2015.10.14 – Sobre el carácter ideológico del prestigio de las humanidades

Carácter ideológico del prestigio de las humanidades. De lo que se trata es de que la gente con mayor capacidad crítica pierdan el tiempo con cosas inútiles. ¿Cómo conseguirlo? Es tan fácil como otorgar el máximo prestigio a la “alta cultura” (no se trata de que la “alta cultura” tenga prestigio porque es útil al sostenimiento del sistema; es evidente que el origen de ese estatus de prestigio no está ahí, sino en el ocio necesario para sostener el trabajo intelectual, ocio solo al alcance de los más poderosos, esto es, de quienes no tenían necesidad de perder el tiempo trabajando. Ahora bien, aunque la génesis de ese prestigio no proceda de su utilidad para el mantenimiento del Sistema, sí que esa utilidad es la base de la permanencia de ese prestigio. Una persona con talento intelectual considerará un desperdicio de su capacidad el dedicarse a tareas tan poco prestigiadas desde el punto de vista intelectual como el derecho, la economía, la ingeniería o la tecnología aplicada. Sin embargo, no es en el ámbito de las grandes teorías filosóficas y científicas (o en las teorías sociológicas, económicas, etc.) donde se juega el desarrollo de la historia actual, sino en el ámbito extraacadémico de la práctica, de la lucha cotidiana por un sueldo, una casa, una pareja estable (o esporádica), etc.

2013.06.03 – Sobre la formación del canon noventayochista

Cecilio Alonso sobre los “raros y olvidados”: se muestra con claridad lo arbitrario del “canon noventayochista”, hasta qué punto la selección de unos cuantos nombres conlleva el ocultamiento de muchos otros. ¿Por qué se produce esa “selección”? Ello debe ponerse en relación con la valoración ideológica de la escritura y la marginación de los valores estrictamente literarios. El rechazo del modernismo por la “alta cultura” respondía a una visión ideológica de la creación literaria, la cual debía ponerse al servicio de los intereses nacionales; ese era el criterio que se seguía para la selección del canon literario y para su difusión editorial y pedagógica. El modernismo supone una alteración radical de ese planteamiento; de ahí las acusaciones de “extranjerización” (porque la obra literaria debía ser expresión del sentimiento nacional, del “alma de España”: justificación nacionalista de la literatura) y “escapismo” (porque la obra literaria debe ser vehículo de grandes mensajes). La canonización del 98 por Azorín se difundió con éxito y rapidez porque acertaba de lleno al interpretar a los autores modernistas conforme a los cánones vigentes en la “alta cultura”: los autores de la época estarían plenamente enraizados en la tradición nacional, tendrían a España como base de toda su obra, y su producción respondería a las inquietudes nacionales de la época. El manejo del concepto de “generación del 98” en años posteriores confirma ese carácter nuclear del “tema de España” como clave hermenéutica de la obra de estos autores; al mismo tiempo, se produce la marginación definitiva de todos aquellos escritores de interés exclusivamente literario. Por tanto, la canonización del 98 está en función de un canon literario que prima los valores ideológicos muy por encima de los específicamente literarios. Esa primacía de lo ideológico en la valoración de la obra literaria se percibe en toda la crítica noventayochista posterior, y dará lugar como su consecuencia lógica a la división entre “noventayochistas” y “modernistas”, entre ideólogos y estetas, españoles y extranjerizantes. La recuperación del modernismo (y no solo de los modernistas “olvidados”, sino también del modernismo de los propios noventayochistas) solo será posible cuando pase a primer plano el componente específicamente literario, formal, de la obra literaria; ahora bien, esa evolución de la crítica solo será posible en el ámbito académico, el único donde puede tener justificación la atención prioritaria a lo estético en el análisis de la obra literaria (en la “crítica pública” seguirá vigente la prioridad de lo ideológico, de la “literatura comprometida”, aunque puede hablarse de una cierta relajación de esa hegemonía a partir de los 60 y 70 con los “novísimos”, la posmodernidad y la reivindicación de una literatura lúdica y autosuficiente).

Es de destacar que la crítica inmediata de las obras del fin de siglo se centraba en aspectos específicamente literarios en mucha mayor medida que lo hará la crítica posterior: se discuten las novedades métricas, léxicas y temáticas del modernismo, se discriminan y critican las influencias de autores extranjeros, etc (ejemplos: Cejador, Casares, etc.). La consolidación del “modelo noventayochista” parece ir directamente relacionado con el abandono de ese tipo de análisis: los del noventayocho pasan a ser vistos antes como intelectuales que como literatos.

2013.05.04 – Sobre el método generacional: la prioridad de las generaciones literarias

El método generacional ha sido ampliamente utilizado no solo en la historia literaria de la “Edad de Plata” sino también en la historia de otros ámbitos. Lo usual es que la cronología coincida con la sucesión generacional empleada en historia literaria (98 – 14 – 27), de forma que se habla, por ejemplo, de una “generación del 98 de la historiografía”. También se habla de los “toreros del 98” o de los “políticos del 98”. La prioridad que se concede a la conceptualización de la historia literaria (esto es, se toman los conceptos de la historia literaria para conceptualizar la historia de otras disciplinas) es una muestra no sólo de la enorme difusión de esos conceptos en todos los ámbitos intelectuales y la dificultad de desmarcarse de ellos, sino también del carácter central que se concede a los “intelectuales literarios” en comparación con los cultivadores de disciplinas artísticas o científicas: en la historia cultural la parte central la ocupan los intelectuales.

Es interesante observar las diferencias en la categorización generacional de otras disciplinas: Laín, por ejemplo, habla de una “generación de Madinaveitia” en medicina, que coincidiría en el tiempo con la generación del 98.

2012.08.24 – Los intelectuales de la Transición

Habría que estudiar la influencia de intelectuales como Laín o Marías en la “esfera pública” a la hora de conformar el “espíritu de la Transición”: más que los políticos e intelectuales con posiciones más abiertamente rupturistas, son estos intelectuales más instalados en la vida intelectual del franquismo (y por ello con mayor presencia tanto en el mundo editorial como en el periodístico) los que más contribuyeron a difundir la necesidad de la tolerancia con el discrepante y de construir una España integradora, en la que se establezca un marco de convivencia en el que todos tengan sitio. La “tercera España” surge como un mito por parte de quienes sobrevivieron a la Guerra Civil y se esforzaron por superarla, aunque en un principio partiesen de posturas beligerantes; pero por mucho que naciera como un mito, lo cierto es que terminó siendo una realidad efectiva y actuante, impulsando a las élites intelectuales y políticas del franquismo hacia una apertura liberal y democrática. Quizás habría que considerar que esos intelectuales no son tanto una “causa” del espíritu de la Transición como una manifestación más de la transformación de una parte de la sociedad española del tardofranquismo, precisamente la parte que ocupaba los puestos más relevantes de la vida social, intelectual, política y económica.

2012.08.09 – Nihilismo y pasividad. El irracionalismo en los falangistas

Relación entre nihilismo y pasividad: el “nihilismo negativo” de Nietzsche, ese nihilismo que se traduce por un lado en hedonismo (entrega a los placeres sensoriales, pasivos) y por otro en indolencia, pasividad (“mi ideal es tenderme sin ilusión alguna”). Ese “mal de siglo” es de plena actualidad cien años después: es el estado de ánimo de mi generación y de las siguientes. Hemos vivido hasta ahora en pleno entusiasmo adolescente, entregados a todos los placeres que nos ofrece la sociedad de consumo, y sin ningún tipo de preocupación económica gracias a la sobreabundancia de las sociedades en que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a ese entusiasmo le sigue necesariamente el desengaño: el hedonismo no basta para justificar un proyecto vital; antes bien, es la negación de todo proyecto, la negación del futuro y la glorificación de un presente continuo (“carpe diem”). La falta de proyecto se traduce en falta de motivación para actuar. ¿Para qué vamos a hacer nada, si tenemos un mundo de placeres a nuestro alcance y sin esfuerzo? ¿Qué más podemos desear? Y sin embargo, notamos que nos falta algo, y sentimos que eso que nos falta es lo más importante.

En la mayor parte de los casos ese vacío, típico de la superación de la adolescencia, se resuelve mediante la instalación en las convenciones de la “vida adulta”: la familia y el trabajo. La instalación familiar hace surgir (aunque sea de forma imprevista, no buscada) un proyecto inédito: la vida ya tiene un objeto, el ser padre/madre y marido/mujer. Al mismo tiempo, también está presente el proyecto de la promoción profesional, de ir escalando puestos en el trabajo, lo que redundará no solo en mayores ingresos y mayor prestigio social sino, sobre todo, en mayor bienestar para los miembros de la familia. El problema surgirá cuando la familia se rompa o cuando sea despedido; pero lo que se quiebra no es el sistema de valores del individuo: su proyecto sigue intacto. El problema ahora no está en el proyecto, sino en la forma de continuarlo.

Esa es la descripción de la “vida adulta normal” en cualquier sociedad civilizada. Sin embargo, son cada vez más las personas que no pueden o no quieren ajustarse a ese proyecto de vida. Habría que mostrar cómo son las peculiares condiciones culturales, sociales y económicas del mundo actual las que favorecen esa “anomia”, esa falta de proyecto.

(Perspectiva sociológica: lo normal frente a lo patológico).

Ahora bien, cabe pensar que las causas de esa “anomia”, de ese malestar, esa falta de proyecto, no son solo sociales, “materiales” en sentido marxista. Parece evidente que la sociedad contemporánea no es capaz de inculcar en sus miembros una cosmovisión que permita darle sentido a sus vidas (y a sus muertes) de la misma forma que lo conseguía la visión religiosa del mundo hasta hace apenas dos siglos (salvo para los estratos más elevados y cultos, en donde ya estaba presente esta “anomia”). El desarrollo cultural ha llevado consigo el “desencantamiento del mundo”, y una de sus consecuencias es precisamente la falta de proyecto. De hecho, la rutina familiar y laboral de la que hemos hablado previamente no puede considerarse como proyecto derivado de la visión del mundo dominante: esa rutina no obedece a ninguna norma superior, a una visión trascendente de la familia o del trabajo; es una simple rutina que se mantiene por sí misma, sin mayor justificación. De ahí la fuerza crítica y el valor simbólico de películas como “American beauty”, que reflejan la toma de conciencia sobre la vacuidad de la vida burguesa prototípica (y supuestamente exitosa): los protagonistas descubren que su forma de vida no responde a un proyecto propio, auténtico; en realidad ni siquiera se trata de ningún proyecto, es una simple rutina (lo mismo en “Revolutionary Road”).

La angustia, el vacío existencial, la desesperación, en tanto que estados psicológicos cuya expresión teórica y filosófica es el nihilismo, tienen su origen social e histórico en esa “anomia”, esa sensación de marginalidad provocada por la falta de proyecto. Ahora bien, esa marginalidad, esa imposibilidad de aceptar los valores dominantes no se traduce en la aceptación de valores opuestos, esto es, de un proyecto vital que se oponga al dominante, sino que deriva en la imposibilidad de aceptar ningún proyecto: la pasividad, la indolencia, el hedonismo. La propia sociedad se encarga de fomentar esa pasividad, que es garantía de la tranquilidad de las clases dominantes (en este caso, el hedonismo y el nihilismo funcionan como “opios del pueblo”: la pasividad garantiza que los ciudadanos nunca se levantarán contra los que consciente o inconscientemente promocionan esa situación) y que además, a través del consumismo, favorece sus intereses económicos. De este modo la “falta de proyecto”, el vacío existencial, deja de ser una “anomia” para convertirse en fuente de estabilidad y riqueza. Quizás sea eso lo que explique que el problema, ese “malestar de la cultura moderna” que se manifiesta en las élites intelectuales desde el romanticismo, no solo no haya disminuido sino que siga creciendo.

[¿Por qué este tipo de cuestiones ya no se plantean en los círculos filosóficos? En la primera mitad del siglo fue la cuestión central de la literatura y la filosofía; quizás sea el abuso del tema, su conversión en tópico, su trivialización, lo que ha provocado su descrédito, como si el mero hecho de tratarlo de forma directa conllevara situarse al margen de la filosofía, en ese terreno del que se han apropiado los psicólogos mediáticos, los biólogos de la conducta y demás perpetradores de libros de autoayuda. Otra posible razón: los filósofos académicos son personas instaladas en un proyecto vital consolidado e indiscutido (el concepto de “instalación” de Julián Marías es muy útil para abordar este tema), por lo que no tienen ninguna necesidad “interna” de abordar este problema, y lo perciben como algo externo. También hay que tener en cuenta los “giros” de la filosofía académica en la segunda mitad del siglo XX: el giro lingüístico, el sociológico, el estructural, etc. Todos ellos coinciden en rebajar a su mínima expresión la importancia conceptual de las “vivencias”, centrales para la filosofía de la primera mitad del siglo. En realidad no se trata de que la cuestión del “sentido de la vida” parezca anacrónica y desfasada: es que lo es cualquier aproximación a nuestras vivencias más inmediatas, más ajenas (al menos en principio) a nuestra herencia cultural y teórica, a los grandes temas y problemas de la historia de la cultura.]

Caracterizamos esa anomia como “falta de proyecto”, y no tanto porque se encuentren deficiencias en los “proyectos” que tenemos a nuestro alcance (la sociedad contemporánea se caracteriza por la pluralidad de “proyectos”, de posibilidades vitales a nuestro alcance, frente a la máxima limitación de estos en las sociedades más atrasadas), sino porque se percibe que todo proyecto es una invención, una falsificación para ocultar la esencial vacuidad de la vida: nada vale nada. Si nada vale nada ¿para qué hacer nada? Lo único que cabe es esperar la muerte disfrutando de la vida todo lo que se pueda: “fuma, folla y bebe que la vida es breve”. Ese hedonismo nihilista puede rastrearse continuamente en todas las formas de la cultura popular de las últimas décadas: canciones, películas, etc. Sobre todo, en aquellas destinadas al público juvenil (cuanto más nihilistas, mayor es su éxito).

[Dos perspectivas del problema del sentido: la estrictamente filosófica y la sociológica. Se plantea el problema de cuál es la relación entre las dos perspectivas: ¿en qué medida la perspectiva sociológica expone tan solo el contexto de la filosófica? ¿Se puede reducir la “perspectiva interna” del problema a su “perspectiva externa”?]

[Hay que partir de la vivencia, como lo harían Unamuno y Ortega. Es un anacronismo, pero en el contexto actual resulta casi revolucionario: volver a lo inmediato, a lo espontáneo, a lo que está más acá de las tradiciones académicas y las bibliografías recomendadas.

Esa perspectiva no triunfaría en el ámbito académico, sino en el público que tenga vivencias similares, que se sienta identificado con la descripción del problema. Ese mismo público no percibiría el anacronismo del planteamiento; antes bien, agradecería la ausencia de pedantería, de citas académicas.]

El análisis puede aplicarse tanto a lo individual como a lo social: la pasividad y la falta de proyecto de cada individuo tienen su correlación en la pasividad y la falta de proyecto social. La gente no se rebela ya no porque no haya alternativa, sino porque cualquier alternativa en tanto que “proyecto” se percibe como una falsedad, una invención.

(Quizás pueda distinguirse en esa dimensión social a las derechas tradicionales, en las que no ha calado ese nihilismo; de ahí que sean los más activos, por mantener la fe ciega en un proyecto común.)

Saz Campos (“Tres acotaciones…”, p. 205), entre los aspectos de la ideología fascista que asume José Antonio en el periodo 1933-1934 está el “irracionalismo”. Sin embargo, habría que matizar muchísimo la presencia de ese rasgo en el falangismo. Primo de Rivera contrapone en numerosas ocasiones el sentimiento y la inteligencia; por ejemplo, al abordar el problema de los nacionalismos, contrapone el nacionalismo romántico, del sentimiento, y su idea de la Nación como proyecto: un nacionalismo de la inteligencia. La influencia de Ortega y d’Ors es evidente no solo en Ortega, sino en intelectuales fascistas como Laín Entralgo o Torrente Ballester (que subraya en su antología de José Antonio sus elogios de la inteligencia por encima del sentimentalismo romántico). Este no es el único aspecto en el que el falangismo se presenta como opuesto a lo espontáneo e irracional: respuesta a las críticas de sus seguidores por no seguir una línea más dura y violenta. Por otra parte, la violencia se presenta solo como reacción contra ofensas previas, y nunca como un valor en sí mismo. El falangismo huye de la exaltación romántica del sentimiento, de lo inmediato, y se presenta como una elaboración intelectual, una obra de la inteligencia.

En el mismo texto, p. 207, Saz Campos reconoce este hecho, contradictorio con el irracionalismo fascista, al señalar como “marcas de origen” procedentes del pasado conservador de Primo de Rivera “la sistemática apelación a la razón, la búsqueda de la elegancia en pretendida oposición a la demagogia, el menosprecio sistemático de las masas y el rechazo casi visceral de la revolución en lo que tenía de ruptura del orden”. Ello se combina en Primo de Rivera con el irracionalismo más prototípicamente fascista: “sus apelaciones a lo «poético» escondían una sublimación del irracionalismo y otro tanto puede decirse [p. 208] de su naturalismo, definido siempre en oposición al «naturalismo» de «nefastas» consecuencias revolucionarias del abominado Rousseau. Tampoco la demagogia estaba ausente del discurso joseantoniano y de ella se pueden encontrar en sus discursos abundantes muestras. La diferencia radicaba en que, a pesar de todo ello, Primo de Rivera gustaba de presentarse como defensor de la razón y la elegancia intelectual.”

Diferencia entre Ledesma y Primo sobre el carácter de la revolución: “Era la de Primo de Rivera, en efecto, una revolución que debería resolverse sin grandes convulsiones y a la mayor brevedad en un orden «clásico», una sociedad perfectamente jerarquizada con un «César» en la cúpula. Una revolución, en definitiva, muy diferente de aquella con cierto sabor de revuelta imaginada por Ledesma. No sería de extrañar, en este sentido, que en las frecuentes alusiones de Primo de Rivera al carácter «romántico» y de heredero de la Revolución francesa del nazismo hubiera una crítica larvada a las concepciones de Ledesma.”

2012.07.07 – Lo central y lo marginal en la historia. Verdad e historicidad

El concepto de intrahistoria sería perfectamente aplicable a la historia de la ciencia: más allá de los grandes nombres, de los teóricos de moda, los que realmente hacen avanzar la ciencia son los que componen la masa anónima, los “proletarios” de la ciencia encargados de investigaciones pequeñas y aparentemente insignificantes, pero minuciosas y rigurosas, con un valor científico mucho mayor que las especulaciones más o menos gratuitas con las que el star-system académico consigue llamar la atención más allá de su propio ámbito académico.

Es curioso comprobar cómo muchos de los autores más célebres del siglo XX son ensayistas, especuladores, diletantes que se aprovechan del conocimiento acumulado por las “masas anónimas”: Ortega, Spengler, Foucault, etc. Por mucho que su labor se justifique como filosófica, esto es, como no científica, lo cierto es que su celebridad, su éxito en vida, se debe en gran parte al aprovechamiento del saber acumulado por el trabajo sucio de otros. Por desgracia, el prestigio social y el interés del público por este tipo de obras siempre será mucho mayor que el que se sienta hacia los trabajos más especializados y rigurosos: para tener un éxito amplio de público no queda más remedio que crear una obra no especializada; en la medida en que en la ciencia moderna la especialización es una condición de posibilidad de la creación científica, estas obras son por definición no científicas. Por tanto, una obra científica no puede ser un best-seller (lo cual puede comprobarse en la práctica; los científicos solo han alcanzado la celebridad y el éxito de ventas con escritos divulgativos, como la Historia del tiempo de Hawking, o con textos en los que la ciencia sirve de base a reflexiones filosóficas, como El azar y la necesidad, de Monod).

Lo central y lo marginal en los conceptos historiográficos: cuando se establece y se desarrolla un concepto (p. ej. “generación del 98”, “grupo de Escorial”, etc.) se señalan unos determinados materiales históricos (en este caso, unas personas) como principales y otros, los que no son comprendidos dentro del grupo, como marginales, condenados tan sólo a ser el telón de fondo de los protagonistas del relato. Por ello, toda conceptualización historiográfica es una selección, una discriminación entre lo central y lo marginal; a ella siempre le es consustancial una jerarquía entre lo relevante y lo que no lo es, lo que merece la atención del historiador y lo que no la merece, o la merece de un modo secundario y relativo. Es en esta dimensión “metahistoriográfica”, de selección de la realidad estudiada, de valoración previa de la realidad histórica, donde más operan los valores ideológicos no sólo del investigador, sino de todo el campo académico: de la misma forma que en las investigaciones literarias está presente un “canon”, una jerarquía entre aquellos autores y obras que merecen atención prioritaria y aquellos otros que no la merecen, también en un nivel más general cabe hablar de un “canon” de realidades historiográficas, de materias y materiales históricos más interesantes que otros. La evolución de la disciplina conlleva necesariamente modificaciones en ese canon (p. ej. con la difusión de la visión marxista de la historia pasan a ser centrales los materiales económicos; con la difusión de la historia de la vida cotidiana pasan a serlo los textos literarios, biográficos, etc.).

Lo importante de todo esto es que de estos dos niveles, el de la investigación propiamente dicha y el de la selección de la investigación y lo investigado (método y objeto), tan sólo el primero es susceptible de un análisis científico, explicativo: las afirmaciones del texto historiográfico sobre los materiales históricos son susceptibles de ser consideradas verdaderas o falsas; sin embargo, en el otro plano, el de la selección del método y objeto de estudio, no cabe ese tipo de planteamiento: este plano se sitúa más allá de la visión positivista de la historia. Pese a ello, le es indispensable como su condición de posibilidad. Por tanto, queda demostrado que en el análisis de la realidad histórica hay dos planos de distinta entidad epistemológica. (Lo mismo podría decirse de los estudios literarios y, en general, de cualquier estudio de materiales históricos).

Dos planos: el de la investigación y el de la selección (del método, del objeto (finalidad), de los materiales). Diferente nivel metodológico: en el primero cabe la discusión científica, en el segundo no, la discusión es necesariamente ideológica, no es posible llegar a consensos basados en pruebas empíricas (o en el concepto de prueba empírica, de verificación o falsación).

Además de estos dos planos hay que tener en cuenta todas las afirmaciones que en el texto resultado de la investigación se refieren a cuestiones no susceptibles de consenso científico (valoración de personas, obras y sucesos, etc.). En realidad ese plano “positivo” solo afecta a los “enunciados nucleares” sobre los materiales históricos, del tipo “el 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de Estado”. Todo lo demás es interpretativo, susceptible de discusión. Desde este punto de vista, el plano “positivo” es el de menor relevancia, ya que los hechos históricos son “usados” para conformar un relato con una determinada finalidad ideológica (se cuenta porque se considera interesante desde la perspectiva del investigador, por ser ilustración de una tesis teórica más general o por otro motivo). Sin embargo, a la larga es esa acumulación de “datos” lo que hace progresar la historia, lo que explica que, más allá del cambio de “paradigmas” y de la evolución ideológica de los historiadores, pueda hablarse de un avance. No se trata de que se comprenda mejor una época, un personaje o un hecho histórico: lo que sí es cierto es que se saben más cosas, con mejor detalle y con mayor rigor.

La filosofía de la comprensión (hermenéutica) ha puesto en exceso el acento en los aspectos “ideológicos” de la investigación histórica, despreciando el lado positivista, la historia en tanto que relato de hechos históricos (el aspecto en el que la historia más se acerca a las ciencias naturales). Hay motivos ideológicos que explican esa consideración de lo positivo como marginal: necesidad de distinguirse del cientificismo para evitar la hegemonía de las ciencias naturales sobre las humanas, razones ideológicas de todo tipo (humanismo, idealismo, etc.): la defensa de las “ciencias del espíritu” es la defensa de todo lo específicamente humano, de la cultura, de toda una ideología que va mucho más allá de la metodología científica. Es necesario “desideologizar” la metodología historiográfica, contemplarla desde una perspectiva más desapasionada, limitándonos a observar en qué se parece el método del historiador al del investigador de la naturaleza. A pesar del énfasis de la mayor parte de la tradición en la separación entre ambas, lo cierto es que hay muchas afinidades; ese silencio nos obliga a subrayarlas, aunque solo sean una parte de la tarea del historiador.

Tomemos como ejemplo La generación del 98, de Laín. La obra se escribe con una evidente intención ideológica: no se trata del “saber por el saber” (esa es la finalidad de la investigación en el ámbito académico “cerrado”: la investigación tiene su justificación en sí misma), la investigación sobre la generación obedece a motivos ideológicos, a la intención de mostrar la “deuda española” de los intelectuales de la generación de Laín con los del 98, analizando de forma crítica su visión de España. Lo que se ofrece es una pauta de interpretación que será seguida por toda una tradición posterior de estudios sobre esos autores (y que no es creada por Laín: ya estaba presente en los análisis de Azorín, Azaña o Salinas). Pese a ello, podemos reconocer en la obra un valor historiográfico: el de la descripción de realidades históricas (los autores y las obras analizadas) y el del análisis de un determinado aspectos de esas vidas y de esas obras (la presencia del tema de España). La ideología de fondo condiciona la percepción y la selección de esos materiales, pero no niega su validez (no se puede decir que Laín falsifica la historia, salvo en casos puntuales de sobreinterpretación, que podrían (o no) ser justificables en base al desconocimiento histórico del contexto inmediato de producción y recepción de los textos). La cuestión principal está en discriminar esos dos planos: el científico y el ideológico. El primero seguiría vigente, el segundo solo tiene valor en tanto que expresión del contexto de producción de la obra, esto es, expresión de la ideología de Laín y de todo un sector de la intelectualidad española de la posguerra (toda obra científica se puede contemplar desde una doble perspectiva: en tanto que obra científica y en tanto que creación histórica; desde la primera perspectiva resulta de plena actualidad, desde la segunda es un anacronismo; en las obras científicas que han perdido toda vigencia solo está presente el valor histórico, de ahí que los científicos no les presten atención).

Primer plano: toda creación humana es por definición histórica y social, resultado de unos condicionamientos históricos y sociales concretos, no trasladables a ningún otro momento histórico o social. Segundo plano: esas creaciones pueden sernos actuales, esto es, podemos ver en ellas valores que nos aparecen como actuales, contemporáneos, más allá de su específico valor historiográfico y sociológico; los ejemplos más importantes son la ciencia y el arte. Ahora bien, esa percepción de lo histórico como actual (en otras palabras, como trascendente, como suprahistórico) es de por sí histórica, esto es, va ligada a las condiciones históricas y sociales del intérprete. Lo trascendente, lo “objetivo”, solo puede aparecer como tal a un sujeto; esto significa que la objetividad, la trascendencia, sólo se da en un contexto histórico y social. El cambio de ese contexto conlleva el cambio de lo que se percibe como trascendente y objetivo; de ahí la sorpresa hacia las teorías vigentes hoy en día que sin embargo fueron despreciadas en el pasado, y hacia las obras de arte hoy admiradas y en su momento despreciadas: nos cuesta entender cómo es posible que en otras épocas no se valoraran, esto es, que hubiera criterios de objetividad y de trascendencia distintos.

  • Atención: ¿lo que cambia es “qué” se considera como objetivo, como trascendente, o los conceptos mismos de “objetividad” y “trascendencia”? Cabría pensar que esto es típico de la modernidad (contraposición sujeto/objeto) pero no de épocas anteriores. En cualquier caso esta cuestión solo tiene interés histórico: desde nuestra situación actual, desde nuestra perspectiva, no podemos pensar en otros términos: nos vemos como sujetos enfrentados con objetos, con una realidad que aspiramos a conocer objetivamente. Ese es el punto de vista de todas las ciencias modernas. Otros puntos de vista pueden ser posibles, pero ya no son científicos.
  • Por otra parte, la “objetividad” no deja de ser en cierto modo una ilusión: consideramos algo como absolutamente verdadero “hasta que no se demuestre lo contrario”, toda verdad científica es susceptible de ser falsada (y así lo prueba la historia de la ciencia). No cabe estar seguro de nada. Además de esa ilusión de permanencia, hacia el futuro, está la permanencia en la otra dirección, en el pasado: nos parece que esas verdades ya eran pensadas del mismo modo por la gente que las formuló en el pasado (por ejemplo, el teorema de Pitágoras). Sin embargo, el cambio de contexto histórico y social conlleva necesariamente la imposibilidad de que esas verdades sean idénticas, sean pensables del mismo modo. Esa identidad entre el teorema formulado por Pitágoras y el que hoy aprendemos en las escuelas es resultado de una reconstrucción realizada desde el presente: en realidad no se trata del mismo teorema, sino que lo percibimos como si fuera el mismo (para empezar, en Pitágoras es un teorema geométrico y no aritmético, una relación entre figuras y no entre cantidades). Lo percibimos como “etic”, pero todo lo “etic” es siempre “emic”, es siempre la creencia o la percepción de un sujeto histórico.
  • Teniendo todo esto en cuenta, ¿por qué unas determinadas realidades históricas se nos aparecen como actuales, como válidas, como “etic”, y otras no? ¿Por qué esa percepción cambia? La respuesta es imposible porque un sujeto no puede contestarla: todo lo que diga, todo lo que piensa y perciba está vinculado necesariamente a su contingencia histórica y social. En el caso del arte podríamos acudir a la permanencia de los valores y realidades sociales que se manifiestan en las obras, o incluso a valores intrínsecos como su calidad técnica o lingüística; en el de la ciencia, a la desconexión de los resultados de la investigación respecto de su “contexto de descubrimiento”. Pero estas son teorías a posteriori que surgen para explicar la realidad inmediata y problemática: la consideración de las teorías científicas y de las obras de arte del pasado como actuales o como desfasadas.

Todo lo anterior se basa en la idea de que el conocimiento se da en un sujeto que necesariamente está ligado a una situación histórica y social que condiciona de forma decisiva el propio conocimiento: no existe conocimiento objetivo, aunque algunos conocimientos se nos aparezcan como tales.

Una tercera forma de suprahistoricidad es la ética, el reconocimiento de la virtud en la conducta humana (cercanía con lo estético; hasta el Romanticismo lo ético se identificaba con lo estético, el Bien con la Belleza; hoy en día se contemplan como esferas autónomas, aunque habría que discutir si esto es realmente así).

Nuestra perspectiva no es normativa sino descriptiva: no pretendemos decir qué es verdadero, qué es correcto o qué es bello; lo único que hacemos es constatar que ciertas realidades históricas son consideradas de este modo. En la medida en que pretendemos estar describiendo una realidad, aspiramos a que nuestra descripción sea considerada como verdadera. No podemos establecer nuevos criterios de suprahistoricidad: necesariamente tenemos que atenernos a los de nuestro momento histórico y social. Entendemos la verdad como correlativa de un consenso entre sujetos autónomos (verdad como intersubjetividad); esa nos parece la descripción más acertada del funcionamiento de la verdad en la sociedad actual: es verdadero aquello sobre lo que todo el mundo está de acuerdo en que es verdadero (habría que matizar muchísimo esta tesis: el consenso no es causa de la verdad, sino su consecuencia; es necesario que haya pruebas, que haya una posibilidad de verificación que respete los presupuestos científicos aceptados).

Deleuze, diferencia entre lo verdadero y lo interesante: el plano de la filosofía sería el de lo interesante, la verdad quedaría reservada a otras esferas como la ciencia (también la verdad en sentido jurídico, o en el sentido de la vida cotidiana). En la medida en que aspiramos a un reconocimiento de una verdad, nuestra perspectiva no es estrictamente filosófica.

Lo que ofrecemos es una “reconstrucción racional”. ¿Realmente puede aspirar a considerarse como verdadera? ¿No habría que conformarse con que se percibiera como interesante? Lo que sí esta claro es que nuestra perspectiva (como la del Deleuze de ¿Qué es filosofía?) es externa, no aspira a establecer “trascendencias” sino a reconocer que ciertos elementos históricos son reconocidos como tales.

Lo que se plantea es el problema de explicar cómo es posible la existencia (o, mejor dicho, la percepción) de ciertas realidades históricas como con valor suprahistórico. En realidad es un problema fundacional en la historia de la filosofía y de la ciencia: el problema de distinguir lo verdadero de lo falso. Lo que cambia es el planteamiento de la cuestión. Hasta ahora, no se discutía la realidad de lo trascendente; con la crisis de la modernidad y la toma de conciencia de la historicidad del hombre y de sus productos, esa trascendencia comienza a percibirse como problema. Ante la evidencia de la historicidad se cuestiona la otra evidencia, la de la permanencia de lo verdadero. (El problema que se planteaba antes era el inverso, lo problemático no era lo trascendente sino lo histórico).

Interesante: el último Zubiri, el último Laín y Rahner sobre el dinamicismo de lo real (emergencia de realidades cada vez más complejas) y el salto que se produce con la aparición del ser humano, del “espíritu”. Se plantea el problema clásico de intentar reducir lo intelectual a lo material.

2012.07.05 – Las «teorías del otro». La democracia como ideología

Sobre las “teorías del otro”: en realidad se siguen manteniendo en la órbita solipsista que pretenden criticar. La superación de ese solipsismo no está en construir teóricamente un “otro” abstracto e idealizado, sino en la consideración sociológica del individuo. Por tanto, el cambio teórico es insuficiente: hace falta cambiar de perspectiva, sustituir el idealismo que está en la base de esas doctrinas (la consideración del individuo, de la existencia humana al margen de las contingencias sociales e históricas) por un historicismo y un sociologismo plenos: el individuo aparece vinculado al momento histórico y a las condiciones sociales que le ha tocado vivir; cualquier “analítica existencial” opera con una abstracción cuando no tiene en cuenta esos factores (por poner un ejemplo: la analítica del Dasein que realiza Heidegger es en realidad la analítica del propio Heidegger, de un sujeto culto que vive en una sociedad avanzada; para poder plantearse la cuestión del “ser” es imprescindible una serie de requisitos previos (conocimientos filosóficos, tiempo libre, etc.); por tanto, la descripción de Heidegger no es válida para cualquier ser humano, sino solo para aquellos procedentes de esferas sociales afines (esto es, intelectuales); también hay que tener en cuenta el problema de la distancia histórica).

La base del error está en la perspectiva fenomenológica, que puede considerarse como la última manifestación relevante del idealismo moderno. Hoy en día es imposible no tener en cuenta la dimensión social e histórica del ser humano en cualquier tipo de análisis, sociológico, filosófico o de cualquier otro tipo. Ese idealismo también explica el interés que en ese tipo de perspectivas ha tenido la teología y los pensadores católicos y protestantes: más allá del interés en las conclusiones del análisis (que casi siempre giran en torno a la posibilidad de acceder desde la “vivencia” hasta la trascedencia), lo que se comparte es una misma perspectiva, una consideración de los problemas esencialista, más allá de las contingencias sociales e históricas.

El “espíritu democrático”, la ideología hegemónica en el mundo de hoy, tiene una vigencia bastante reciente: aunque existieran democracias, el “espíritu liberal” propio del mundo anglosajón ocupaba un lugar totalmente marginal en el mundo intelectual y en la “esfera pública”. Conceptos como los de tolerancia, diálogo, respeto, derechos humanos… no tenían entonces la difusión e importancia que les concedemos ahora. (El espíritu antidemocrático, el desprecio del adversario que se observa en nuestra II República sería común a otros países europeos y explicaría el apoyo popular al totalitarismo; habría que explicar el porqué de la facilidad con que los “valores democráticos” se instalaron en las sociedades anglosajonas y de la dificultad para imponerse en los países europeos).

Es importante señalar que esos valores hoy en día están presentes “a pie de calle” y no sólo en el ámbito de las élites políticas e intelectuales; esa es la prueba del éxito de esa ideología. El éxito es tan rotundo que puede hablarse de un “pensamiento único” que no admite oposición.

Importancia en este proceso de las reivindicaciones sociales de los años 60: derechos civiles de las minorías (negros en EEUU). Los medios de comunicación de masas ayudan a la máxima difusión de estos movimientos.

2012.07.01 – El concepto de «zeitgeist», el fascismo, la vanidad de Heidegger y los filósofos «de moda»

El Zeitgeist de una época no es único: existen diversos “espacios teóricos y conceptuales” en función de las “clases culturales” (intelectuales, “clases bajas”, clase media, clase alta, etc.). Del mismo modo, dentro de esas clases pueden coexistir varios espacios (un grupo de intelectuales que se sitúan en la órbita marxista, otro que se sitúa en el espacio conceptual del idealismo alemán, etc.). El conflicto entre esos diversos espacios es inevitable: cada persona debe “apostar” (Bourdieu) por un determinado espacio conceptual. La pluralidad de opciones (la complejidad) es cada vez mayor según nos vamos acercando a las sociedades desarrolladas actuales.

Hablar de un Zeitgeist único conlleva suprimir la complejidad real, simplificarla para convertir el “espacio conceptual” de un determinado grupo en el de toda la sociedad en su conjunto.

Sobre el problema de entender a los intelectuales fascistas: el problema que tenemos para aceptar esa realidad (esto es, que intelectuales de enorme valor no solo en sus disciplinas, sino también humano) está en nuestra incomprensión del fascismo; lo percibimos atendiendo a sus resultados históricos como una ideología monstruosa, inhumana. Sin embargo, lo que debemos tener en la cabeza para comprender el compromiso con el fascismo no solo de los intelectuales sino de cualquiera de sus partidarios es lo que el fascismo tiene de “visión idealista del mundo”, opuesta a la mediocridad y al materialismo burgués. Ese idealismo da un sentido superior a la existencia: el fascista se convierte en un luchador por un mundo mejor, pone su vida al servicio de un ideal superior. Hay que entender el fascismo como “idealismo”. En este aspecto, en lo que tiene de “encantador” de nuestra existencia cotidiana vulgar, desencantada, la opción por el fascismo está al mismo nivel que la opción por el comunismo (sin embargo, no tenemos tantos problemas para entender la opción comunista, debido a que sus ideales nos resultan históricamente mucho más cercanos y comprensibles que el ultranacionalismo y la exaltación del orden, la violencia y la jerarquía propios del fascismo; ahora bien, al margen del contenido de la doctrina lo que no se debe perder de vista es su idealismo de base, su carácter de “encantador” de la existencia cotidiana).

Quizás una de las razones de esa incomprensión del fascismo está en que los estudios académicos lo consideran como doctrina, como un cuerpo teórico más o menos desarrollado, obviando lo que el fascismo tenía de “actitud ante la vida”, más sentimental que teórica. Lo que los fascistas compartían era, ante todo, el desprecio de la existencia vulgar, cotidiana, y la voluntad de lucha por unos ideales comunes y trascendentes. En este aspecto el fascismo venía a llenar el vacío provocado por el desencantamiento moderno de la existencia (declive de las religiones, surgimiento de la sociedad de masas, etc.).

Sobre el desprecio de lo cotidiano en el Heidegger de Ser y tiempo, que lo identifica con la vida inauténtica: es evidente que los lectores de la obra quedan excluidos por definición de esa vida inauténtica, ya que leer a Heidegger no es una tarea común, cotidiana. Por tanto, lo que está haciendo Heidegger es adular a sus lectores, los cuales contestaron a su adulación con la aceptación sin reservas de la doctrina de la “vida auténtica”. Lo que en realidad Heidegger está diciendo es que para tener una vida auténtica hay que leer su libro. Elitismo intelectual de fondo, como si la falta de interés por la filosofía fuese signo de una “vida falsa”. La cuestión no es marginal: apunta a una de las claves para entender el “espacio de pensamiento” en que se mueven Heidegger y sus lectores. Más allá de la defensa de una determinada filosofía, lo que está en juego es el valor de la filosofía y de los filósofos en la sociedad moderna: se trata de reivindicar los grandes temas frente a la hegemonía moderna de las “cuestiones pequeñas”, cotidianas. El filósofo pierde su hegemonía tradicional, su posición de liderazgo intelectual; de ahí que descalifique a la sociedad moderna como “inauténtica”; los filósofos no pueden perdonar que la gente les ignore, que juzguen que hay cosas más importantes que hacer que leer sus libros. El ideal del filósofo es una república de filósofos, esto es, la conversión de cada ciudadano en filósofo; con ello llegaría a su culminación la utopía de una hegemonía absoluta del filósofo sobre la sociedad.

¿De dónde procede esta “voluntad de poder” del filósofo? Frente a otros gremios (p. ej. el científico) el filósofo no se conforma con ocupar una posición discreta dentro del mundo moderno: aspira a estar en su centro en tanto que su intérprete máximo, su oráculo, la voz de la verdad. La falta de atención a la filosofía es vista como algo perjudicial para la propia sociedad, como si la filosofía fuera algo indispensable para su supervivencia. Este ansia de dominio, que determina decisivamente las críticas filosóficas a la sociedad moderna, no puede achacarse tan solo a la nostalgia de épocas pasadas: la edad heroica de los filósofos, luchadores por la verdad frente a la ignorancia y la superstición (gran relato ilustrado que identifica filosofía con libertad y progreso). Más allá de la nostalgia de épocas pasadas, de tiempos en los que la filosofía era más visible (quizás porque el campo intelectual era mucho menos complejo), parece haber algo consustancial a la propia disciplina, a su fondo metateórico (¿quizás sea su propia falta de “regionalización”, la aspiración a ser un “saber de saberes”? La falta de un contenido temático determinado lleva a que el filósofo se considere un “especialista en todo” que sirve de nexo de unión entre los distintos saberes; su falta de determinación es lo que le permite ver cosas que los especialistas más “localizados” no pueden ver; pero esto ya es una visión de la filosofía desde una perspectiva determinada: la de Bourdieu o Luhmann, visión pluralista de la tarea intelectual en las sociedades modernas).

Falta de humildad del filósofo, frente a otros “trabajadores del intelecto”. El filósofo no puede hacerse a la idea de que es uno más: no puede verse como contingente, se percibe a sí mismo como necesario, como indispensable para una auténtica existencia humana y para que la sociedad funcione correctamente. (Se observa que el “miedo a la mediocridad” también está detrás de esta autohipervaloración de la filosofía).

Sobre las “malas lecturas” de los filósofos “de moda”: podría trazarse un paralelismo entre la recepción del Heidegger de Ser y tiempo y la recepción actual de Derrida o Foucault. Lo que se difunde es una serie de tópicos al uso que terminan por adquirir consistencia propia y sustituyendo al original. De Heidegger se tomaron motivos como la angustia, la vida cotidiana, la “cura”, el ser-para-la-muerte, etc.; la dimensión antropológica, existencial, de su obra, quedando al margen la dimensión ontológica, lo que tiene de reflexión y análisis sobre el fundamento de lo real. De Derrida y Foucault se toman las “vulgarizaciones” de su obra por autores como Culler; se citan textos canónicos sacados de su contexto inmediato de producción y recepción. En algunos casos (Cardwell) se recurre sin disimulo a “digests”, antologías de fragmentos de sus obras.

¿Qué conclusiones sacar de ello? Lo que se difunde, lo que pasa a ser una moda, son aquellos rasgos que más se corresponden con el “espíritu de la época” (en este caso, el territorio teórico y conceptual en el que se mueve la intelectualidad del momento). Heidegger acierta al poner en primer plano la existencia del individuo común desde una perspectiva inmediata, fenomenológica, más allá de cualquier conceptualización previa que condicione la percepción inmediata de esa realidad. Es ese aspecto de su obra el que logra la máxima difusión entre autores de corrientes ideológicas totalmente dispares, pero que sienten que Heidegger se está ocupando de su propia realidad, de las vivencias del hombre moderno en un mundo sin dioses. En lo que respecta a Derrida y Foucault, hay dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la politización del conocimiento (el tan foucaultiano “todo es poder”) en una época convulsa desde el punto de vista ideológico (años 60-80); en segundo lugar, la crítica de todo discurso hegemónico, la reivindicación de lo marginal, lo oculto, lo que siempre se deja de lado (Derrida), reflejándose con ello la incorporación a la vida intelectual mundial de grupos hasta entonces marginados. Como suele suceder en estos casos, la dimensión sociológica de una tendencia de pensamiento es más evidente cuanto mayor es su difusión: es precisamente esa difusión lo que prueba su importancia social, lo que permite considerarlo como expresión de fenómenos sociológicos (de todos modos es imprescindible tener en cuenta también la dimensión interna, la respuesta a problemas teóricos planteados dentro de la propia disciplina).

2012.06.30 – Los intelectuales fascistas y el miedo a la mediocridad

El “miedo a la mediocridad” podría estar en la base de la atracción por las ideologías radicales en la intelectualidad de entreguerras: lo que se rechaza es la mediocridad de la vida cotidiana propia de las sociedades modernas; lo que esas ideologías prometen es una existencia verdadera, auténtica, heroica, al servicio de unos ideales trascendentes. Es imposible desligar esa visión crítica de la modernidad del carácter de “intelectuales” de estos autores, en sentido sociológico: más allá de su procedencia social, todos ellos tienen en común un alto “capital cultural” que les concede un sentimiento de superioridad sobre el “hombre común”. Esa superioridad no se ve correspondida por las tareas rutinarias que le son asignadas por la sociedad moderna; de ahí que se vea en las utopías radicales no solo una utopía en la que ellos ocuparán una posición hegemónica, sino, sobre todo, una tarea vital a la que entregarse con entusiasmo: más allá de su realización histórica, el mero hecho de luchar por esos ideales ya les confiere un sentimiento de nobleza, de superioridad moral, redimiéndoles de su mediocridad cotidiana.

Por tanto, el desencantamiento del mundo estaría detrás de la atracción por las ideologías radicales; se puede comprobar fácilmente atendiendo a los textos autobiográficos de estos intelectuales, en el énfasis que ponen en los ideales que les guiaban, el rechazo de la vida burguesa, acomodada, a la que por su origen social podrían entregarse sin problemas.

El éxito de Heidegger entre la intelectualidad europea radicaría en gran medida en su análisis crítico de la existencia cotidiana considerada como inauténtica; con ello Heidegger se convierte en el portavoz de una insatisfacción general a toda la intelectualidad de la época. Algo similar podría decirse del elitismo del Ortega de La rebelión de las masas. En lo que respecta a los radicalismos de izquierdas, ese elitismo no es tan patente pero también está presente en las teorías de la “minoría dirigente” de Lenin; además siempre está presente el sentimiento de estar luchando por un ideal, de no conformarse con la vida cotidiana que ofrece la sociedad moderna. La clave está en el anhelo de una vida heroica.

El “enigma” del triunfo de estas ideologías entre lo más selecto de la intelectualidad europea de la época solo puede aclararse desde esta perspectiva: una perspectiva “emic” que tenga en cuenta la propia percepción que tenían los intelectuales de su vida como una tarea heroica, ejemplar, entregada a la consecución de un ideal. Lo que se rechaza, más allá de las teorías económicas y sociales que se defiendan, es la vida cotidiana, vulgar, sin ideales. La crítica no es tanto hacia un modelo de sociedad como hacia una forma de entender la vida, propia de la sociedad moderna.

Todo ello no significa que haya que desechar ese “idealismo”, esa “actitud ante la vida” que busca contribuir a hacer un mundo más ajustado a nuestros ideales; lo que hay que criticar es la concepción heroica de esa tarea: la ética debe verse como algo común, vulgar. No se trata de ser un “santo”, objeto de adoración y de hagiografías, o de ser un “héroe”, como Don Quijote. En estos dos casos la virtud no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la gloria: el auténtico fin no es un mundo mejor, sino una vida heroica. Lo que pretenden los santos y los héroes, bajo la excusa del idealismo, es su propia glorificación. Habría que considerar como lo auténticamente heroico la renuncia al heroísmo, la aceptación de la mediocridad, de nuestro anonimato; no ver en ello un motivo de desilusión, como si la vida fuera injusta con nosotros, como si no se nos reconociera nuestro esfuerzo. Antes bien, habría que considerar ese anonimato, esa mediocridad, como la mejor recompensa que podemos recibir, en la medida en que nos garantiza que nuestros esfuerzos no están consagrados hacia nosotros mismos sino hacia nuestros ideales.

2012.06.15 – Más comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y otros comentarios a textos de Julián Marías

Marías, memorias, p. 854: “Para la mayoría de las personas, la vida discurre por cauces definidos exteriormente por una serie de engranajes: vida doméstica, trabajos, compromisos sociales, costumbres. En muchos casos, el individuo tiene muy poca libertad, casi toda su jornada está prefigurada y se convierte en un automatismo; y también la estructura de los periodos más dilatados, por ejemplo cada año. En ocasiones esto está sustituido por el “desorden”, y así en lo que se llamaba en otro tiempos “bohemia”; pero si se mira bien, se descubre que la vida de los que la seguían solía ser de una considerable monotonía, el desorden no era casi nunca indicio de mayor libertad, sino de ausencia de proyecto.”

  • La libertad está en la sujeción a un proyecto; lo contrario es la monotonía, el “no tener nada que hacer”.

Ortega, “Mirabeau o el político”

p. 623: “Tampoco debe extrañarnos la afición a la farsa que revela la vida de Mirabeau. Una y otra vez le sorprendemos mintiendo descaradamente. Al intelectual de casta le sobrecoge siempre ese don de la mentira que posee el gran político. Tal vez, en el fondo, envidia esa tranquilidad prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan, o piensan lo contrario de lo que están viendo con sus propios ojos. Esta envidia descubre ingenuamente la virtud específica del buen intelectual. Su existencia radica en el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedacen. Este es el máximum de acción que al intelectual corresponde”. “Recíprocamente, al gran político le maravilla ese heroico servi- [p. 624] cio a la verdad que informa la vida del buen intelectual. (…) Cada uno de ambos proyecta sobre el otro su propia constitución, y al ver que en él da resultados contrarios, atribuye éstos a un esfuerzo gigantesco. Pero la verdad es que ni la mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición.”

  • Adverbio “naturalmente”: no es una elección, se hace sin esfuerzo como resultado de su condición; de nuevo, el determinismo, la falta de responsabilidad: la virtud no es el resultado de una elección sino consecuencia de una “condición”, de la naturaleza del sujeto.
  • “Virtudes específicas”; contraposición explícita entre el intelectual/la verdad/el pensamiento y el político/la mentira/la acción.

“El intelectual vive, principalmente, una vida interior, vive consigo mismo, atento a la pululación de sus ideas y emociones. (…) El hombre de acción, en cambio, no existe para sí mismo, no se ve a sí mismo. El ruido de fuera, hacia el cual su alma está por naturaleza proyectada, no le deja oír el rumor de su intimidad. Falta ésta de atención y cultivo, anda desmedrada. Sorprende notar que todos los grandes hombres políticos carecen de vida interior. No es paradoja decir que no tienen personalidad. La tienen sus actos, sus obras; pero no ellos. Por esta razón – el fenómeno es muy curioso – no son interesantes”, lo cual explica que “los grandes hombres políticos (…) no hayan conseguido nunca, nunca, valiosos triunfos sobre la mujer”.

  • De nuevo se desliza la palabra “naturaleza”.
  • A las oposiciones anteriores se añaden dos: interior/exterior, e interesante/falto de interés (matiz erótico del adjetivo “interesante”).

[p. 625] “Impulsividad, turbulencia, histrionismo, imprecisión, pobreza de intimidad, dureza de piel, son las condiciones orgánicas, elementales, de un genio político. Es ilusorio querer lo uno sin lo otro, y es, por tanto, injusto imputar al grande hombre como vicios sus imprescindibles ingredientes.

Pero claro está que no basta poseer éstos para ser un político de genio. Es preciso agregar el genio.”

  • “Condiciones orgánicas” a las que se superpone el “genio”.
  • Lo que Ortega caracteriza no es un “político real” sino un “político ideal” (a pesar de lo que dice al comienzo del texto), un personaje literario, romántico. Ortega no es consciente de la historicidad de su perspectiva, de que esos rasgos del político no están en la realidad sino en su punto de vista (es éste el que le lleva a privilegiar unos determinados políticos sobre otros).

[p. 627] “…el hombre público necesita las cualidades más extrañas, algunas de ellas de apariencia viciosa, y aun no sólo de apariencia. Son los cimientos subterráneos, las oscuras raíces que sustentan el gigantesco organismo de un gran político.

Me importaba mucho poner al descubierto esas potencias demoníacas, casi puramente zoológicas, que proporcionan la energía [p. 628] necesaria para el movimiento de tan enorme máquina como es uno de estos hombres creadores de historia.”

“…no creo posible la salvación de Europa si no se decide la humanidad de Occidente, perforando todos los prejuicios y remilgos de una vieja civilización, a buscar el contacto inmediato con la más nuda realidad de la vida, es decir, a aceptar ésta íntegramente en todas sus condiciones, sin aspavientos de un artificioso pudor. Durante siglos se ha obstinado Europa en evitar ese sincero reconocimiento. Una hipocresía radical nos ha llevado a no querer ver de la vida lo que las sucesivas morales declaraban indeseables, como si esto bastase para poder prescindir de ellas. No se trata de pensar que todo lo que es, puesto que es, además debe ser, sino precisamente de separar, como dos mundos diferentes, lo uno y lo otro.”

  • Europa necesita ser salvada.
  • Escisión entre lo real y lo ideal, “dos mundos diferentes”.

“Asia es conformista: para ella lo que es, debe ser. Europa es reformista: para ella lo que no debe ser, no es. Si algún sentido trascendente tiene el hecho de la convivencia intercontinental que [p. 629] caracteriza al siglo presente, será, a no dudarlo, hacer posible el mutuo complemento de esas dos tendencias exclusivas: la reforma emanada de una previa conformidad con lo real; la modificación ideal de la vida, que parte de haber reconocido previamente sus condiciones.”

  • Una nueva oposición, esta vez “geopolítica”: Asia frente a Europa, conformismo frente a reformismo.
  • Característico de este tipo de escritos: mezcolanza de todo tipo de cuestiones al hilo de la cuestión central: Ortega se ha referido de pasada al donjuanismo, la ética, la Revolución Francesa… Ahora hace una referencia de actualidad (la necesidad de “salvar” a Europa) e introduce una visión esencialista de Europa y Asia: define el “espíritu” de los dos continentes (es significativo lo fácil que se percibe el anacronismo de este tipo de observaciones, al igual que sucede con las referencias a la mujer: propio de la época de Ortega, y totalmente desfasado por la evolución de nuestra percepción de lo social y de lo histórico: no cabe hablar tan a la ligera de “Asia” y “Europa” como si fueran entidades homogéneas a lo largo de la historia, y tampoco cabe hablar de “las mujeres” tal como lo hace Ortega, como si tuvieran una naturaleza específica, peculiar, distinta de la masculina; lo cierto es que, más en general, no cabe tener una visión tan “naturalista” del ser humano y de sus realizaciones sociales como la tiene Ortega; el hecho de que sea precisamente Ortega (introductor en la filosofía española de la visión sociohistórica y perspectivista de la realidad humana) el que caiga en este tipo de “errores” (errores para nosotros, no para el intelectual de la época) prueba hasta qué punto estaban difundidos, tenían vigencia en la época esta serie de tópicos, de lugares comunes: ni siquiera Ortega pudo librarse de ellos (y tampoco Marías, su principal discípulo).)

Marías, Introducción a la filosofía, final del apartado 1: “La historia se venga, por la sencilla fuerza de las cosas, de todos los intentos de eludirla”; cualquier intento de presentar una realidad histórica como natural, “eterna”, es doblemente significativo de su propia historicidad y, por ello, anacrónico de raíz.

Apartado 2: Historicidad de los problemas y de las soluciones: hay problemas que aparecen en un determinado momento histórico y que luego dejan de serlo (por ejemplo, el de los universales en la Edad Media), no porque hayan sido resueltos sino porque han dejado de tener interés: ya no son “problemáticos”.