2013.10.03 – Sobre el aburrimiento

El aburrimiento como la clave para la comprensión de la vida moderna, más que otros conceptos más utilizados como globalización, velocidad, progreso… La experiencia de la vida moderna, su fenomenología, tiene como base el enfrentamiento del individuo con un tiempo vacío, el de ocio, en el que no hay nada que hacer. La experiencia es nueva: sería muy complicado encontrar textos sobre el aburrimiento en épocas previas; sin embargo, el aburrimiento es la clave implícita del Quijote y explícita de Madame Bovary, los dos grandes símbolos literarios de la era moderna (la decepción provocada por el contraste entre nuestra proyección de la vida, alimentada por las obras de ficción, y la realidad prosaica que estamos condenados a vivir). También el aburrimiento es la clave de La náusea y de Taxi Driver, y la experiencia básica para la comprensión del “Sorge” y el “ser-para-la-muerte” en el Heidegger de “Ser y tiempo”. El aburrimiento, el “tedium vitae”, también está presente en el lado más depresivo y melancólico de la literatura romántica, y en el modernismo hispano.

Habría que hacer una “historia del aburrimiento”, poniendo en relación la elevación del nivel de vida con el aumento de las posibilidades de ocio; ello conlleva la necesidad de decidir entre ellas. Cualquier aumento de la posibilidad de elección genera necesariamente la insatisfacción de tener que tomar una decisión que siempre corre el riesgo de estar equivocada: nos aburrimos porque pensamos que haciendo otras cosas nos lo estaríamos pasando mejor. El problema no se plantea para las clases más explotadas o las sociedades más primitivas, donde las coerciones sociales o económicas no permiten disponer de “tiempo libre”: incluso el tiempo libre no lo es realmente porque las convenciones sociales o las necesidades económicas dan un margen de elección muy estrecho. También hay que poner en relación el desarrollo del problema del aburrimiento con los cambios en la microestructura social: en un entorno familiar muy estrecho (parejas que se casan jóvenes, que no se desplazan de su ciudad y que siguen mantiendo toda la vida lazos estrechos con una multitud de parientes próximos) el tiempo libre está dedicado en su mayoría a la familia. El problema del aburrimiento se desarrolla al máximo cuando el individuo puede realizar su vida autónomamente, desligado de su familia (típico de las sociedades modernas), y aún más cuando el desarrollo de los medios de transporte aumenta la movilidad geográfica, favoreciendo con ello la disgregación del ámbito familiar.

Sobre el “quijotismo” y el “bovarismo”: la frustración provocada por el contraste entre la vida idealizada que construimos en base a ficciones y la realidad aumenta con el desarrollo de los medios de comunicación de masas. Las canciones de amor, las películas, la televisión, las imágenes de la “alta sociedad”… se convierten en la imagen idealizada de lo que nos gustaría ser; con ello aumenta la frustación por no tener otro remedio que vivir una vida vulgar, sin alicientes. Puede decirse que ambos aspectos se alimentan el uno al otro: a mayor frustración de la “gente normal”, más necesidad de consuelos ficcionales, y viceversa, el aumento de la difusión, cantidad y variedad de esa “hiperrealidad” aumenta la frustración ante la vida vulgar. El aburrimiento sería una de las consecuencias de ese abismo entre lo ideal y lo real: nos aburrimos porque esperamos algo más que no tenemos y no somos capaces de conseguirlo en ese momento.

Además de una historia y una sociología del aburrimiento, hay que hacer también una “fenomenología”, analizar la experiencia del aburrimiento tal como la vive un ciudadano moderno. ¿Cuándo nos aburrimos? ¿Por qué? ¿Cómo evoluciona el aburrimiento a lo largo de nuestra vida? Los niños se aburren, pero está claro que su experiencia del aburrimiento no es la misma que la de los adultos.

2012.08.10 – Otra anotación sobre el sentido de la vida. Las síntesis falangistas

Utilizar los conceptos de Julián Marías “proyecto”, “instalación” y “entusiasmo” para abordar la cuestión del sentido de la vida. Se plantea como una problemática ética referida a la satisfacción con uno mismo (perspectiva deliberadamente individualista). El problema no es “qué debo hacer” (planteamiento ético clásico, orientado hacia la relación entre el sujeto y la sociedad) sino “por qué no debo suicidarme” (planteamiento contemporáneo, típicamente existencialista: la sociedad se aparece como algo ajeno al individuo, como una circunstancia externa análoga a la naturaleza). Nuestra situación histórica, social e ideológica nos obliga a comenzar por este tipo de planteamientos: solo podemos pensar desde nuestra circunstancia. Ahora bien, lo que corresponde es analizar críticamente ese planteamiento y mostrar, en primer lugar, su dependencia de nuestra circunstancia. Una vez que hemos tomado conciencia de la contingencia del problema, de las razones históricas que determinan que nos planteemos la cuestión de ese modo, habremos dado el primer paso no tanto para encontrar una solución al problema como para plantearlo de un modo distinto. Nuestro objetivo no debe ser encontrar una solución, sino mostrar que el problema puede ser visto de otro modo.

Unamuno a José Antonio Primo de Rivera, Rafael Sánchez Mazas y Francisco Bravo, 10 de febrero de 1935: “Sigo los trabajos de ustedes. Yo soy sólo un viejo que ha de morir liberal, y al comprobar que la juventud ya no nos sigue, algunas veces creo ser un superviviente. Cuando de estudiante me puse a traducir a Hegel, acaso pude ser uno de los precursores de ustedes.” Unamuno reconoce a Hegel como referente teórico de los falangistas: se apunta a la centralidad de las “síntesis superadoras” en el falangismo. Ello confirmaría que la “voluntad asuntiva y superadora” de Laín y los “falangistas liberales” era consecuencia directa del pensamiento de Primo de Rivera, falangismo puro, auténtico. El “grupo Escorial” se limitó a seguir las pautas indicadas por su líder.

Palabras de Sánchez Mazas en el mitin de esa noche: “Hemos venido a Salamanca para recordar los lazos entrañables que nos ligan con una de las figuras españolas más originales y fuertes de la época, para subrayar que nos unen con don Miguel de Unamuno disparidades entrañables, como también con otras gentes nos separan afinidades de origen. Don Miguel es el adversario que enseña y del que puede aprenderse, y nosotros, que tenemos como fin principal exaltar todos los valores de España, no podemos por menos de saludarle al hablar en esta su Salamanca imperial, labradora y letrada.” ¿Primera manifestación de “integración cultural”, de síntesis en el orden de los valores culturales?

Textos en Francisco Bravo, José Antonio, el hombre, el jefe, el camarada, Madrid: Ediciones Españolas, 1939, págs. 87 y 91-92, citado en José María García de Tuñón Aza, “Miguel de Unamuno y su res pública [sic]”, en El Catoblepas, nº 124, junio de 2012.

La voluntad de síntesis se expresa en los escritos de José Antonio en el orden de los regionalismos, las clases sociales y los partidos políticos, pero no en el de la cultura. En cambio, ese será el principal interés del “grupo de Escorial”, quizás porque en los otros órdenes el margen de maniobra era mucho menor.

2012.08.09 – Nihilismo y pasividad. El irracionalismo en los falangistas

Relación entre nihilismo y pasividad: el “nihilismo negativo” de Nietzsche, ese nihilismo que se traduce por un lado en hedonismo (entrega a los placeres sensoriales, pasivos) y por otro en indolencia, pasividad (“mi ideal es tenderme sin ilusión alguna”). Ese “mal de siglo” es de plena actualidad cien años después: es el estado de ánimo de mi generación y de las siguientes. Hemos vivido hasta ahora en pleno entusiasmo adolescente, entregados a todos los placeres que nos ofrece la sociedad de consumo, y sin ningún tipo de preocupación económica gracias a la sobreabundancia de las sociedades en que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a ese entusiasmo le sigue necesariamente el desengaño: el hedonismo no basta para justificar un proyecto vital; antes bien, es la negación de todo proyecto, la negación del futuro y la glorificación de un presente continuo (“carpe diem”). La falta de proyecto se traduce en falta de motivación para actuar. ¿Para qué vamos a hacer nada, si tenemos un mundo de placeres a nuestro alcance y sin esfuerzo? ¿Qué más podemos desear? Y sin embargo, notamos que nos falta algo, y sentimos que eso que nos falta es lo más importante.

En la mayor parte de los casos ese vacío, típico de la superación de la adolescencia, se resuelve mediante la instalación en las convenciones de la “vida adulta”: la familia y el trabajo. La instalación familiar hace surgir (aunque sea de forma imprevista, no buscada) un proyecto inédito: la vida ya tiene un objeto, el ser padre/madre y marido/mujer. Al mismo tiempo, también está presente el proyecto de la promoción profesional, de ir escalando puestos en el trabajo, lo que redundará no solo en mayores ingresos y mayor prestigio social sino, sobre todo, en mayor bienestar para los miembros de la familia. El problema surgirá cuando la familia se rompa o cuando sea despedido; pero lo que se quiebra no es el sistema de valores del individuo: su proyecto sigue intacto. El problema ahora no está en el proyecto, sino en la forma de continuarlo.

Esa es la descripción de la “vida adulta normal” en cualquier sociedad civilizada. Sin embargo, son cada vez más las personas que no pueden o no quieren ajustarse a ese proyecto de vida. Habría que mostrar cómo son las peculiares condiciones culturales, sociales y económicas del mundo actual las que favorecen esa “anomia”, esa falta de proyecto.

(Perspectiva sociológica: lo normal frente a lo patológico).

Ahora bien, cabe pensar que las causas de esa “anomia”, de ese malestar, esa falta de proyecto, no son solo sociales, “materiales” en sentido marxista. Parece evidente que la sociedad contemporánea no es capaz de inculcar en sus miembros una cosmovisión que permita darle sentido a sus vidas (y a sus muertes) de la misma forma que lo conseguía la visión religiosa del mundo hasta hace apenas dos siglos (salvo para los estratos más elevados y cultos, en donde ya estaba presente esta “anomia”). El desarrollo cultural ha llevado consigo el “desencantamiento del mundo”, y una de sus consecuencias es precisamente la falta de proyecto. De hecho, la rutina familiar y laboral de la que hemos hablado previamente no puede considerarse como proyecto derivado de la visión del mundo dominante: esa rutina no obedece a ninguna norma superior, a una visión trascendente de la familia o del trabajo; es una simple rutina que se mantiene por sí misma, sin mayor justificación. De ahí la fuerza crítica y el valor simbólico de películas como “American beauty”, que reflejan la toma de conciencia sobre la vacuidad de la vida burguesa prototípica (y supuestamente exitosa): los protagonistas descubren que su forma de vida no responde a un proyecto propio, auténtico; en realidad ni siquiera se trata de ningún proyecto, es una simple rutina (lo mismo en “Revolutionary Road”).

La angustia, el vacío existencial, la desesperación, en tanto que estados psicológicos cuya expresión teórica y filosófica es el nihilismo, tienen su origen social e histórico en esa “anomia”, esa sensación de marginalidad provocada por la falta de proyecto. Ahora bien, esa marginalidad, esa imposibilidad de aceptar los valores dominantes no se traduce en la aceptación de valores opuestos, esto es, de un proyecto vital que se oponga al dominante, sino que deriva en la imposibilidad de aceptar ningún proyecto: la pasividad, la indolencia, el hedonismo. La propia sociedad se encarga de fomentar esa pasividad, que es garantía de la tranquilidad de las clases dominantes (en este caso, el hedonismo y el nihilismo funcionan como “opios del pueblo”: la pasividad garantiza que los ciudadanos nunca se levantarán contra los que consciente o inconscientemente promocionan esa situación) y que además, a través del consumismo, favorece sus intereses económicos. De este modo la “falta de proyecto”, el vacío existencial, deja de ser una “anomia” para convertirse en fuente de estabilidad y riqueza. Quizás sea eso lo que explique que el problema, ese “malestar de la cultura moderna” que se manifiesta en las élites intelectuales desde el romanticismo, no solo no haya disminuido sino que siga creciendo.

[¿Por qué este tipo de cuestiones ya no se plantean en los círculos filosóficos? En la primera mitad del siglo fue la cuestión central de la literatura y la filosofía; quizás sea el abuso del tema, su conversión en tópico, su trivialización, lo que ha provocado su descrédito, como si el mero hecho de tratarlo de forma directa conllevara situarse al margen de la filosofía, en ese terreno del que se han apropiado los psicólogos mediáticos, los biólogos de la conducta y demás perpetradores de libros de autoayuda. Otra posible razón: los filósofos académicos son personas instaladas en un proyecto vital consolidado e indiscutido (el concepto de “instalación” de Julián Marías es muy útil para abordar este tema), por lo que no tienen ninguna necesidad “interna” de abordar este problema, y lo perciben como algo externo. También hay que tener en cuenta los “giros” de la filosofía académica en la segunda mitad del siglo XX: el giro lingüístico, el sociológico, el estructural, etc. Todos ellos coinciden en rebajar a su mínima expresión la importancia conceptual de las “vivencias”, centrales para la filosofía de la primera mitad del siglo. En realidad no se trata de que la cuestión del “sentido de la vida” parezca anacrónica y desfasada: es que lo es cualquier aproximación a nuestras vivencias más inmediatas, más ajenas (al menos en principio) a nuestra herencia cultural y teórica, a los grandes temas y problemas de la historia de la cultura.]

Caracterizamos esa anomia como “falta de proyecto”, y no tanto porque se encuentren deficiencias en los “proyectos” que tenemos a nuestro alcance (la sociedad contemporánea se caracteriza por la pluralidad de “proyectos”, de posibilidades vitales a nuestro alcance, frente a la máxima limitación de estos en las sociedades más atrasadas), sino porque se percibe que todo proyecto es una invención, una falsificación para ocultar la esencial vacuidad de la vida: nada vale nada. Si nada vale nada ¿para qué hacer nada? Lo único que cabe es esperar la muerte disfrutando de la vida todo lo que se pueda: “fuma, folla y bebe que la vida es breve”. Ese hedonismo nihilista puede rastrearse continuamente en todas las formas de la cultura popular de las últimas décadas: canciones, películas, etc. Sobre todo, en aquellas destinadas al público juvenil (cuanto más nihilistas, mayor es su éxito).

[Dos perspectivas del problema del sentido: la estrictamente filosófica y la sociológica. Se plantea el problema de cuál es la relación entre las dos perspectivas: ¿en qué medida la perspectiva sociológica expone tan solo el contexto de la filosófica? ¿Se puede reducir la “perspectiva interna” del problema a su “perspectiva externa”?]

[Hay que partir de la vivencia, como lo harían Unamuno y Ortega. Es un anacronismo, pero en el contexto actual resulta casi revolucionario: volver a lo inmediato, a lo espontáneo, a lo que está más acá de las tradiciones académicas y las bibliografías recomendadas.

Esa perspectiva no triunfaría en el ámbito académico, sino en el público que tenga vivencias similares, que se sienta identificado con la descripción del problema. Ese mismo público no percibiría el anacronismo del planteamiento; antes bien, agradecería la ausencia de pedantería, de citas académicas.]

El análisis puede aplicarse tanto a lo individual como a lo social: la pasividad y la falta de proyecto de cada individuo tienen su correlación en la pasividad y la falta de proyecto social. La gente no se rebela ya no porque no haya alternativa, sino porque cualquier alternativa en tanto que “proyecto” se percibe como una falsedad, una invención.

(Quizás pueda distinguirse en esa dimensión social a las derechas tradicionales, en las que no ha calado ese nihilismo; de ahí que sean los más activos, por mantener la fe ciega en un proyecto común.)

Saz Campos (“Tres acotaciones…”, p. 205), entre los aspectos de la ideología fascista que asume José Antonio en el periodo 1933-1934 está el “irracionalismo”. Sin embargo, habría que matizar muchísimo la presencia de ese rasgo en el falangismo. Primo de Rivera contrapone en numerosas ocasiones el sentimiento y la inteligencia; por ejemplo, al abordar el problema de los nacionalismos, contrapone el nacionalismo romántico, del sentimiento, y su idea de la Nación como proyecto: un nacionalismo de la inteligencia. La influencia de Ortega y d’Ors es evidente no solo en Ortega, sino en intelectuales fascistas como Laín Entralgo o Torrente Ballester (que subraya en su antología de José Antonio sus elogios de la inteligencia por encima del sentimentalismo romántico). Este no es el único aspecto en el que el falangismo se presenta como opuesto a lo espontáneo e irracional: respuesta a las críticas de sus seguidores por no seguir una línea más dura y violenta. Por otra parte, la violencia se presenta solo como reacción contra ofensas previas, y nunca como un valor en sí mismo. El falangismo huye de la exaltación romántica del sentimiento, de lo inmediato, y se presenta como una elaboración intelectual, una obra de la inteligencia.

En el mismo texto, p. 207, Saz Campos reconoce este hecho, contradictorio con el irracionalismo fascista, al señalar como “marcas de origen” procedentes del pasado conservador de Primo de Rivera “la sistemática apelación a la razón, la búsqueda de la elegancia en pretendida oposición a la demagogia, el menosprecio sistemático de las masas y el rechazo casi visceral de la revolución en lo que tenía de ruptura del orden”. Ello se combina en Primo de Rivera con el irracionalismo más prototípicamente fascista: “sus apelaciones a lo «poético» escondían una sublimación del irracionalismo y otro tanto puede decirse [p. 208] de su naturalismo, definido siempre en oposición al «naturalismo» de «nefastas» consecuencias revolucionarias del abominado Rousseau. Tampoco la demagogia estaba ausente del discurso joseantoniano y de ella se pueden encontrar en sus discursos abundantes muestras. La diferencia radicaba en que, a pesar de todo ello, Primo de Rivera gustaba de presentarse como defensor de la razón y la elegancia intelectual.”

Diferencia entre Ledesma y Primo sobre el carácter de la revolución: “Era la de Primo de Rivera, en efecto, una revolución que debería resolverse sin grandes convulsiones y a la mayor brevedad en un orden «clásico», una sociedad perfectamente jerarquizada con un «César» en la cúpula. Una revolución, en definitiva, muy diferente de aquella con cierto sabor de revuelta imaginada por Ledesma. No sería de extrañar, en este sentido, que en las frecuentes alusiones de Primo de Rivera al carácter «romántico» y de heredero de la Revolución francesa del nazismo hubiera una crítica larvada a las concepciones de Ledesma.”

2012.06.15 – Más comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y otros comentarios a textos de Julián Marías

Marías, memorias, p. 854: “Para la mayoría de las personas, la vida discurre por cauces definidos exteriormente por una serie de engranajes: vida doméstica, trabajos, compromisos sociales, costumbres. En muchos casos, el individuo tiene muy poca libertad, casi toda su jornada está prefigurada y se convierte en un automatismo; y también la estructura de los periodos más dilatados, por ejemplo cada año. En ocasiones esto está sustituido por el “desorden”, y así en lo que se llamaba en otro tiempos “bohemia”; pero si se mira bien, se descubre que la vida de los que la seguían solía ser de una considerable monotonía, el desorden no era casi nunca indicio de mayor libertad, sino de ausencia de proyecto.”

  • La libertad está en la sujeción a un proyecto; lo contrario es la monotonía, el “no tener nada que hacer”.

Ortega, “Mirabeau o el político”

p. 623: “Tampoco debe extrañarnos la afición a la farsa que revela la vida de Mirabeau. Una y otra vez le sorprendemos mintiendo descaradamente. Al intelectual de casta le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político. Tal vez, en el fondo, envidia esa tranquilidad prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan, o piensan lo contrario de lo que están viendo con sus propios ojos. Esta envidia descubre ingenuamente la virtud específica del buen intelectual. Su existencia radica en el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedacen. Este es el máximum de acción que al intelectual corresponde”. “Recíprocamente, al gran político le maravilla ese heroico servi- [p. 624] cio a la verdad que informa la vida del buen intelectual. (…) Cada uno de ambos proyecta sobre el otro su propia constitución, y al ver que en él da resultados contrarios, atribuye éstos a un esfuerzo gigantesco. Pero la verdad es que ni la mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición.”

  • Adverbio “naturalmente”: no es una elección, se hace sin esfuerzo como resultado de su condición; de nuevo, el determinismo, la falta de responsabilidad: la virtud no es el resultado de una elección sino consecuencia de una “condición”, de la naturaleza del sujeto.
  • “Virtudes específicas”; contraposición explícita entre el intelectual/la verdad/el pensamiento y el político/la mentira/la acción.

“El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones. (…) El hombre de acción, en cambio, no existe para sí mismo, no se ve a sí mismo. El ruido de fuera, hacia el cual su alma está por naturaleza proyectada, no le deja oír el rumor de su intimidad. Falta ésta de atención y cultivo, anda desmedrada. Sorprende notar que todos los grandes hombres políticos carecen de vida interior. No es paradoja decir que no tienen personalidad. La tienen sus actos, sus obras; pero no ellos. Por esta razón – el fenómeno es muy curioso – no son interesantes”, lo cual explica que “los grandes hombres políticos (…) no hayan conseguido nunca, nunca, valiosos triunfos sobre la mujer”.

  • De nuevo se desliza la palabra “naturaleza”.
  • A las oposiciones anteriores se añaden dos: interior/exterior, e interesante/falto de interés (matiz erótico del adjetivo “interesante”).

[p. 625] “Impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político. Es ilusorio querer lo uno sin lo otro, y es, por tanto, injusto imputar al grande hombre como vicios sus imprescindibles ingredientes.

Pero claro está que no basta poseer éstos para ser un político de genio. Es preciso agregar el genio.”

  • “Condiciones orgánicas” a las que se superpone el “genio”.
  • Lo que Ortega caracteriza no es un “político real” sino un “político ideal” (a pesar de lo que dice al comienzo del texto), un personaje literario, romántico. Ortega no es consciente de la historicidad de su perspectiva, de que esos rasgos del político no están en la realidad sino en su punto de vista (es éste el que le lleva a privilegiar unos determinados políticos sobre otros).

[p. 627] “…el hombre público necesita las cualidades más extrañas, algunas de ellas de apariencia viciosa, y aun no sólo de apariencia. Son los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político.

Me importaba mucho poner al descubierto esas potencias demoníacas, casi puramente zoológicas, que proporcionan la energía [p. 628] necesaria para el movimiento de tan enorme máquina como es uno de estos hombres creadores de historia.”

“…no creo posible la salvación de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato con la más nuda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en todas sus condiciones, sin aspavientos de un artificioso pudor. Durante siglos se ha obstinado Europa en evitar ese sincero reconocimiento. Una hipocresía radical nos ha llevado a no querer ver de la vida lo que las sucesivas morales declaraban indeseables, como si esto bastase para poder prescindir de ellas. No se trata de pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro.”

  • Europa necesita ser salvada.
  • Escisión entre lo real y lo ideal, “dos mundos diferentes”.

“Asia es conformista: para ella lo que es, debe ser. Europa es reformista: para ella lo que no debe ser, no es. Si algún sentido trascendente tiene el hecho de la convivencia intercontinental que [p. 629] caracteriza al siglo presente, será, a no dudarlo, hacer posible el mutuo complemento de esas dos tendencias exclusivas: la reforma emanada de una previa conformidad con lo real; la modificación ideal de la vida, que parte de haber reconocido previamente sus condiciones.”

  • Una nueva oposición, esta vez “geopolítica”: Asia frente a Europa, conformismo frente a reformismo.
  • Característico de este tipo de escritos: mezcolanza de todo tipo de cuestiones al hilo de la cuestión central: Ortega se ha referido de pasada al donjuanismo, la ética, la Revolución Francesa… Ahora hace una referencia de actualidad (la necesidad de “salvar” a Europa) e introduce una visión esencialista de Europa y Asia: define el “espíritu” de los dos continentes (es significativo lo fácil que se percibe el anacronismo de este tipo de observaciones, al igual que sucede con las referencias a la mujer: propio de la época de Ortega, y totalmente desfasado por la evolución de nuestra percepción de lo social y de lo histórico: no cabe hablar tan a la ligera de “Asia” y “Europa” como si fueran entidades homogéneas a lo largo de la historia, y tampoco cabe hablar de “las mujeres” tal como lo hace Ortega, como si tuvieran una naturaleza específica, peculiar, distinta de la masculina; lo cierto es que, más en general, no cabe tener una visión tan “naturalista” del ser humano y de sus realizaciones sociales como la tiene Ortega; el hecho de que sea precisamente Ortega (introductor en la filosofía española de la visión sociohistórica y perspectivista de la realidad humana) el que caiga en este tipo de “errores” (errores para nosotros, no para el intelectual de la época) prueba hasta qué punto estaban difundidos, tenían vigencia en la época esta serie de tópicos, de lugares comunes: ni siquiera Ortega pudo librarse de ellos (y tampoco Marías, su principal discípulo).)

Marías, Introducción a la filosofía, final del apartado 1: “La historia se venga, por la sencilla fuerza de las cosas, de todos los intentos de eludirla”; cualquier intento de presentar una realidad histórica como natural, “eterna”, es doblemente significativo de su propia historicidad y, por ello, anacrónico de raíz.

Apartado 2: Historicidad de los problemas y de las soluciones: hay problemas que aparecen en un determinado momento histórico y que luego dejan de serlo (por ejemplo, el de los universales en la Edad Media), no porque hayan sido resueltos sino porque han dejado de tener interés: ya no son “problemáticos”.

2012.06.14 – Comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y alguna cosa más

Ortega, “Mirabeau o el político”, 1927, citado en Gracia, libro sobre Laín, páginas 83-84:

“Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debiéramos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío que Europa está ahora pagando proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es que esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo – son desiderata. Pero ¿qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?

  • Los ideales son “creados” mientras que los arquetipos son “reales”; el “perspectivismo” brilla por su ausencia, Ortega contrapone lo real a lo irreal como lo haría cualquier positivista o cualquier “metafísico” (religioso o filosófico).

Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por sus imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. [p. 604] Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar como ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha más gracia.

  • Ese “carácter infantil” podría ser el propio de los artistas (de ahí que con frecuencia den lo mejor de sí en su juventud, y su madurez vital sea una época de decadencia artística). Ortega parece contradecirse, va en contra de su visión estética de la ética, del énfasis en el carácter creador del ser humano (la estética romántica del genio).
  • “estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza”, con mayúsculas: metafísica pura.

En definitiva: el “idealismo” vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. (…) El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad.”

  • Lo “ideal” y lo “real” se contraponen de forma correlativa al hombre y la “naturaleza”; el primero de los polos se valora negativamente y el segundo de forma positiva: la “invención” de la “Naturaleza” es siempre superior a la imaginación humana (visión romántica de la naturaleza, como “natura naturans”, como creadora de formas.)

[p. 605] “Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública [la monarquía parlamentaria]: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas”.

  • La oratoria como elemento fundamental de la “política pública”; sería interesante estudiar su evolución (y degradación) hasta la actualidad, como consecuencia del desarrollo de los medios de comunicación de masas y la aceleración y fragmentación de la información política (no interesan los grandes discursos sino las frases sentenciosas, los “slogans”); además, lo visual pasa a un primer plano frente a la hegemonía indiscutida de lo verbal.
  • Por otra parte, cabría preguntarse sobre el papel previo de la oratoria, incluso en las monarquías absolutistas: ¿en qué medida era un fenómeno público? ¿Había discursos a las masas?

[p. 606] “Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho (…). Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma”.

  • Las causas de la Revolución Francesa no son “materiales” sino estructurales e ideológicas.

“…la Revolución Francesa (…) fue un completo fracaso. Los [p. 607] principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración.”

  • Ortega parece estar de acuerdo con los principios, pero no con los métodos que, según él, fueron causa de la lentitud de instauración de aquéllos.
  • Decir que fue un “absoluto fracaso” es una boutade inaceptable; ejemplo de cómo Ortega prefiere la originalidad y la brillantez antes que la exactitud y la veracidad, por convencionales que sean.

“…Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.”

  • El orden como objetivo de la política: visión claramente conservadora de la política, frente a la dimensión creadora de la política (impulso de novedades, reforma de la realidad) Ortega opta por una visión más “cobarde”: lo importante es la estabilidad.

[p. 608] “…durante mucho tiempo, el europeo ha necesitado para vivir respirar frases como balones de oxígeno”.

  • Se podría aplicar al propio Ortega, obsesionado en su obra por la frase brillante (el propio texto lo confirma).

Sobre los “grandes hombres”: “Si en algún momento, por descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho, transpersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el “sí mismo”, el “yo” de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer.”

  • Distinción entre el “hombre mediocre” y el “gran hombre”; lo que caracteriza a éste es el “afán indomable de crear cosas”, “obras transpersonales”.

“Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significa nuestra valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies diversas: vivir es para uno y para otro una operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nietzsche distingue entre “moral de los señores” y “moral de los esclavos”, da una fórmula antipática, estrecha y, a la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.

El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión: vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros – sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público –. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible – ineludible como el parto –. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán riguroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior “destino”, forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos – el placer y el dolor –. Busca el placer y evita el dolor. Este modo de funcionar vitalmente que en sí encuentra, le lleva [p. 84] a suponer, por ejemplo, que si un pintor se afana en su oficio, es movido por el deseo de ser famoso, rico, etc. ¡Como si entre el deseo de fama, riqueza, delicias, y la posibilidad de pintar este o aquel gran cuadro, de inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, sino exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idea o ideal de ser “famoso pintor”. Y entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ese papel – “ser famoso pintor” –, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los malos pintores”.

“Esto es lo que no comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas – para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado.

  • La política se equipara con el arte: el político es un “creador”.

La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al grande hombre, porque su “yo” está lleno hasta los bordes con “lo otro”: su ego es un alter – la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo.

  • Ortega muestra tener una concepción radicalmente idealista (y romántica) de la creación; no considera que los “grandes hombres” también pueden moverse por fines egoístas (de los cuales el más importante será el prestigio, la fama) sin que ello desvirtúe la calidad de sus obras. Considera al “genio” como alguien al margen de la sociedad, no “contaminado” por sus necesidades y motivaciones, entregado en exclusiva a la “creación”. La postura de Ortega es muy significativa de la idealización del artista entre la intelectualidad de la época; más importante todavía, al considerar al político como creador, como artista, es un signo de la “estetización de la política” que se presentará de forma extrema en los fascismos pero que ya podía percibirse en la dimensión pública de la política, en su condición de espectáculo y de materia narrativa.

“No se me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas. (…) …no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que haya [p. 611] subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. (…) Ni fuera exagerado afirmar que la inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre sobre lo óptimo, porque la adopción del mal suele decidirse sin pretensiones de moralidad, y, en cambio, aquella subversión se encarece casi siempre en nombre de una moral, falsa, claro está, y repugnante.”

  • No se trata de una moral de “lo bueno frente a lo malo”, sino de una moral de “lo mediocre frente a lo óptimo”: una moral estética, en la que encuentran su justificación los “pequeños vicios”. El genio está “más allá del bien y del mal”.
  • Es interesante percibir la persistencia de ese carácter “supramoral” del artista en la actualidad, personificado en las estrellas del rock.

“Es posible que el régimen de magnanimidad – sobre todo en el hombre público – incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios.”

  • “Virtudes menores” que “estorban” a los grandes hombres.
  • Quizás sería más preciso que para Ortega la contraposición entre lo “bueno” y lo “malo” sigue teniendo vigencia, pero cambiando su ámbito de aplicación: lo bueno es lo “creador” y lo malo es lo “mediocre”. Las afinidades con Nietzsche, con la “moral de artista”, son evidentes.

“Es preciso ir educando a España para la óptica de la magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad”.

  • Ejemplo máximo de “fascismo moral”, de ética elitista (expresión contradictoria, como “inteligencia militar”). Hay virtudes “de primera” (las “grandiosas”) y “de segunda” (las “pequeñas”).
  • Influencia evidente de Nietzsche, y de todo lo que está implícito en Nietzsche: la visión estética de la sociedad y de la existencia, el malestar del intelectual ante la sociedad moderna, la sociedad “de masas” y sus formas políticas y jurídicas (la democracia y el estado de derecho, que igualan a todos los ciudadanos, sean “grandes” o “pequeños”).
  • Carácter metafísico, en el peor sentido, de las afirmaciones de Ortega: la “grandeza” de una tarea o de una persona son absolutas, naturales, no aparecen en función de un contexto social e histórico. Parece como si la gente estuviera predestinada a ser “grande” o “pequeña”, como si fuera algo “natural”.
  • El perspectivismo de Ortega se concibe como “individual” y no como “social”, esto es, Ortega es sensible a las distintas perspectivas individuales sobre lo real, pero no lo es tanto a lo que esas perspectivas individuales tienen de sociales, esto es, de expresión de determinadas realidades que trascienden al propio individuo. Sobre todo, no es consciente del carácter “social” de sus propias teorías y valoraciones, de en qué medida son una consecuencia de su puesto en la sociedad como “intelectual”.
  • Las teorías de Bourdieu sobre el “capital cultural” obligan a una relectura crítica de toda la tradición intelectual previa; la hipervaloración de lo intelectual y de la sumisión a las “grandes tareas” propias de los “grandes hombres” deben verse como una excrecencia ideológica de la propia posición del intelectual en la sociedad de la época (eso mismo es lo que intentó hacer Bourdieu con Heidegger). Sin embargo, no pueden reducirse a esa condición (lo teórico no es reducible a lo social): esa ética “estética” y elitista responde también a condicionamientos propios del orden de las ideas (crisis de la fundamentación de la ética en valores trascendentes, que antes estaba garantizada por la creencia religiosa; se buscan criterios éticos inmanentes; imperativo romántico de la acción; necesidad de distinguirse de la “masa”; además de la masificación y democratización de la sociedad moderna, hay que tener en cuenta la difusión de la cultura que acrecienta aún más el “peso de la tradición” y la necesidad de distinguirse, de no confundirse con ella, de ser original, de crear algo distinto).
  • La parte central viene a cuento de una frase a la muerte de Mirabeau, crítica con éste: “no hay grande hombre sin virtud”. Podría considerarse el procedimiento de Ortega como análogo al de Derrida: atender a aspectos marginales de una cuestión con objeto de mostrar lo esencial pero oculto, lo que no se ve a primera vista si se atiende a lo central.

[p. 618] “una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política, o se viene para hacer definiciones. (…) La política (…) es clara en lo que hace, en lo que logra y es contradictoria cuando se la define”. Al igual que en la física “lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual”.

  • Esquema del razonamiento de Ortega: la Política/lo real y las definiciones/lo ideal. La política se entiende como acción, y no como teoría: teoría política sería una expresión contradictoria. Distancia entre lo real y lo teórico; habría que decir que en la física esa distancia puede achacarse al hecho de que el hombre no ha creado la realidad; sin embargo, la realidad política sí que es creación y (al menos en teoría) resultado de la decisión del hombre. Sin embargo, Ortega prescinde de ese matiz para considerar la realidad política, los hechos, como algo inasequible al pensamiento.
  • Irracionalismo de la política: ésta no puede atenerse a normas racionales ni ser comprendida plenamente por la razón. (Relacionar con Weber, diferencia entre el político y el científico, la praxis y la teoría).

La política de Mirabeau, como toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad.”

  • Paralelismo con la “síntesis” fascista: lo esencial es el orden, la política ideal como síntesis de contrarios.

Mirabeau [p. 620] “sentía en su propio interior la necesidad de actividad. En la inercia, su torrencial activismo le ahogaba. He aquí lo más característico en todo grande hombre político.

El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir, y sólo, cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar. Se complace, por el contrario, en intercalar cavilaciones entre la excitación y la actuación. Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta es su gloria y tal vez su superioridad. En última instancia, se bastan a sí mismos, viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos.”

[p. 621] “Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual, es en efecto, casi siempre, un poco enfermo. En cambio, el político es – como Mirabeau, como César –, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.

  • Contraposición político/intelectual, acción/reflexión que se superpone a las anteriores, real/ideal.
  • Irracionalismo de la política, falta de reflexión. Para Ortega eso no es un rasgo negativo sino todo lo contrario: el político es el hombre de acción.
  • Paralelismo con las reflexiones sobre Don Juan: también un hombre de acción.

“La moral, psicológicamente, representa una preocupación, puesto que implica la detención de nuestras impulsiones hasta determinar si son debidas o indebidas. En el hombre normal, el acto no se dispara tan rápidamente después de deseado que no deje tiempo para hacerse cuestión moral de él, para preguntarse si es bueno o malo, para ver su cariz ético. Pero imagínese el funcionamiento de un alma impulsiva: su primer momento no es de ver ese cariz del acto, sino de comenzar desde luego su ejecución. Hay, pues, mucha injusticia en llamarle inmoral por haber querido aquel acto incorrecto. ¿Es que lo ha querido; es decir: que ha habido un instante en que lo ha visto, en que se ha colocado ante él contemplativamente? Eso es lo que hace el intelectual, el moral: contemplar sus propios actos. Por eso suele no ejecutarlos. Pero el impulsivo no se anda en contemplaciones. En él lo primario es ya el operar. Desde un punto de vista moral, lo único que cabe exigirle es que se arrepienta después de la acción consumada, ya que sólo entonces le es dado contemplarla.

No acusemos, pues, la inmoralidad al gran político. En vez de ello, digamos que le falta escrupulosidad. Pero un hombre escrupuloso no puede ser un hombre de acción. La escrupulosidad es una cualidad matemática, intelectual: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones. Si se examina con cuidado la vida de Mirabeau, de César, de Napoleón, se ve que la presunta maldad no es sino la inevitable falta de escrupulosidad aneja a todo temperamento activista y, por tanto, impulsivo. El mundo antiguo, que iba en todo hasta las últimas consecuencias, cuando decidió ser escrupuloso – en el estoicismo – tuvo que elegir como norma superior la epoché, la inacción.”

  • Parecería que Ortega sitúa al político “más allá del bien y del mal” pero habría que matizarlo: no es que el político sea “inmoral” o “amoral”, es que “le falta escrupulosidad”. Sus acciones siguen siendo objeto de juicio moral, pero Ortega no se refiere a esto sino al juicio a su persona, a sus intenciones; es ahí donde, según él, encontrarían disculpa los “pequeños vicios” del político, justificados por su carácter de hombre de acción.
  • Lo esencial para Ortega es distinguir entre varias categorías de hombre: el “hombre normal”, el intelectual, el político. Cada uno parece tener una moralidad propia; no hay una moral absoluta, válida para todo ser humano sin excepción: depende de la naturaleza de cada ser humano concreto. Lo que subyace es una visión “esencialista” del ser humano: éste no elige sino que parece condenado a ser un mediocre o un gran hombre (relacionar con la importancia de ideas como “vocación” en Ortega). Por tanto, hay que disculparles por los errores inherentes a su condición, a su naturaleza (con una excepción: Ortega no perdona la “moral pequeña”, resentida, del hombre mediocre).
  • No hay aquí una “instalación social” de la moral, un juicio de las acciones humanas en función de las “vigencias”, de las ideas sociales vigentes distribuidas según las clases sociales y las funciones que se les asignan; la moral no se relaciona con eso sino con la “naturaleza” del hombre, con su “carácter” de político, de intelectual o de “hombre normal”, como si esos fueran tipos fundamentales, “naturales”, y no fenómenos sociales.
  • Ortega justifica las “pequeñas inmoralidades” de los “grandes políticos” en base a su carácter de hombres de acción, pero ¿justificaría también las inmoralidades, pequeñas o grandes, de los políticos mediocres? No se aclara en qué medida los juicios de Ortega se aplican a todo hombre en función de su “naturaleza” de hombre normal, político o intelectual o en función de su dimensión, “pequeña” o “grande”. Hay, por tanto, una cierta confusión en el texto en base a los dos criterios de clasificación; en realidad habría que pensar que la justificación de la inmoralidad ocasional del político se debe no tanto a su carácter de político como a su carácter de “gran hombre”, esto es, las tesis de Ortega no serían aplicables a los políticos mediocres, que Ortega consideraría como “hombres normales”, “hombres mediocres”.

[p. 622] “El contemporáneo o el lector de la biografía son injustos con la juventud del grande hombre político, que es semilla y raíz de su madurez fructuosa. Se quiere ignorar que no ha esperado para ser hombre público a que llegue la hora de su popular epifanía, sino que lo fue desde luego, y que la turbulencia y absurdo sesgo de su mocedad provienen precisamente de que, siendo ya, por su constitución orgánica, hombre público, tuvo que moverse en el angosto molde de la vida privada.”

  • Ortega adopta el punto de vista del “lector”: la vida se aparece como relato, se juzga del personaje histórico y de sus acciones como se haría de un personaje literario.
  • Se es un hombre público por “constitución orgánica”: de nuevo el “esencialismo” aplicado al ser humano, como si éste tuviera una “naturaleza”.

Ejemplos de “grande hombre político” con “juventud revuelta y atropellada, a veces tangente de la botaratería”: Temístocles, Alcibíades, César, Mirabeau. También Napoleón.

  • “Canon” de “grandes políticos”.

[p. 623] “Todas esas excelencias que se revelan en la hora ilustre suponen genio, ciertamente; pero también un substrato de ciertas condiciones orgánicas que aisladas parecen monstruosas. Tales son la impulsividad, el activismo e inquietud constantes, la falta de escrupulosidad. Sobre éstas va a caballo el genio; sin esas capacidades psicofisiológicas, que son como fuerzas brutas y poderes elementales – demoníacos, diría un antiguo –, no hay grande hombre político.”

  • El “genio” y las “condiciones orgánicas”: los dos supuestos en que se basa la teoría de Ortega sobre el “grande hombre”; en ambos casos se subraya su “necesidad”: no es algo que se elija, es un don natural (orgánico) o sobrenatural (genio).

“Cabe no desear la existencia de grandes hombres, y preferir una humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas.

  • Dos tipos de virtudes: las “cotidianas” y las “extraordinarias”. Discriminación “estética» dentro de la ética.

La escrupulosidad es una forma de bondad; pero no es la única. Y hay incongruencia en exigirla al hombre de acción, que es de acción porque es impulsivo. En la acción hay que evitar el piétinement sur place, y esto es el escrúpulo. Sólo podemos reclamar en el hazañoso una bondad homogénea con su temperamento; ésta es la otra forma de bondad, la bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos. Ahora bien: es interesante observar que esta sanidad de instintos, esta generosidad ubérrima brota en todas las biografías de grandes políticos, y permite diferenciar al falso del auténtico, a Sylla de César.

  • De nuevo lo instintivo, la “sanidad nativa de los instintos”: la grandeza como algo natural, biológico. ¿En qué medida puede hablarse de “bondad impulsiva” cuando esa bondad no es resultado de una elección, no es responsabilidad de la persona? Ortega no juzga las acciones en función de las intenciones: el valor de las acciones parece serle intrínseco, algo es bueno o malo con independencia de la intención del actor. La ética no se enfoca desde el punto de vista subjetivo sino “objetivo”.
  • De nuevo, el político no está “más allá del bien y del mal”; lo que sucede es que hay más de una forma de bondad; “pluralidad moral” en función de la naturaleza del ser humano. A todas estas “morales” le subyace una distinción esencial: grandeza frente a mediocridad.
  • De nuevo, “las biografías de grandes políticos”: los personajes históricos como personajes literarios. Ortega no parece ser consciente del carácter legendario que le dan a los hechos históricos el tipo de relato y la distancia histórica: la biografía convierte al personaje histórico en personaje literario y para ello, sobre todo en las biografías “extraacadémicas”, se subrayan los rasgos más “novelescos” y atractivos para el lector, la parte menos convencional, lo más aventurero. Ortega toma lo literario como histórico.

Sobre conferencia de Julián Marías: se confirma lo que se deduce de sus Memorias: al igual que en la obra de Ortega, el método “intuitivo” que utiliza tiene defectos evidentes pero también tiene su interés: éste se debe sobre todo al valor de muchas de sus intuiciones. Sin embargo, estas intuiciones no deben ser entendidas como de valor absoluto, como “análisis de la estructura histórica del ser humano”, como “antropología metafísica”, sino como un autoanálisis excelente de su propia contingencia histórica y social, esto es, lo que revela el análisis filosófico no es la estructura del ser humano sino la estructura del pensamiento del autor, las “vigencias” a las que está sometido (p. ej. el machismo). Lo mismo puede decirse de la obra de Ortega: sus análisis no tiene valor “trascendental”, sino como expresión de las “vigencias” del intelectual español de la época.

¿En qué medida pueden resultar actuales esos dos autores? En la medida en que sus intuiciones puedan ser fértiles para “leer” nuestra propia situación social e histórica. El valor de su “fenomenología” no está en sus resultados, sino en su forma: lectura filosófica de lo real, irreductible a cualquier otra disciplina. Que nuestros planteamientos y conclusiones sean distintos no impide que podamos señalarlos como pertenecientes a nuestra misma tradición. Pese a ello, hoy en día resulta inaceptable todo lo que hay de “metafísica” en estos autores (en el peor sentido de la palabra: no en el que le da Ortega).

Sobre la visión de Marías de las “vigencias” y las edades: la juventud parece implicar una rebeldía; sin embargo, no es más que un cambio de vigencias: el joven se rebela contra las vigencias de los padres y pasa a someterse a las vigencias del grupo juvenil.

Sobre la autobiografía de Ignacio de Loyola: importancia (tanto en el mero hecho de que cuente su vida como en su contenido: lecturas de libros de santos que le determinan a imitarlos) de la imitación de modelos literarios. (Paralelismo con Don Quijote) La vida como obra de arte: San Ignacio se propone conscientemente que su vida sea digna de imitación, del mismo modo que él imita a los santos su objetivo es que algún día alguien le imite a él. Pretende situarse al mismo nivel que sus “ídolos”, mediante un mimetismo completo (incluso exagerado, a veces cercano a lo caricaturesco) en su conducta y en su pensamiento. ¿Podría ser que Cervantes tomara de aquí la idea para Don Quijote o que al menos fuera parte del sustrato inconsciente del que surgió la idea? Dejar de ser alguien “normal” para ser alguien extraordinario, digno de pervivir en la memoria colectiva, alguien digno de que se relaten sus hazañas (en este caso es el propio Ignacio el que lo hace).

2012.06.10 – San Ignacio de Loyola y Don Quijote. Hechos e interpretaciones. Lo real y lo posible

Sobre la biografía de San Ignacio de Loyola: importancia de la “imitación”, paralelismo con Don Quijote: de la misma forma que éste imita lo que lee en los libros de caballerías, Ignacio decide imitar lo que lee en las vidas de los santos (¿podría proceder de aquí la intuición que dio origen al Quijote?). El objetivo es tener una vida ejemplar, merecedora de ser relatada (vivir para que la cuenten).

Sobre la “sociología” de Ortega y sus “discípulos” (Marías, Laín, etc.): los conceptos utilizados (generación, vocación, “vigencias”, etc.) responden únicamente a intuiciones de los propios autores, a una “reflexión” en la que se toma como material de indagación la propia “circunstancia” del filósofo (así lo reconoce explícitamente Marías en sus memorias, en relación con el origen de La estructura social y, sobre todo, de Antropología filosófica: los conceptos y el método empleado no proceden del “corpus” de investigaciones sociológicas existentes o de la tradición sociológica, sino de la “metodología” orteguiana, la “razón histórica” o la “razón vital”, aplicada a la propia experiencia del autor). El resultado es que esos conceptos, más que expresar una efectiva realidad social, lo que expresan no es más que la “percepción” de esa realidad por esos “sociólogos”, esto es, dan relevancia a esos conceptos, a esos aspectos de la realidad no porque se trate de “universales sociales”, de invariantes eternos inseparables de la existencia humana, sino por su importancia en la sociedad y en la época histórica que les tocó vivir. Por tanto, la validez de sus conceptos está limitada a ese carácter de signo histórico y social, de testimonio de una determinada época.

Ejemplo señalado por Gracia, biografía de Laín: concepto de “destino” aplicado a las generaciones y a los pueblos en Scheler, Heidegger y, en menor medida, Ortega; se habla de algo que parecer ser un elemento estructural, esencial a la existencia humana. Sin embargo, la distancia histórica (y metodológica: no solo ha cambiado la sociedad, también ha cambiado la sociología, los métodos y conceptos que usamos para comprenderla) nos permite percibir el carácter histórico, no científico, de esos conceptos, que pueden y deben explicarse histórica y sociológicamente: estos autores creían eso porque la propia sociedad en la que vivían circulaban, de forma más o menos expresa o latente, ese tipo de ideas (dimensión colectiva de la existencia ligada a la idea de Patria y de Nación, propia del Romanticismo; procedencia social de estos autores; influencia de la religión; etc.).

S. Ellwood, Prietas las filas. Historia de Falange Española, 1933-1983, Crítica, 1984, p. 115: “El régimen de Franco fue el resultado de un levantamiento impulsado por los deseos de la oligarquía financiera y terrateniente de eliminar la amenaza que representaba para sus intereses una clase obrera organizada y políticamente concienciada.”

Ejemplo de afirmación “interpretativa”, no fáctica, a pesar de que se presenta como tal (no aparece como opinión subjetiva del intérprete, como resultado de su perspectiva: “desde mi punto de vista”, “en mi opinión”; aparece como una verdad fáctica, como si tuviera la misma categoría epistemológica que otras del libro como “la organización sindical nacionalista tiene sus orígenes en los primeros días de la guerra civil”).

Habría que distinguir entre esos dos tipos de afirmaciones, esos dos niveles epistemológicos en cualquier obra historiográfica: el de las afirmaciones fácticas y el de las interpretativas. Por supuesto, las primeras también conllevan, en mayor o menor medida, cierto grado de interpretación (selección de los hechos, consideración de los mismos como relevantes, selección del lenguaje empleado para relatarlos, etc.); a pesar de ello la distinción entre ambos tipos de enunciados es evidente cuando se recurre a ejemplos prototípicos como este. Los enunciados fácticos se limitan a contar lo que pasó; los interpretativos valoran los hechos narrados, establecen relaciones de causalidad que van más allá del mero encadenamiento causal y temporal de los sucesos.

No debe entenderse como una diferencia nítida y absoluta, sino como una diferencia gradual: recurrir a la tesis de U. Moulines sobre la gradación entre los opuestos. Todos los enunciados historiográficos son a la vez, en mayor o menor grado, fácticos e interpretativos. En la mayoría de los casos no es fácil señalar cuál de los elementos predomina (depende de la perspectiva del intérprete: para un marxista la afirmación anterior de Ellwood sería un enunciado fáctico; depende de lo que entendamos como “hechos históricos”; pese a todos esos condicionamientos, podría señalarse un cierto nivel de consenso en torno a enunciados básicos del tipo “Franco murió el 20 de noviembre de 1975”); pero la dificultad de la cuestión, el problema de que decidir el grado de facticidad y de interpretación de un enunciado historiográfico sea de por sí una cuestión interpretativa, y no fáctica, no obsta para que se perciba con claridad la diferencia entre las modalidades más evidentes de ambos tipos de enunciado, entre el relato de los hechos y su interpretación. Sobre los primeros puede haber un consenso entre los historiadores, sea cual sea su “paradigma”; en cambio, la discusión académica girará principalmente en torno a los segundos.

La diferencia de interpretaciones no modifica el valor de verdad de los enunciados fácticos: lo que modifica es su relevancia, su interés.

Es evidente que todo conocimiento es una “construcción”, interpretación de una realidad que en último término es inasequible al lenguaje: nunca puede haber una correspondencia unívoca entre nuestro conocimiento y la realidad, porque el conocimiento se expresa mediante símbolos, mediante un lenguaje. Pese a ello, cabe establecer una gradación en función del carácter más o menos “fáctico” de ese conocimiento. El criterio que debemos seguir para caracterizar un enunciado como “fáctico” no estribará tanto en cuestiones de lógica del lenguaje, en análisis formales de los enunciados, como en un “estado de la cuestión” en una determinada disciplina: la clave está en que, en la práctica, ese tipo de enunciados no sean motivo de discusión; en caso de que sean discutidos, esa discusión no se dirimirá mediante argumentos teóricos sino “empíricos”; en el caso de la historiografía y los estudios literarios, mediante la filología textual y la búsqueda de documentos históricos que prueben la veracidad de los enunciados fácticos discutidos. El criterio para distinguir entre lo “fáctico” y lo “interpretativo” no es lógico, formal o trascendental: es empírico, histórico, el resultado de observar la conducta de los científicos, qué es lo que se discute y cómo se discute. La perspectiva no es “etic”, sino “emic”: será fáctico lo que los científicos de una determinada disciplina consideran como tal (y no nos referimos a que lo consideren explícitamente, sino que lo hagan en la práctica: habrá muchos historiadores que crean que todo es interpretación y que no cabe establecer verdades objetivas en la historiografía; sin embargo, en el desarrollo de su actividad actuarán como si efectivamente existieran, considerando determinados conocimientos como indiscutidos; por tanto, en realidad no se trata de una perpectiva totalmente “emic”, sino de una interpretación que hacemos del comportamiento de los científicos).

Reflexividad de la cuestión: también al interpretar la conducta de los científicos establecemos un nivel fáctico y un nivel interpretativo; al decir que determinadas cuestiones no son materia de discusión y otras sí se discuten nos situamos en ese nivel fáctico, empírico, y aspiramos a que esas afirmaciones no sean materia de controversia, de discusión. Ejemplo: no es materia de discusión la fecha en que murió Unamuno o la fecha de publicación de La voluntad. Son ejemplos ingenuos pero que hacen ver qué es lo que queremos decir. (Sí que existen características lógicas y formales de los “enunciados fácticos”: son “enunciados atómicos”, con el máximo de sencillez, referidos a entes físicos individuales.) El nivel interpretativo estaría constituido por las conclusiones que extraemos de esos “hechos”.

Por supuesto, la interpretación general condiciona la percepción de los hechos y la relevancia que se les concede: no hay hechos sin teoría. Ahora bien, si un hecho es considerado como tal dentro de la comunidad científica, entonces el cambio teórico no afectará a esa condición (a menos que con la teoría cambie también la forma de entender qué es un hecho y qué no lo es; pero son casos límite, quizás mas importantes en las ciencias de la naturaleza). Las múltiples perspectivas que existen entre los historiadores sobre la interpretación de la Revolución Francesa no impide que exista un consenso acerca de los hechos históricos que son objeto de interpretación; lo que cambia entre las distintas perspectivas no son los hechos, sino la forma en que se interpretan y la relevancia que se les concede: para un marxista será un hecho importantísimo la subida del precio de los alimentos, para otros historiadores será un hecho de menor importancia. En cualquier caso la discusión sobre la realidad de los hechos, sobre la verdad de los enunciados fácticos, se sitúa en un nivel epistemológico distinto, y así puede percibirse en la conducta de los propios científicos (al margen de la forma en que ellos mismos la interpreten: por sus hechos los conoceréis).

Puede decirse que “es un hecho que existen hechos”, que los científicos toman determinados enunciados como verdaderos e indiscutidos, referidos directamente a los aspectos más elementales de la realidad; las discusiones se sitúan en otro nivel que toma al nivel fáctico como su base. ¿Por qué esto es así? ¿Por qué hay cosas más discutibles que otras? Se trata de preguntas filosóficas que van más allá de nuestro objeto y disciplina: el estudio de los estudios literarios e historiográficos; no nos corresponde determinar por qué sucede esto, sino tan solo constatar que esto es así. (Sería un error considerarlo como una “realidad objetiva”; lo relevante no es que sea un conocimiento “objetivo”, lo relevante es que es un conocimiento “no discutido”; el criterio fundamental es el consenso, la ausencia de discrepancia). Podría decirse que la existencia de ese consenso es un hecho, y que su explicación es materia interpretativa.

En cualquier caso, sea cual sea la opinión que nos merezca este fenómeno, lo que no cabe es negarlo: es un hecho que para los científicos existen “hechos”; su enumeración es parte fundamental de su tarea (gran parte de las investigaciones se dedicarán a la mera recopilación de hechos: materiales biográficos, literarios, etc.)

¿Cabría recurrir a la distinción materia/forma para entender la distinción hechos/interpretaciones? Existencia de unos “materiales historiográficos” elementales (libros, autores, sucesos, etc.) que son objeto de “conformación” por el historiador para la creación, a su vez, de “materiales” de nivel superior (“generación del 98”, “novela”, “modernismo”, etc.) que a su vez pueden ser objeto de conformación no ya por los historiadores, sino por quienes investiguen los estudios literarios e historiográficos (en nuestro caso: ¿qué se ha entendido por “generación del 98”? Si nos situásemos en el nivel del historiador lo que nos preguntaríamos es ¿qué entendemos por “generación del 98”? ¿cómo la caracterizamos?).

Problema de la relación entre esos conceptos “científicos” y los del “mundo de la vida”: entre el uso común de “novela” y los usos académicos. Podría decirse que el uso común es ya una formalización, una abstracción; ¿cuáles son las diferencias entre ese tipo de formalización y la que se opera dentro del campo científico? ¿En qué medida esa “formalización pública”, cotidiana, es materia del conocimiento científico; esto es, en qué medida el científico debe partir del uso común de un concepto para construir los suyos? ¿O es que deben despreciarse como “conocimiento equivocado”, formalizaciones erróneas, no científicas?

Marías, memorias, p. 633: “creo que uno de los mayores tropiezos de la vida, desde la más íntima a la más pública, es moverse en el marco de lo que es “admitido” de manera rutinaria, sin ver que otras muchas cosas son posibles y acaso más interesantes y valiosas. Si se trazase la imagen de las vidas individuales o la historia de los pueblos desde esta perspectiva, creo que se descubrirían panoramas desconocidos, frustrados por la falta de imaginación.”

  • La falta de “cientificidad”, el carácter ensayístico del pensamiento de Ortega o Marías encuentra su compensación en intuiciones tan brillantes como esta: más allá de lo que es o de lo que ha sido, el carácter “proyectivo” que estos autores consideran como esencial en el ser humano nos lleva (y les lleva a ellos en tanto que filósofos) a considerar lo posible como una dimensión esencial de lo real, dimensión que brilla por su ausencia en otros autores (la consideración de la ciencia como “estudio de la real” excluye de su campo el estudio de lo posible, de lo que todavía no es).
  • Relacionar con Luhmann: “todo lo que es, podría ser de otra manera”. Luhmann se excede al considerar que existe un abanico infinito de posibilidades. En teoría, podría dársele la razón: no se puede poner límites al campo de lo posible. Sin embargo, hay que atenerse a los márgenes de posibilidad que nos concede lo real, hay que estudiar y comprender la realidad para saber cuáles son sus posibilidades, qué es lo que podría ser y qué es imposible. (Sin embargo, lo posible no se deduce de lo real: la investigación de lo que es no nos permite saber qué es lo que podría ser).