2012.06.15 – Más comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y otros comentarios a textos de Julián Marías

Marías, memorias, p. 854: “Para la mayoría de las personas, la vida discurre por cauces definidos exteriormente por una serie de engranajes: vida doméstica, trabajos, compromisos sociales, costumbres. En muchos casos, el individuo tiene muy poca libertad, casi toda su jornada está prefigurada y se convierte en un automatismo; y también la estructura de los periodos más dilatados, por ejemplo cada año. En ocasiones esto está sustituido por el “desorden”, y así en lo que se llamaba en otro tiempos “bohemia”; pero si se mira bien, se descubre que la vida de los que la seguían solía ser de una considerable monotonía, el desorden no era casi nunca indicio de mayor libertad, sino de ausencia de proyecto.”

  • La libertad está en la sujeción a un proyecto; lo contrario es la monotonía, el “no tener nada que hacer”.

Ortega, “Mirabeau o el político”

p. 623: “Tampoco debe extrañarnos la afición a la farsa que revela la vida de Mirabeau. Una y otra vez le sorprendemos mintiendo descaradamente. Al intelectual de casta le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político. Tal vez, en el fondo, envidia esa tranquilidad prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan, o piensan lo contrario de lo que están viendo con sus propios ojos. Esta envidia descubre ingenuamente la virtud específica del buen intelectual. Su existencia radica en el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedacen. Este es el máximum de acción que al intelectual corresponde”. “Recíprocamente, al gran político le maravilla ese heroico servi- [p. 624] cio a la verdad que informa la vida del buen intelectual. (…) Cada uno de ambos proyecta sobre el otro su propia constitución, y al ver que en él da resultados contrarios, atribuye éstos a un esfuerzo gigantesco. Pero la verdad es que ni la mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición.”

  • Adverbio “naturalmente”: no es una elección, se hace sin esfuerzo como resultado de su condición; de nuevo, el determinismo, la falta de responsabilidad: la virtud no es el resultado de una elección sino consecuencia de una “condición”, de la naturaleza del sujeto.
  • “Virtudes específicas”; contraposición explícita entre el intelectual/la verdad/el pensamiento y el político/la mentira/la acción.

“El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones. (…) El hombre de acción, en cambio, no existe para sí mismo, no se ve a sí mismo. El ruido de fuera, hacia el cual su alma está por naturaleza proyectada, no le deja oír el rumor de su intimidad. Falta ésta de atención y cultivo, anda desmedrada. Sorprende notar que todos los grandes hombres políticos carecen de vida interior. No es paradoja decir que no tienen personalidad. La tienen sus actos, sus obras; pero no ellos. Por esta razón – el fenómeno es muy curioso – no son interesantes”, lo cual explica que “los grandes hombres políticos (…) no hayan conseguido nunca, nunca, valiosos triunfos sobre la mujer”.

  • De nuevo se desliza la palabra “naturaleza”.
  • A las oposiciones anteriores se añaden dos: interior/exterior, e interesante/falto de interés (matiz erótico del adjetivo “interesante”).

[p. 625] “Impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político. Es ilusorio querer lo uno sin lo otro, y es, por tanto, injusto imputar al grande hombre como vicios sus imprescindibles ingredientes.

Pero claro está que no basta poseer éstos para ser un político de genio. Es preciso agregar el genio.”

  • “Condiciones orgánicas” a las que se superpone el “genio”.
  • Lo que Ortega caracteriza no es un “político real” sino un “político ideal” (a pesar de lo que dice al comienzo del texto), un personaje literario, romántico. Ortega no es consciente de la historicidad de su perspectiva, de que esos rasgos del político no están en la realidad sino en su punto de vista (es éste el que le lleva a privilegiar unos determinados políticos sobre otros).

[p. 627] “…el hombre público necesita las cualidades más extrañas, algunas de ellas de apariencia viciosa, y aun no sólo de apariencia. Son los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político.

Me importaba mucho poner al descubierto esas potencias demoníacas, casi puramente zoológicas, que proporcionan la energía [p. 628] necesaria para el movimiento de tan enorme máquina como es uno de estos hombres creadores de historia.”

“…no creo posible la salvación de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato con la más nuda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en todas sus condiciones, sin aspavientos de un artificioso pudor. Durante siglos se ha obstinado Europa en evitar ese sincero reconocimiento. Una hipocresía radical nos ha llevado a no querer ver de la vida lo que las sucesivas morales declaraban indeseables, como si esto bastase para poder prescindir de ellas. No se trata de pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro.”

  • Europa necesita ser salvada.
  • Escisión entre lo real y lo ideal, “dos mundos diferentes”.

“Asia es conformista: para ella lo que es, debe ser. Europa es reformista: para ella lo que no debe ser, no es. Si algún sentido trascendente tiene el hecho de la convivencia intercontinental que [p. 629] caracteriza al siglo presente, será, a no dudarlo, hacer posible el mutuo complemento de esas dos tendencias exclusivas: la reforma emanada de una previa conformidad con lo real; la modificación ideal de la vida, que parte de haber reconocido previamente sus condiciones.”

  • Una nueva oposición, esta vez “geopolítica”: Asia frente a Europa, conformismo frente a reformismo.
  • Característico de este tipo de escritos: mezcolanza de todo tipo de cuestiones al hilo de la cuestión central: Ortega se ha referido de pasada al donjuanismo, la ética, la Revolución Francesa… Ahora hace una referencia de actualidad (la necesidad de “salvar” a Europa) e introduce una visión esencialista de Europa y Asia: define el “espíritu” de los dos continentes (es significativo lo fácil que se percibe el anacronismo de este tipo de observaciones, al igual que sucede con las referencias a la mujer: propio de la época de Ortega, y totalmente desfasado por la evolución de nuestra percepción de lo social y de lo histórico: no cabe hablar tan a la ligera de “Asia” y “Europa” como si fueran entidades homogéneas a lo largo de la historia, y tampoco cabe hablar de “las mujeres” tal como lo hace Ortega, como si tuvieran una naturaleza específica, peculiar, distinta de la masculina; lo cierto es que, más en general, no cabe tener una visión tan “naturalista” del ser humano y de sus realizaciones sociales como la tiene Ortega; el hecho de que sea precisamente Ortega (introductor en la filosofía española de la visión sociohistórica y perspectivista de la realidad humana) el que caiga en este tipo de “errores” (errores para nosotros, no para el intelectual de la época) prueba hasta qué punto estaban difundidos, tenían vigencia en la época esta serie de tópicos, de lugares comunes: ni siquiera Ortega pudo librarse de ellos (y tampoco Marías, su principal discípulo).)

Marías, Introducción a la filosofía, final del apartado 1: “La historia se venga, por la sencilla fuerza de las cosas, de todos los intentos de eludirla”; cualquier intento de presentar una realidad histórica como natural, “eterna”, es doblemente significativo de su propia historicidad y, por ello, anacrónico de raíz.

Apartado 2: Historicidad de los problemas y de las soluciones: hay problemas que aparecen en un determinado momento histórico y que luego dejan de serlo (por ejemplo, el de los universales en la Edad Media), no porque hayan sido resueltos sino porque han dejado de tener interés: ya no son “problemáticos”.

2012.06.14 – Comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y alguna cosa más

Ortega, “Mirabeau o el político”, 1927, citado en Gracia, libro sobre Laín, páginas 83-84:

“Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debiéramos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío que Europa está ahora pagando proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es que esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo – son desiderata. Pero ¿qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?

  • Los ideales son “creados” mientras que los arquetipos son “reales”; el “perspectivismo” brilla por su ausencia, Ortega contrapone lo real a lo irreal como lo haría cualquier positivista o cualquier “metafísico” (religioso o filosófico).

Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por sus imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. [p. 604] Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar como ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha más gracia.

  • Ese “carácter infantil” podría ser el propio de los artistas (de ahí que con frecuencia den lo mejor de sí en su juventud, y su madurez vital sea una época de decadencia artística). Ortega parece contradecirse, va en contra de su visión estética de la ética, del énfasis en el carácter creador del ser humano (la estética romántica del genio).
  • “estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza”, con mayúsculas: metafísica pura.

En definitiva: el “idealismo” vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. (…) El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad.”

  • Lo “ideal” y lo “real” se contraponen de forma correlativa al hombre y la “naturaleza”; el primero de los polos se valora negativamente y el segundo de forma positiva: la “invención” de la “Naturaleza” es siempre superior a la imaginación humana (visión romántica de la naturaleza, como “natura naturans”, como creadora de formas.)

[p. 605] “Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública [la monarquía parlamentaria]: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas”.

  • La oratoria como elemento fundamental de la “política pública”; sería interesante estudiar su evolución (y degradación) hasta la actualidad, como consecuencia del desarrollo de los medios de comunicación de masas y la aceleración y fragmentación de la información política (no interesan los grandes discursos sino las frases sentenciosas, los “slogans”); además, lo visual pasa a un primer plano frente a la hegemonía indiscutida de lo verbal.
  • Por otra parte, cabría preguntarse sobre el papel previo de la oratoria, incluso en las monarquías absolutistas: ¿en qué medida era un fenómeno público? ¿Había discursos a las masas?

[p. 606] “Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho (…). Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma”.

  • Las causas de la Revolución Francesa no son “materiales” sino estructurales e ideológicas.

“…la Revolución Francesa (…) fue un completo fracaso. Los [p. 607] principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración.”

  • Ortega parece estar de acuerdo con los principios, pero no con los métodos que, según él, fueron causa de la lentitud de instauración de aquéllos.
  • Decir que fue un “absoluto fracaso” es una boutade inaceptable; ejemplo de cómo Ortega prefiere la originalidad y la brillantez antes que la exactitud y la veracidad, por convencionales que sean.

“…Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.”

  • El orden como objetivo de la política: visión claramente conservadora de la política, frente a la dimensión creadora de la política (impulso de novedades, reforma de la realidad) Ortega opta por una visión más “cobarde”: lo importante es la estabilidad.

[p. 608] “…durante mucho tiempo, el europeo ha necesitado para vivir respirar frases como balones de oxígeno”.

  • Se podría aplicar al propio Ortega, obsesionado en su obra por la frase brillante (el propio texto lo confirma).

Sobre los “grandes hombres”: “Si en algún momento, por descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho, transpersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el “sí mismo”, el “yo” de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer.”

  • Distinción entre el “hombre mediocre” y el “gran hombre”; lo que caracteriza a éste es el “afán indomable de crear cosas”, “obras transpersonales”.

“Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significa nuestra valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies diversas: vivir es para uno y para otro una operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nietzsche distingue entre “moral de los señores” y “moral de los esclavos”, da una fórmula antipática, estrecha y, a la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.

El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión: vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros – sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público –. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible – ineludible como el parto –. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán riguroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior “destino”, forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos – el placer y el dolor –. Busca el placer y evita el dolor. Este modo de funcionar vitalmente que en sí encuentra, le lleva [p. 84] a suponer, por ejemplo, que si un pintor se afana en su oficio, es movido por el deseo de ser famoso, rico, etc. ¡Como si entre el deseo de fama, riqueza, delicias, y la posibilidad de pintar este o aquel gran cuadro, de inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, sino exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idea o ideal de ser “famoso pintor”. Y entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ese papel – “ser famoso pintor” –, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los malos pintores”.

“Esto es lo que no comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas – para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado.

  • La política se equipara con el arte: el político es un “creador”.

La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al grande hombre, porque su “yo” está lleno hasta los bordes con “lo otro”: su ego es un alter – la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo.

  • Ortega muestra tener una concepción radicalmente idealista (y romántica) de la creación; no considera que los “grandes hombres” también pueden moverse por fines egoístas (de los cuales el más importante será el prestigio, la fama) sin que ello desvirtúe la calidad de sus obras. Considera al “genio” como alguien al margen de la sociedad, no “contaminado” por sus necesidades y motivaciones, entregado en exclusiva a la “creación”. La postura de Ortega es muy significativa de la idealización del artista entre la intelectualidad de la época; más importante todavía, al considerar al político como creador, como artista, es un signo de la “estetización de la política” que se presentará de forma extrema en los fascismos pero que ya podía percibirse en la dimensión pública de la política, en su condición de espectáculo y de materia narrativa.

“No se me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas. (…) …no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que haya [p. 611] subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. (…) Ni fuera exagerado afirmar que la inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre sobre lo óptimo, porque la adopción del mal suele decidirse sin pretensiones de moralidad, y, en cambio, aquella subversión se encarece casi siempre en nombre de una moral, falsa, claro está, y repugnante.”

  • No se trata de una moral de “lo bueno frente a lo malo”, sino de una moral de “lo mediocre frente a lo óptimo”: una moral estética, en la que encuentran su justificación los “pequeños vicios”. El genio está “más allá del bien y del mal”.
  • Es interesante percibir la persistencia de ese carácter “supramoral” del artista en la actualidad, personificado en las estrellas del rock.

“Es posible que el régimen de magnanimidad – sobre todo en el hombre público – incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios.”

  • “Virtudes menores” que “estorban” a los grandes hombres.
  • Quizás sería más preciso que para Ortega la contraposición entre lo “bueno” y lo “malo” sigue teniendo vigencia, pero cambiando su ámbito de aplicación: lo bueno es lo “creador” y lo malo es lo “mediocre”. Las afinidades con Nietzsche, con la “moral de artista”, son evidentes.

“Es preciso ir educando a España para la óptica de la magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad”.

  • Ejemplo máximo de “fascismo moral”, de ética elitista (expresión contradictoria, como “inteligencia militar”). Hay virtudes “de primera” (las “grandiosas”) y “de segunda” (las “pequeñas”).
  • Influencia evidente de Nietzsche, y de todo lo que está implícito en Nietzsche: la visión estética de la sociedad y de la existencia, el malestar del intelectual ante la sociedad moderna, la sociedad “de masas” y sus formas políticas y jurídicas (la democracia y el estado de derecho, que igualan a todos los ciudadanos, sean “grandes” o “pequeños”).
  • Carácter metafísico, en el peor sentido, de las afirmaciones de Ortega: la “grandeza” de una tarea o de una persona son absolutas, naturales, no aparecen en función de un contexto social e histórico. Parece como si la gente estuviera predestinada a ser “grande” o “pequeña”, como si fuera algo “natural”.
  • El perspectivismo de Ortega se concibe como “individual” y no como “social”, esto es, Ortega es sensible a las distintas perspectivas individuales sobre lo real, pero no lo es tanto a lo que esas perspectivas individuales tienen de sociales, esto es, de expresión de determinadas realidades que trascienden al propio individuo. Sobre todo, no es consciente del carácter “social” de sus propias teorías y valoraciones, de en qué medida son una consecuencia de su puesto en la sociedad como “intelectual”.
  • Las teorías de Bourdieu sobre el “capital cultural” obligan a una relectura crítica de toda la tradición intelectual previa; la hipervaloración de lo intelectual y de la sumisión a las “grandes tareas” propias de los “grandes hombres” deben verse como una excrecencia ideológica de la propia posición del intelectual en la sociedad de la época (eso mismo es lo que intentó hacer Bourdieu con Heidegger). Sin embargo, no pueden reducirse a esa condición (lo teórico no es reducible a lo social): esa ética “estética” y elitista responde también a condicionamientos propios del orden de las ideas (crisis de la fundamentación de la ética en valores trascendentes, que antes estaba garantizada por la creencia religiosa; se buscan criterios éticos inmanentes; imperativo romántico de la acción; necesidad de distinguirse de la “masa”; además de la masificación y democratización de la sociedad moderna, hay que tener en cuenta la difusión de la cultura que acrecienta aún más el “peso de la tradición” y la necesidad de distinguirse, de no confundirse con ella, de ser original, de crear algo distinto).
  • La parte central viene a cuento de una frase a la muerte de Mirabeau, crítica con éste: “no hay grande hombre sin virtud”. Podría considerarse el procedimiento de Ortega como análogo al de Derrida: atender a aspectos marginales de una cuestión con objeto de mostrar lo esencial pero oculto, lo que no se ve a primera vista si se atiende a lo central.

[p. 618] “una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política, o se viene para hacer definiciones. (…) La política (…) es clara en lo que hace, en lo que logra y es contradictoria cuando se la define”. Al igual que en la física “lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual”.

  • Esquema del razonamiento de Ortega: la Política/lo real y las definiciones/lo ideal. La política se entiende como acción, y no como teoría: teoría política sería una expresión contradictoria. Distancia entre lo real y lo teórico; habría que decir que en la física esa distancia puede achacarse al hecho de que el hombre no ha creado la realidad; sin embargo, la realidad política sí que es creación y (al menos en teoría) resultado de la decisión del hombre. Sin embargo, Ortega prescinde de ese matiz para considerar la realidad política, los hechos, como algo inasequible al pensamiento.
  • Irracionalismo de la política: ésta no puede atenerse a normas racionales ni ser comprendida plenamente por la razón. (Relacionar con Weber, diferencia entre el político y el científico, la praxis y la teoría).

La política de Mirabeau, como toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad.”

  • Paralelismo con la “síntesis” fascista: lo esencial es el orden, la política ideal como síntesis de contrarios.

Mirabeau [p. 620] “sentía en su propio interior la necesidad de actividad. En la inercia, su torrencial activismo le ahogaba. He aquí lo más característico en todo grande hombre político.

El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir, y sólo, cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar. Se complace, por el contrario, en intercalar cavilaciones entre la excitación y la actuación. Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta es su gloria y tal vez su superioridad. En última instancia, se bastan a sí mismos, viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos.”

[p. 621] “Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual, es en efecto, casi siempre, un poco enfermo. En cambio, el político es – como Mirabeau, como César –, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.

  • Contraposición político/intelectual, acción/reflexión que se superpone a las anteriores, real/ideal.
  • Irracionalismo de la política, falta de reflexión. Para Ortega eso no es un rasgo negativo sino todo lo contrario: el político es el hombre de acción.
  • Paralelismo con las reflexiones sobre Don Juan: también un hombre de acción.

“La moral, psicológicamente, representa una preocupación, puesto que implica la detención de nuestras impulsiones hasta determinar si son debidas o indebidas. En el hombre normal, el acto no se dispara tan rápidamente después de deseado que no deje tiempo para hacerse cuestión moral de él, para preguntarse si es bueno o malo, para ver su cariz ético. Pero imagínese el funcionamiento de un alma impulsiva: su primer momento no es de ver ese cariz del acto, sino de comenzar desde luego su ejecución. Hay, pues, mucha injusticia en llamarle inmoral por haber querido aquel acto incorrecto. ¿Es que lo ha querido; es decir: que ha habido un instante en que lo ha visto, en que se ha colocado ante él contemplativamente? Eso es lo que hace el intelectual, el moral: contemplar sus propios actos. Por eso suele no ejecutarlos. Pero el impulsivo no se anda en contemplaciones. En él lo primario es ya el operar. Desde un punto de vista moral, lo único que cabe exigirle es que se arrepienta después de la acción consumada, ya que sólo entonces le es dado contemplarla.

No acusemos, pues, la inmoralidad al gran político. En vez de ello, digamos que le falta escrupulosidad. Pero un hombre escrupuloso no puede ser un hombre de acción. La escrupulosidad es una cualidad matemática, intelectual: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones. Si se examina con cuidado la vida de Mirabeau, de César, de Napoleón, se ve que la presunta maldad no es sino la inevitable falta de escrupulosidad aneja a todo temperamento activista y, por tanto, impulsivo. El mundo antiguo, que iba en todo hasta las últimas consecuencias, cuando decidió ser escrupuloso – en el estoicismo – tuvo que elegir como norma superior la epoché, la inacción.”

  • Parecería que Ortega sitúa al político “más allá del bien y del mal” pero habría que matizarlo: no es que el político sea “inmoral” o “amoral”, es que “le falta escrupulosidad”. Sus acciones siguen siendo objeto de juicio moral, pero Ortega no se refiere a esto sino al juicio a su persona, a sus intenciones; es ahí donde, según él, encontrarían disculpa los “pequeños vicios” del político, justificados por su carácter de hombre de acción.
  • Lo esencial para Ortega es distinguir entre varias categorías de hombre: el “hombre normal”, el intelectual, el político. Cada uno parece tener una moralidad propia; no hay una moral absoluta, válida para todo ser humano sin excepción: depende de la naturaleza de cada ser humano concreto. Lo que subyace es una visión “esencialista” del ser humano: éste no elige sino que parece condenado a ser un mediocre o un gran hombre (relacionar con la importancia de ideas como “vocación” en Ortega). Por tanto, hay que disculparles por los errores inherentes a su condición, a su naturaleza (con una excepción: Ortega no perdona la “moral pequeña”, resentida, del hombre mediocre).
  • No hay aquí una “instalación social” de la moral, un juicio de las acciones humanas en función de las “vigencias”, de las ideas sociales vigentes distribuidas según las clases sociales y las funciones que se les asignan; la moral no se relaciona con eso sino con la “naturaleza” del hombre, con su “carácter” de político, de intelectual o de “hombre normal”, como si esos fueran tipos fundamentales, “naturales”, y no fenómenos sociales.
  • Ortega justifica las “pequeñas inmoralidades” de los “grandes políticos” en base a su carácter de hombres de acción, pero ¿justificaría también las inmoralidades, pequeñas o grandes, de los políticos mediocres? No se aclara en qué medida los juicios de Ortega se aplican a todo hombre en función de su “naturaleza” de hombre normal, político o intelectual o en función de su dimensión, “pequeña” o “grande”. Hay, por tanto, una cierta confusión en el texto en base a los dos criterios de clasificación; en realidad habría que pensar que la justificación de la inmoralidad ocasional del político se debe no tanto a su carácter de político como a su carácter de “gran hombre”, esto es, las tesis de Ortega no serían aplicables a los políticos mediocres, que Ortega consideraría como “hombres normales”, “hombres mediocres”.

[p. 622] “El contemporáneo o el lector de la biografía son injustos con la juventud del grande hombre político, que es semilla y raíz de su madurez fructuosa. Se quiere ignorar que no ha esperado para ser hombre público a que llegue la hora de su popular epifanía, sino que lo fue desde luego, y que la turbulencia y absurdo sesgo de su mocedad provienen precisamente de que, siendo ya, por su constitución orgánica, hombre público, tuvo que moverse en el angosto molde de la vida privada.”

  • Ortega adopta el punto de vista del “lector”: la vida se aparece como relato, se juzga del personaje histórico y de sus acciones como se haría de un personaje literario.
  • Se es un hombre público por “constitución orgánica”: de nuevo el “esencialismo” aplicado al ser humano, como si éste tuviera una “naturaleza”.

Ejemplos de “grande hombre político” con “juventud revuelta y atropellada, a veces tangente de la botaratería”: Temístocles, Alcibíades, César, Mirabeau. También Napoleón.

  • “Canon” de “grandes políticos”.

[p. 623] “Todas esas excelencias que se revelan en la hora ilustre suponen genio, ciertamente; pero también un substrato de ciertas condiciones orgánicas que aisladas parecen monstruosas. Tales son la impulsividad, el activismo e inquietud constantes, la falta de escrupulosidad. Sobre éstas va a caballo el genio; sin esas capacidades psicofisiológicas, que son como fuerzas brutas y poderes elementales – demoníacos, diría un antiguo –, no hay grande hombre político.”

  • El “genio” y las “condiciones orgánicas”: los dos supuestos en que se basa la teoría de Ortega sobre el “grande hombre”; en ambos casos se subraya su “necesidad”: no es algo que se elija, es un don natural (orgánico) o sobrenatural (genio).

“Cabe no desear la existencia de grandes hombres, y preferir una humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas.

  • Dos tipos de virtudes: las “cotidianas” y las “extraordinarias”. Discriminación “estética» dentro de la ética.

La escrupulosidad es una forma de bondad; pero no es la única. Y hay incongruencia en exigirla al hombre de acción, que es de acción porque es impulsivo. En la acción hay que evitar el piétinement sur place, y esto es el escrúpulo. Sólo podemos reclamar en el hazañoso una bondad homogénea con su temperamento; ésta es la otra forma de bondad, la bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos. Ahora bien: es interesante observar que esta sanidad de instintos, esta generosidad ubérrima brota en todas las biografías de grandes políticos, y permite diferenciar al falso del auténtico, a Sylla de César.

  • De nuevo lo instintivo, la “sanidad nativa de los instintos”: la grandeza como algo natural, biológico. ¿En qué medida puede hablarse de “bondad impulsiva” cuando esa bondad no es resultado de una elección, no es responsabilidad de la persona? Ortega no juzga las acciones en función de las intenciones: el valor de las acciones parece serle intrínseco, algo es bueno o malo con independencia de la intención del actor. La ética no se enfoca desde el punto de vista subjetivo sino “objetivo”.
  • De nuevo, el político no está “más allá del bien y del mal”; lo que sucede es que hay más de una forma de bondad; “pluralidad moral” en función de la naturaleza del ser humano. A todas estas “morales” le subyace una distinción esencial: grandeza frente a mediocridad.
  • De nuevo, “las biografías de grandes políticos”: los personajes históricos como personajes literarios. Ortega no parece ser consciente del carácter legendario que le dan a los hechos históricos el tipo de relato y la distancia histórica: la biografía convierte al personaje histórico en personaje literario y para ello, sobre todo en las biografías “extraacadémicas”, se subrayan los rasgos más “novelescos” y atractivos para el lector, la parte menos convencional, lo más aventurero. Ortega toma lo literario como histórico.

Sobre conferencia de Julián Marías: se confirma lo que se deduce de sus Memorias: al igual que en la obra de Ortega, el método “intuitivo” que utiliza tiene defectos evidentes pero también tiene su interés: éste se debe sobre todo al valor de muchas de sus intuiciones. Sin embargo, estas intuiciones no deben ser entendidas como de valor absoluto, como “análisis de la estructura histórica del ser humano”, como “antropología metafísica”, sino como un autoanálisis excelente de su propia contingencia histórica y social, esto es, lo que revela el análisis filosófico no es la estructura del ser humano sino la estructura del pensamiento del autor, las “vigencias” a las que está sometido (p. ej. el machismo). Lo mismo puede decirse de la obra de Ortega: sus análisis no tiene valor “trascendental”, sino como expresión de las “vigencias” del intelectual español de la época.

¿En qué medida pueden resultar actuales esos dos autores? En la medida en que sus intuiciones puedan ser fértiles para “leer” nuestra propia situación social e histórica. El valor de su “fenomenología” no está en sus resultados, sino en su forma: lectura filosófica de lo real, irreductible a cualquier otra disciplina. Que nuestros planteamientos y conclusiones sean distintos no impide que podamos señalarlos como pertenecientes a nuestra misma tradición. Pese a ello, hoy en día resulta inaceptable todo lo que hay de “metafísica” en estos autores (en el peor sentido de la palabra: no en el que le da Ortega).

Sobre la visión de Marías de las “vigencias” y las edades: la juventud parece implicar una rebeldía; sin embargo, no es más que un cambio de vigencias: el joven se rebela contra las vigencias de los padres y pasa a someterse a las vigencias del grupo juvenil.

Sobre la autobiografía de Ignacio de Loyola: importancia (tanto en el mero hecho de que cuente su vida como en su contenido: lecturas de libros de santos que le determinan a imitarlos) de la imitación de modelos literarios. (Paralelismo con Don Quijote) La vida como obra de arte: San Ignacio se propone conscientemente que su vida sea digna de imitación, del mismo modo que él imita a los santos su objetivo es que algún día alguien le imite a él. Pretende situarse al mismo nivel que sus “ídolos”, mediante un mimetismo completo (incluso exagerado, a veces cercano a lo caricaturesco) en su conducta y en su pensamiento. ¿Podría ser que Cervantes tomara de aquí la idea para Don Quijote o que al menos fuera parte del sustrato inconsciente del que surgió la idea? Dejar de ser alguien “normal” para ser alguien extraordinario, digno de pervivir en la memoria colectiva, alguien digno de que se relaten sus hazañas (en este caso es el propio Ignacio el que lo hace).