2016.01.16 – Teoría del cabreo

-Teoría del cabreo

1. Existe una tendencia natural al cabreo.

2. Esa tendencia se presenta en distintos grados dependiendo de cada individuo: hay gente más propensa a cabrearse que otra; además, la tendencia se puede reprimir mediante la educación, la autoconciencia, etc.

3. La intensidad de un cabreo está en función tanto de la gravedad del hecho que lo provoca como del grado de “tendencia al cabreo” presente en el individuo cabreado.

4. La gravedad del hecho que provoca un cabreo es relativa al contexto: en un contexto de tranquilidad (pongamos por ejemplo, la vida de un jubilado, o de un rico) el cabreo lo provocarán nimiedades, pero en un contexto más agitado (un divorcio, un despido, etc.) el cabreo lo provocarán sucesos importantes.

5. Conclusión: los hechos no tienen importancia objetiva sino subjetiva, esto es, son importantes porque les damos importancia [en realidad la conclusión es la premisa de la teoría…]

(la teoría del cabreo tendría su correlato en una “teoría del subidón” en la que se mostraría lo mismo pero en relación con las cosas que nos hacen felices).

2013.06.10 – Sobre el grado de historicidad de las interpretaciones / Sobre la crítica filosófica de la visión científica del mundo

Habría que establecer una gradación entre el grado de historicidad de las interpretaciones. Podría hablarse de un “cierre histórico” cuando un texto o un hecho histórico significativo es interpretado en su propio contexto, en sus propias coordenadas y no en las del intérprete; es evidente que la comprensión de ese texto o de ese hecho implica en mayor o menor medida una “empatía”, un cierto grado de reconocimiento: la interpretación siempre se hace desde el presente. Sin embargo, la conciencia de la historicidad del texto interpretado conlleva la asunción de la distancia histórica entre texto e intérprete, de forma que éste quede prevenido de realizar la interpretación conforme a su “espacio conceptual” en lugar de al del texto interpretado.

Ejemplo: estudios sobre el “tema de España” en el 98. Estos parten de una perspectiva esencialista, igual que Ortega, José Antonio o Laín: se indaga sobre la esencia de España desde una perspectiva metafísica, más allá de los condicionantes históricos y sociales. Por ello, los estudios sobre el problema de España en el 98 se mantienen en ese mismo espacio conceptual, anulando la distancia histórica y conceptual respecto de los textos interpretados. Se hizo necesaria la divulgación de la perspectiva historicista y sociológica para poder superar la visión esencialista del “tema de España” y pasar a una consideración crítica y rigurosa, historicista, “desde fuera”. En base a esta nueva perspectiva no cabe hablar de “psicología nacional”, “alma de los pueblos” y otras entelequias propias de esa literatura; además, el uso de esos conceptos pasa a ser una anomalía que debe ser explicada: ¿por qué se tardó tanto en superar esa visión esencialista de España? El problema de España deja de ser actual, al menos en su formulación tradicional: ya no se trata de un problema metafísico (“¡Dios mío!, ¿qué es España?”) sino jurídico, histórico, político, etc.

Otro ejemplo: interpretación de Nietzsche de la tragedia griega. El ensayo de Nietzsche no es una comprensión del mundo griego sino una exposición de la filosofía romántica de base schopenhaueriana, que toma a la cultura griega como pretexto para realizar una interpretación de toda la historia humana.

El paso a la “historicidad” es también el paso a la “cientificidad”: del ensayo de actualidad pasamos al estudio académico, erudito. El “cierre histórico” conlleva la pérdida de actualidad, la toma de conciencia de una distancia histórica insalvable que solo se puede recorrer mediante el conocimiento pormenorizado del espacio conceptual en el que se sitúa el texto estudiado.

(¿En qué medida la ausencia de “cierre histórico” conlleva la ausencia de valor científico? La obra de Laín mantiene su valor a pesar de hacer un tratamiento “actualista” de los autores estudiados. Pero lo mantiene por sus “materiales” antes que por su forma, que por la interpretación que hace de ellos. Leyendo a Laín obtenemos una visión de conjunto de la presencia del tema de España en los autores del 98 que sigue siendo válida en la medida en que se atiene a los propios textos; se mantiene el valor “descriptivo” antes que el interpretativo, a la manera como el valor de las leyes de Kepler o del teorema de Pitágoras permanece al margen de la envoltura mística en la que aparecían envueltos. Del mismo modo, el valor descriptivo e informativo de las obras de Menéndez Pelayo se mantiene al margen de que la interpretación que hace de los textos estudiados resulte anacrónica). (Por tanto, habría valores “trascendentes” en las interpretaciones en la medida en que contienen elementos puramente descriptivos susceptibles de ser reutilizados posteriormente).


Sobre la crítica de la visión lógica y científica del mundo en la modernidad (románticos, Unamuno, Heidegger, etc.): se deja de lado el carácter poiético de la ciencia, lo que tiene de “creación”. En la base de esas críticas está la aceptación de la visión positivista de la ciencia como “descripción de los hechos”, lo que impedía percibir con claridad la dimensión creativa, “estética”, de la actividad científica. Del mismo modo se entiende la ciencia como “representación” y no como actividad creadora, configuradora del mundo. La distancia entre ciencia y arte es mucho menor de la que suponen estos “críticos de la modernidad”. Todas sus ideas sobre la “palabra creadora” podrían aplicarse también a la creación científica en tanto que actividad estética y poiética: la ciencia también es lenguaje, también es creación antes que mera representación. Esta aceptación implícita de la visión positivista de la ciencia también conlleva la incapacidad de percibir los valores estéticos de las construcciones científicas: no se percibe su “belleza” o su ingenio.

Dicho de modo: los ataques a la lógica y a la ciencia lo son en realidad al positivismo.

2012.07.07 – Lo central y lo marginal en la historia. Verdad e historicidad

El concepto de intrahistoria sería perfectamente aplicable a la historia de la ciencia: más allá de los grandes nombres, de los teóricos de moda, los que realmente hacen avanzar la ciencia son los que componen la masa anónima, los “proletarios” de la ciencia encargados de investigaciones pequeñas y aparentemente insignificantes, pero minuciosas y rigurosas, con un valor científico mucho mayor que las especulaciones más o menos gratuitas con las que el star-system académico consigue llamar la atención más allá de su propio ámbito académico.

Es curioso comprobar cómo muchos de los autores más célebres del siglo XX son ensayistas, especuladores, diletantes que se aprovechan del conocimiento acumulado por las “masas anónimas”: Ortega, Spengler, Foucault, etc. Por mucho que su labor se justifique como filosófica, esto es, como no científica, lo cierto es que su celebridad, su éxito en vida, se debe en gran parte al aprovechamiento del saber acumulado por el trabajo sucio de otros. Por desgracia, el prestigio social y el interés del público por este tipo de obras siempre será mucho mayor que el que se sienta hacia los trabajos más especializados y rigurosos: para tener un éxito amplio de público no queda más remedio que crear una obra no especializada; en la medida en que en la ciencia moderna la especialización es una condición de posibilidad de la creación científica, estas obras son por definición no científicas. Por tanto, una obra científica no puede ser un best-seller (lo cual puede comprobarse en la práctica; los científicos solo han alcanzado la celebridad y el éxito de ventas con escritos divulgativos, como la Historia del tiempo de Hawking, o con textos en los que la ciencia sirve de base a reflexiones filosóficas, como El azar y la necesidad, de Monod).

Lo central y lo marginal en los conceptos historiográficos: cuando se establece y se desarrolla un concepto (p. ej. “generación del 98”, “grupo de Escorial”, etc.) se señalan unos determinados materiales históricos (en este caso, unas personas) como principales y otros, los que no son comprendidos dentro del grupo, como marginales, condenados tan sólo a ser el telón de fondo de los protagonistas del relato. Por ello, toda conceptualización historiográfica es una selección, una discriminación entre lo central y lo marginal; a ella siempre le es consustancial una jerarquía entre lo relevante y lo que no lo es, lo que merece la atención del historiador y lo que no la merece, o la merece de un modo secundario y relativo. Es en esta dimensión “metahistoriográfica”, de selección de la realidad estudiada, de valoración previa de la realidad histórica, donde más operan los valores ideológicos no sólo del investigador, sino de todo el campo académico: de la misma forma que en las investigaciones literarias está presente un “canon”, una jerarquía entre aquellos autores y obras que merecen atención prioritaria y aquellos otros que no la merecen, también en un nivel más general cabe hablar de un “canon” de realidades historiográficas, de materias y materiales históricos más interesantes que otros. La evolución de la disciplina conlleva necesariamente modificaciones en ese canon (p. ej. con la difusión de la visión marxista de la historia pasan a ser centrales los materiales económicos; con la difusión de la historia de la vida cotidiana pasan a serlo los textos literarios, biográficos, etc.).

Lo importante de todo esto es que de estos dos niveles, el de la investigación propiamente dicha y el de la selección de la investigación y lo investigado (método y objeto), tan sólo el primero es susceptible de un análisis científico, explicativo: las afirmaciones del texto historiográfico sobre los materiales históricos son susceptibles de ser consideradas verdaderas o falsas; sin embargo, en el otro plano, el de la selección del método y objeto de estudio, no cabe ese tipo de planteamiento: este plano se sitúa más allá de la visión positivista de la historia. Pese a ello, le es indispensable como su condición de posibilidad. Por tanto, queda demostrado que en el análisis de la realidad histórica hay dos planos de distinta entidad epistemológica. (Lo mismo podría decirse de los estudios literarios y, en general, de cualquier estudio de materiales históricos).

Dos planos: el de la investigación y el de la selección (del método, del objeto (finalidad), de los materiales). Diferente nivel metodológico: en el primero cabe la discusión científica, en el segundo no, la discusión es necesariamente ideológica, no es posible llegar a consensos basados en pruebas empíricas (o en el concepto de prueba empírica, de verificación o falsación).

Además de estos dos planos hay que tener en cuenta todas las afirmaciones que en el texto resultado de la investigación se refieren a cuestiones no susceptibles de consenso científico (valoración de personas, obras y sucesos, etc.). En realidad ese plano “positivo” solo afecta a los “enunciados nucleares” sobre los materiales históricos, del tipo “el 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de Estado”. Todo lo demás es interpretativo, susceptible de discusión. Desde este punto de vista, el plano “positivo” es el de menor relevancia, ya que los hechos históricos son “usados” para conformar un relato con una determinada finalidad ideológica (se cuenta porque se considera interesante desde la perspectiva del investigador, por ser ilustración de una tesis teórica más general o por otro motivo). Sin embargo, a la larga es esa acumulación de “datos” lo que hace progresar la historia, lo que explica que, más allá del cambio de “paradigmas” y de la evolución ideológica de los historiadores, pueda hablarse de un avance. No se trata de que se comprenda mejor una época, un personaje o un hecho histórico: lo que sí es cierto es que se saben más cosas, con mejor detalle y con mayor rigor.

La filosofía de la comprensión (hermenéutica) ha puesto en exceso el acento en los aspectos “ideológicos” de la investigación histórica, despreciando el lado positivista, la historia en tanto que relato de hechos históricos (el aspecto en el que la historia más se acerca a las ciencias naturales). Hay motivos ideológicos que explican esa consideración de lo positivo como marginal: necesidad de distinguirse del cientificismo para evitar la hegemonía de las ciencias naturales sobre las humanas, razones ideológicas de todo tipo (humanismo, idealismo, etc.): la defensa de las “ciencias del espíritu” es la defensa de todo lo específicamente humano, de la cultura, de toda una ideología que va mucho más allá de la metodología científica. Es necesario “desideologizar” la metodología historiográfica, contemplarla desde una perspectiva más desapasionada, limitándonos a observar en qué se parece el método del historiador al del investigador de la naturaleza. A pesar del énfasis de la mayor parte de la tradición en la separación entre ambas, lo cierto es que hay muchas afinidades; ese silencio nos obliga a subrayarlas, aunque solo sean una parte de la tarea del historiador.

Tomemos como ejemplo La generación del 98, de Laín. La obra se escribe con una evidente intención ideológica: no se trata del “saber por el saber” (esa es la finalidad de la investigación en el ámbito académico “cerrado”: la investigación tiene su justificación en sí misma), la investigación sobre la generación obedece a motivos ideológicos, a la intención de mostrar la “deuda española” de los intelectuales de la generación de Laín con los del 98, analizando de forma crítica su visión de España. Lo que se ofrece es una pauta de interpretación que será seguida por toda una tradición posterior de estudios sobre esos autores (y que no es creada por Laín: ya estaba presente en los análisis de Azorín, Azaña o Salinas). Pese a ello, podemos reconocer en la obra un valor historiográfico: el de la descripción de realidades históricas (los autores y las obras analizadas) y el del análisis de un determinado aspectos de esas vidas y de esas obras (la presencia del tema de España). La ideología de fondo condiciona la percepción y la selección de esos materiales, pero no niega su validez (no se puede decir que Laín falsifica la historia, salvo en casos puntuales de sobreinterpretación, que podrían (o no) ser justificables en base al desconocimiento histórico del contexto inmediato de producción y recepción de los textos). La cuestión principal está en discriminar esos dos planos: el científico y el ideológico. El primero seguiría vigente, el segundo solo tiene valor en tanto que expresión del contexto de producción de la obra, esto es, expresión de la ideología de Laín y de todo un sector de la intelectualidad española de la posguerra (toda obra científica se puede contemplar desde una doble perspectiva: en tanto que obra científica y en tanto que creación histórica; desde la primera perspectiva resulta de plena actualidad, desde la segunda es un anacronismo; en las obras científicas que han perdido toda vigencia solo está presente el valor histórico, de ahí que los científicos no les presten atención).

Primer plano: toda creación humana es por definición histórica y social, resultado de unos condicionamientos históricos y sociales concretos, no trasladables a ningún otro momento histórico o social. Segundo plano: esas creaciones pueden sernos actuales, esto es, podemos ver en ellas valores que nos aparecen como actuales, contemporáneos, más allá de su específico valor historiográfico y sociológico; los ejemplos más importantes son la ciencia y el arte. Ahora bien, esa percepción de lo histórico como actual (en otras palabras, como trascendente, como suprahistórico) es de por sí histórica, esto es, va ligada a las condiciones históricas y sociales del intérprete. Lo trascendente, lo “objetivo”, solo puede aparecer como tal a un sujeto; esto significa que la objetividad, la trascendencia, sólo se da en un contexto histórico y social. El cambio de ese contexto conlleva el cambio de lo que se percibe como trascendente y objetivo; de ahí la sorpresa hacia las teorías vigentes hoy en día que sin embargo fueron despreciadas en el pasado, y hacia las obras de arte hoy admiradas y en su momento despreciadas: nos cuesta entender cómo es posible que en otras épocas no se valoraran, esto es, que hubiera criterios de objetividad y de trascendencia distintos.

  • Atención: ¿lo que cambia es “qué” se considera como objetivo, como trascendente, o los conceptos mismos de “objetividad” y “trascendencia”? Cabría pensar que esto es típico de la modernidad (contraposición sujeto/objeto) pero no de épocas anteriores. En cualquier caso esta cuestión solo tiene interés histórico: desde nuestra situación actual, desde nuestra perspectiva, no podemos pensar en otros términos: nos vemos como sujetos enfrentados con objetos, con una realidad que aspiramos a conocer objetivamente. Ese es el punto de vista de todas las ciencias modernas. Otros puntos de vista pueden ser posibles, pero ya no son científicos.
  • Por otra parte, la “objetividad” no deja de ser en cierto modo una ilusión: consideramos algo como absolutamente verdadero “hasta que no se demuestre lo contrario”, toda verdad científica es susceptible de ser falsada (y así lo prueba la historia de la ciencia). No cabe estar seguro de nada. Además de esa ilusión de permanencia, hacia el futuro, está la permanencia en la otra dirección, en el pasado: nos parece que esas verdades ya eran pensadas del mismo modo por la gente que las formuló en el pasado (por ejemplo, el teorema de Pitágoras). Sin embargo, el cambio de contexto histórico y social conlleva necesariamente la imposibilidad de que esas verdades sean idénticas, sean pensables del mismo modo. Esa identidad entre el teorema formulado por Pitágoras y el que hoy aprendemos en las escuelas es resultado de una reconstrucción realizada desde el presente: en realidad no se trata del mismo teorema, sino que lo percibimos como si fuera el mismo (para empezar, en Pitágoras es un teorema geométrico y no aritmético, una relación entre figuras y no entre cantidades). Lo percibimos como “etic”, pero todo lo “etic” es siempre “emic”, es siempre la creencia o la percepción de un sujeto histórico.
  • Teniendo todo esto en cuenta, ¿por qué unas determinadas realidades históricas se nos aparecen como actuales, como válidas, como “etic”, y otras no? ¿Por qué esa percepción cambia? La respuesta es imposible porque un sujeto no puede contestarla: todo lo que diga, todo lo que piensa y perciba está vinculado necesariamente a su contingencia histórica y social. En el caso del arte podríamos acudir a la permanencia de los valores y realidades sociales que se manifiestan en las obras, o incluso a valores intrínsecos como su calidad técnica o lingüística; en el de la ciencia, a la desconexión de los resultados de la investigación respecto de su “contexto de descubrimiento”. Pero estas son teorías a posteriori que surgen para explicar la realidad inmediata y problemática: la consideración de las teorías científicas y de las obras de arte del pasado como actuales o como desfasadas.

Todo lo anterior se basa en la idea de que el conocimiento se da en un sujeto que necesariamente está ligado a una situación histórica y social que condiciona de forma decisiva el propio conocimiento: no existe conocimiento objetivo, aunque algunos conocimientos se nos aparezcan como tales.

Una tercera forma de suprahistoricidad es la ética, el reconocimiento de la virtud en la conducta humana (cercanía con lo estético; hasta el Romanticismo lo ético se identificaba con lo estético, el Bien con la Belleza; hoy en día se contemplan como esferas autónomas, aunque habría que discutir si esto es realmente así).

Nuestra perspectiva no es normativa sino descriptiva: no pretendemos decir qué es verdadero, qué es correcto o qué es bello; lo único que hacemos es constatar que ciertas realidades históricas son consideradas de este modo. En la medida en que pretendemos estar describiendo una realidad, aspiramos a que nuestra descripción sea considerada como verdadera. No podemos establecer nuevos criterios de suprahistoricidad: necesariamente tenemos que atenernos a los de nuestro momento histórico y social. Entendemos la verdad como correlativa de un consenso entre sujetos autónomos (verdad como intersubjetividad); esa nos parece la descripción más acertada del funcionamiento de la verdad en la sociedad actual: es verdadero aquello sobre lo que todo el mundo está de acuerdo en que es verdadero (habría que matizar muchísimo esta tesis: el consenso no es causa de la verdad, sino su consecuencia; es necesario que haya pruebas, que haya una posibilidad de verificación que respete los presupuestos científicos aceptados).

Deleuze, diferencia entre lo verdadero y lo interesante: el plano de la filosofía sería el de lo interesante, la verdad quedaría reservada a otras esferas como la ciencia (también la verdad en sentido jurídico, o en el sentido de la vida cotidiana). En la medida en que aspiramos a un reconocimiento de una verdad, nuestra perspectiva no es estrictamente filosófica.

Lo que ofrecemos es una “reconstrucción racional”. ¿Realmente puede aspirar a considerarse como verdadera? ¿No habría que conformarse con que se percibiera como interesante? Lo que sí esta claro es que nuestra perspectiva (como la del Deleuze de ¿Qué es filosofía?) es externa, no aspira a establecer “trascendencias” sino a reconocer que ciertos elementos históricos son reconocidos como tales.

Lo que se plantea es el problema de explicar cómo es posible la existencia (o, mejor dicho, la percepción) de ciertas realidades históricas como con valor suprahistórico. En realidad es un problema fundacional en la historia de la filosofía y de la ciencia: el problema de distinguir lo verdadero de lo falso. Lo que cambia es el planteamiento de la cuestión. Hasta ahora, no se discutía la realidad de lo trascendente; con la crisis de la modernidad y la toma de conciencia de la historicidad del hombre y de sus productos, esa trascendencia comienza a percibirse como problema. Ante la evidencia de la historicidad se cuestiona la otra evidencia, la de la permanencia de lo verdadero. (El problema que se planteaba antes era el inverso, lo problemático no era lo trascendente sino lo histórico).

Interesante: el último Zubiri, el último Laín y Rahner sobre el dinamicismo de lo real (emergencia de realidades cada vez más complejas) y el salto que se produce con la aparición del ser humano, del “espíritu”. Se plantea el problema clásico de intentar reducir lo intelectual a lo material.

2012.06.06 – Sobre la verdad

En la actualidad parecería que solo caben dos puntos de vista epistemológicos: el de los postmodernos (“todo es relativo”) y el de los dogmáticos (“existe una verdad objetiva”). Frente a ambas posturas (caricaturas de una realidad mucho más compleja) hay que defender un criterio “procedimental” de verdad que la considere no como una propiedad de los enunciados (o, menos aún, como una característica de la realidad) sino como el resultado de un procedimiento continuo, sin principio ni fin: un proceso de crítica constante. Una verdad solo puede considerarse como tal en la medida en que es susceptible de ser cuestionada (análogo a la diferencia entre ciencia y fe: las verdades científicas son susceptibles de ser “falsadas”).

Dos cuestiones: primero, la necesidad de distinguir entre diversas perspectivas sobre la verdad (verdad subjetiva, inmediata, de nuestros sentidos; verdad científica; verdad jurídica: probar que algo ha pasado; etc.). En cada uno de estos contextos la verdad “se usa” de forma distinta. Segundo, la necesidad de tomar en consideración la dimensión social de la verdad, más evidente en la ciencia o el derecho (sistemas sociales; la ciencia como producción de verdad), pero también presente en el uso cotidiano, subjetivo, de la verdad: los criterios empleados para aceptar algo como verdadero no son innatos sino adquiridos, proceden del entorno histórico y social. Por ello, sería posible realizar una “historia de la verdad”, observando cómo han cambiado los “usos” de la verdad (decadencia de la “verdad religiosa”: milagros, fenómenos sobrenaturales, etc.; predominio progresivo de la “verdad científica”, inicialmente restringida a círculos especializados; la difusión de esa visión científica, “crítica” de la verdad más allá de esos círculos solo se alcanzara mediante la generalización de la enseñanza pública y laica, aunque también hay que tener en cuenta muchos otros factores que afectan a la vida cotidiana: la difusión de las novedades tecnológicas y de los medios de comunicación, etc.

¿En qué medida la verdad puede reducirse a esta perspectiva histórico-sociológica? Si algo nos parece verdadero es porque no tiene solo un valor histórico, de signo del momento en que apareció; las teorías científicas desechadas solo conservan ese valor arqueológico. Por tanto, lo falso sería reducible a ese valor histórico y social; en cambio, lo verdadero trasciende su origen inmediato y se nos aparece con una validez “trascendente” a cualquier época y cualquier contexto. Ahora bien, solo se puede considerar algo como verdadero desde un momento histórico y social concreto: desde una perspectiva radical nunca es posible un conocimiento absoluto; y sin embargo, el conocimiento verdadero se nos aparece como un absoluto, como una anomalía difícil de explicar sin recurrir a una visión metafísica, ahistórica, de la realidad. Es evidente que esa “apariencia de objetividad” es de por sí un fenómeno histórico: los criterios para determinar algo como objetivo han cambiado históricamente y son motivo de discusión entre filósofos y científicos.

Habría que ver la cuestión desde una perspectiva pragmática, considerando la verdad como una propiedad de los enunciados, de actos de habla concretos: la verdad de un enunciado depende de su contexto; la invención de la escritura conlleva una “autonomización” del enunciado respecto de su contexto, con lo que se plantea la cuestión de la verdad de los textos del pasado, de textos que han perdido su contexto (relacionar con críticas a la escritura por parte de Sócrates y Platón, así como con su contrapartida: la sacralización de los textos, presente desde los inicios de la escritura; la escritura como privilegio de una clase selecta, de los altos funcionarios y los sacerdotes; no se trataba de una mera reproducción del lenguaje oral sino de la creación de algo sustancialmente distinto, con voluntad de permanencia: se escribe para la eternidad, para que el mensaje no se pierda nunca).

Dentro de esos textos cabe considerar distintas problemáticas: la de los textos religiosos, literarios, historiográficos, filosóficos, jurídicos o científicos. Cada uno con funciones y características propias (que no se pueden definir “trascendentalmente” sino que varían con el desarrollo de la historia y de las culturas). Lo que nos interesa son los textos científicos. La producción científica del presente es “producción de verdad” (Luhmann), producción de conocimiento que es tomado como verdadero por el resto de la sociedad; el cuestionamiento de esa verdad solo es posible desde dentro del sistema científico y conforme a los métodos y criterios vigentes en el propio sistema (autonomía del sistema). Ahora bien, ¿qué papel desempeñan los textos científicos del pasado? Se trata de textos producidos por un sistema científico distinto, conforme a metodologías y criterios de cientificidad distintos a los actualmente vigentes (en sus fases iniciales, por autores que se sitúan al margen del sistema científico, debido a que todavía no se ha constituido un cuerpo de doctrina y un grupo social consagrado a esa materia). En caso de que no sean “recuperables”, de que hayan perdido toda vigencia, solo tendrán un interés histórico y su estudio será materia exclusiva del historiador de la ciencia o de la cultura; se trataría de textos “falsos”, de enunciados refutados por las teorías científicas vigentes. En caso de que las teorías puedan reinterpretarse como verdaderas, esos textos pasarán a tener la categoría de “precedentes”, de formulaciones iniciales, prematuras y superadas de verdades científicas que hoy en día pueden formularse de forma mucho más precisa; por tanto, aunque se trate de “enunciados verdaderos” sigue primando el interés historiográfico de los textos, ya que desde la perspectiva del investigador es mucho más práctico el conocimiento de las teorías científicas en su formulación actual, a través de los manuales más recientes.

Algo distinto sucede con los textos literarios, historiográficos o filosóficos (la materia de las “ciencias humanas”). Aunque se hayan constituido en disciplinas académicas, con un volumen ingente de conocimientos acumulados, los textos “clásicos” de las disciplinas nunca pierden su vigencia, y su conocimiento directo se considera indispensable para el adecuado conocimiento de la disciplina; no existe la contradicción entre lo histórico y lo actual: el conocimiento de lo actual es conocimiento de lo histórico. ¿A qué se debe esta diferencia?

La distinción entre “ciencias humanas” y “ciencias de la naturaleza” puede entenderse a la luz de este fenómeno.

A pesar de la diferencia innegable entre ambos tipos de ciencia, la interpretación desde el presente de un texto del pasado siempre conlleva una re-contextualización: la obra del pasado se observa desde las perspectivas y en el horizonte de sentido del presente. Además, las interpretaciones posteriores de esas obras también se tienen en consideración como elementos indispensables para la comprensión de esas obras (se interpreta a Platón a la luz de Heidegger, o de cualquiera de los intérpretes actuales).

2011.02.11 – Texto y contexto

Otra vez sobre la dualidad del texto: la escritura como testimonio de su contexto de creación, como remitiéndome siempre, directa o indirectamente, al momento en que se creó, a su condición de creación-de-un-autor-en-un-lugar-en-un-tiempo. Texto y contexto son inseparables.

En nombre del rigor metodológico, el formalismo ruso suprimió ese contexto de sus investigaciones; toda ciencia comienza al establecer una distinción entre lo que pertenece a su campo y lo que queda fuera; desde el formalismo, el contexto queda en manos de historiadores, sociólogos, etc. Existe una historia literaria, eso es innegable, pero esa historia es una historia del lenguaje literario, es una historia “interna”.

Siempre se ha dicho que ello es correlativo de la autonomía del texto en el “modernismo”: el lenguaje remite a sí mismo, no es testimonio de la personalidad del artista, no tiene más fin ni más “mensaje” que su propia expresión lingüística.

Pero se trata de una visión reduccionista (y conservadora) del modernismo, el cual, si por algo se caracteriza, es por su pluralidad interna, su sincretismo. Además de la “literatura comprometida” en su sentido más simple y directo, también es característica la literatura testimonial en relación con el propio escritor: memorias, diarios, autobiografías, etc. Podría considerarse como algo más romántico que moderno, pero ello sería obviar que el romanticismo no es lo anterior a lo moderno, sino una primera fase caracterizada por la presencia central de determinados rasgos que no sólo nunca desaparecen, sino que siguen vigentes y ocasionalmente vuelven a ocupar el centro.

Esto a raíz de Bukowski: vivir la literatura, ser un escritor como algo más que un oficio a la manera de Flaubert. Frente a la centralidad de la perfección formal característica de la literatura “académica”, Bukowski privilegia la naturalidad, la espontaneidad, la literatura como aparente reflejo de lo cotidiano-grotesco. Se pretende reflejar lo real por “poco literario” que pueda parecer. Pero lo cierto es que, a su pesar, la de Bukowski es el típico ejemplo de una vida literaria; incluso podría decirse que Bukowski siempre se la planteó así, conscientemente (cartas de los años 60). De lo que se trata es de tener una “vida vulgar” y contarla de forma coherentemente “vulgar” para así poder trasladar de forma más auténtica que nunca una vida extraordinariamente “literaria”, esto es, anticonvencional. la vida y obra de Bukowski son extraordinarias no en sí mismas, sino en contraste con la vida y obra de los “grandes literatos”: Bukowski sigue la tradición literaria de la bohemia, de los “Max Estrella”, pero con la diferencia de que, en lugar de ser meros emuladores de los “grandes” condenados a la miseria por su falta de personalidad, Bukowski encuentra ese elemento esencial para ganarse el favor de los lectores educados en los cánones del arte moderno: Bukowski comprende que de lo que se trata no es de vivir como un borracho y escribir como Victor Hugo, sino de vivir como un borracho y escribir como un borracho. Es así como consigue ser una gloria literaria moderna, como lo era Victor Hugo en su tiempo.

Pero lo curioso esa autenticidad sólo puede ser valorada como tal por alguien que entienda los cánones del arte precedente: la poesía y la prosa anterior, el modelo de lo que entendemos por “literatura” tal como se estudia y se cultiva en universidades, revistas literarias, etc. Un borracho “de verdad” no encontraría nada de interés en lo que escribe Bukowski: pensaría que eso lo puede escribir cualquiera (igual que se piensa de los cuadros de Picasso). La escritura “alcohólica” de Bukowski sólo puede ser valorada plenamente por los que pertenecemos al mundo que le es más ajeno: estudiosos de la literatura “académica”. Por supuesto, gran parte de sus fans no son tan pretenciosos, pero es una ilusión: esos fans tienen un gran bagaje cultural que “disimulan” por ser conscientes de lo ridículo y antiestético que es ir por ahí dándoselas de pedante intelectualoide.

De su obra parece deducirse que Bukowski era, él mismo, el típico ejemplo de intelectual con remordimientos de conciencia. Su vida de alcohólico, su escritura, su temática… todo no es más que una huida de la “literatura” al académico modo, del modelo de escritor consagrado oficialmente, del “intelectual comprometido”. A Bukowski le hubiera gustado ser un ignorante, de ahí que disimule continuamente lo mucho que le gusta la “alta cultura”: basta con ver la forma aparentemente simplona, vulgar, con que habla de los filósofos, los grandes escritores (Faulkner), la música clásica. No es casual que cierre su diario con la crítica a Shakespeare y Tolstoi.