda la intelectualidad de la época. Algo similar podría decirse del elitismo del Ortega de La rebelión de las masas. En lo que respecta a los radicalismos de izquierdas, ese elitismo no es tan patente pero también está presente en las teorías de la “minoría dirigente” de Lenin; además siempre está presente el sentimiento de estar luchando por un ideal, de no conformarse con la vida cotidiana que ofrece la sociedad moderna. La clave está en el anhelo de una vida heroica.

El “enigma” del triunfo de estas ideologías entre lo más selecto de la intelectualidad europea de la época solo puede aclararse desde esta perspectiva: una perspectiva “emic” que tenga en cuenta la propia percepción que tenían los intelectuales de su vida como una tarea heroica, ejemplar, entregada a la consecución de un ideal. Lo que se rechaza, más allá de las teorías económicas y sociales que se defiendan, es la vida cotidiana, vulgar, sin ideales. La crítica no es tanto hacia un modelo de sociedad como hacia una forma de entender la vida, propia de la sociedad moderna.

Todo ello no significa que haya que desechar ese “idealismo”, esa “actitud ante la vida” que busca contribuir a hacer un mundo más ajustado a nuestros ideales; lo que hay que criticar es la concepción heroica de esa tarea: la ética debe verse como algo común, vulgar. No se trata de ser un “santo”, objeto de adoración y de hagiografías, o de ser un “héroe”, como Don Quijote. En estos dos casos la virtud no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la gloria: el auténtico fin no es un mundo mejor, sino una vida heroica. Lo que pretenden los santos y los héroes, bajo la excusa del idealismo, es su propia glorificación. Habría que considerar como lo auténticamente heroico la renuncia al heroísmo, la aceptación de la mediocridad, de nuestro anonimato; no ver en ello un motivo de desilusión, como si la vida fuera injusta con nosotros, como si no se nos reconociera nuestro esfuerzo. Antes bien, habría que considerar ese anonimato, esa mediocridad, como la mejor recompensa que podemos recibir, en la medida en que nos garantiza que nuestros esfuerzos no están consagrados hacia nosotros mismos sino hacia nuestros ideales.