2016.01.21 – Verdad e historicidad

Tras la crisis de la modernidad (crisis de la visión objetivista, positivista, del conocimiento; desarrollo de la sociología, progresiva conciencia de la historicidad de lo social, etc.) se ha consolidado un “paradigma”, un modo básico de comprensión de la realidad que podríamos llamar “paradigma posmoderno” si no fuera por las discusiones acerca del significado exacto de ese adjetivo. Más allá de la denominación, es evidente en todos los ámbitos de la sociedad (tanto en los ámbitos académicos como en la “esfera pública”) la presencia de una serie de ideas-fuerza más o menos estructuradas en un conjunto ideológico difuso y disperso, pero con cierta coherencia. Una de esas ideas-fuerza es que la objetividad no existe y que el conocimiento, al ser producto de sujetos, es subjetivo y relativo. La verdad depende de las circunstancias históricas y sociales: no hay una verdad eterna, que sea válida al margen del contexto en que se produce.

Esa idea-fuerza tiene su origen en la toma de conciencia, durante el siglo XIX, del carácter histórico y social del conocimiento humano. El papel fundamental en esa toma de conciencia lo tuvo Marx, con la creación y difusión del concepto de “ideología”. Marx distingue el conocimiento verdadero, “científico”, del falso, el “ideológico”, producido por la infraestructura social con objeto de mantener sus propias condiciones de existencia. Posteriormente, el nacimiento y desarrollo de la sociología como ciencia condujeron a la negación de la distinción entre conocimiento científico e ideológico, quitando así las connotaciones negativas del concepto de “ideología”: para Mannheim, y para cualquier sociólogo, todo conocimiento, incluso el veradero, es ideológico, en la medida en que tiene su origen y sustrato en una realidad social. Por tanto, el conocimiento siempre remite a su origen histórico y social. Ahora bien, llevando a sus últimas consecuencia la idea de Mannheim, para que ese carácter ideológico del conocimiento supone también su relatividad: el conocimiento no es objetivo, sino producto de sujetos condicionados por su ideología, lo que parece tener como consecuencia lógica el que los resultados de su investigación sean también relativos y subjetivos.

Desde este punto de vista, lo que nos resulta sorprendente es la permanencia a lo largo de la historia de las verdades científicas, como si fueran inmutables a los cambios históricos y sociales. Ello parece en contradicción con la teoría de la historicidad del conocimiento. Eso es lo que hay que explicar hoy en día: es un hecho que hay conocimiento transhistórico, lo que hay que hacer es entender por qué lo es, por qué somos capaces de trascender la historia.

Curiosamente, antes de la modernidad las verdades científicas no provocaban estos problemas epistemológicos (la novedad está en Kant, el primero que se pregunta por qué es posible la ciencia: influencia de Hume). La ausencia de cuestionamiento se debe al paradigma religioso en el que se vivía: falta de conciencia de la historicidad y el relativismo. Nada más natural que la existencia de verdades inmutables.

Lo que muestra la evolución de los estudios sobre la generación del 98 es que, más allá de los rasgos de la investigación más directamente ideológicos, hay un sustrato de conocimientos básicos sobre los materiales literarios investigados cuya validez se mantiene intacta a lo largo de la polémica: las posturas de los contendientes se fundamentan en un consenso común acerca de la materia de estudio. Además de ese sustrato de “conocimientos empíricos”, el marco de comprensión “epocal” permite una comprensión de la época mucho menos rígida que la enfrentista

Criterios “formales” para preferir la perspectiva epocal sobre la enfrentista.

Pero también hay “criterios materiales”: se ha demostrado como falsa la influencia del Desastre sobre los noventayochistas, y el enfrentamiento modernistas-noventayochistas, ni siquiera considerada como un enfrentamiento “etic”, producto tan solo de la perspectiva de los lectores.

2008.04.30 – La vida como obra de arte

La vida como obra de arte.

La discusión sobre el autor se ha centrado en si considerarlo o no como parte necesaria para la comprensión adecuada de la obra literaria. Pero lo que debería plantearse es la pregunta inversa: ¿es la obra literaria parte necesaria para comprender al autor? ¿No podría ser el autor el objeto de nuestro interés, y la obra un medio para acercarnos a él?

Típico de la literatura moderna: la creación literaria como testimonio personal. Nadie lleva tan lejos esta idea como Unamuno, pero fuera de España existen otros casos, literatura eminentemente autobiográfica.

Ética / estética, el ideal estético como ideal de existencia.

Ortega: el hombre como protagonista de una novela, su vida; novela que debe escribir él mismo a través de sus actos.

¿Cómo puede compaginarse esta visión de la literatura con su autonomía?

Coincidencia en el mismo autor: Valle-Inclán, creación autónoma (no tiene nada de autobiográfica, de testimonio personal), y a la vez también vivencia artística, personaje público consciente de serlo, “farsante” tanto como Unamuno.

Final de La náusea de Sartre, redención de la existencia mediante la escritura, la objetivación. Idéntico a Unamuno.

Entrevista a Dalí, sus cuadros no tienen ningún valor técnico o artístico, su interés está en ser obra de Dalí, es eso lo que los hace geniales.

Duchamp, la renuncia al arte como suprema obra artística.

2013.06.10 – Sobre el grado de historicidad de las interpretaciones / Sobre la crítica filosófica de la visión científica del mundo

Habría que establecer una gradación entre el grado de historicidad de las interpretaciones. Podría hablarse de un “cierre histórico” cuando un texto o un hecho histórico significativo es interpretado en su propio contexto, en sus propias coordenadas y no en las del intérprete; es evidente que la comprensión de ese texto o de ese hecho implica en mayor o menor medida una “empatía”, un cierto grado de reconocimiento: la interpretación siempre se hace desde el presente. Sin embargo, la conciencia de la historicidad del texto interpretado conlleva la asunción de la distancia histórica entre texto e intérprete, de forma que éste quede prevenido de realizar la interpretación conforme a su “espacio conceptual” en lugar de al del texto interpretado.

Ejemplo: estudios sobre el “tema de España” en el 98. Estos parten de una perspectiva esencialista, igual que Ortega, José Antonio o Laín: se indaga sobre la esencia de España desde una perspectiva metafísica, más allá de los condicionantes históricos y sociales. Por ello, los estudios sobre el problema de España en el 98 se mantienen en ese mismo espacio conceptual, anulando la distancia histórica y conceptual respecto de los textos interpretados. Se hizo necesaria la divulgación de la perspectiva historicista y sociológica para poder superar la visión esencialista del “tema de España” y pasar a una consideración crítica y rigurosa, historicista, “desde fuera”. En base a esta nueva perspectiva no cabe hablar de “psicología nacional”, “alma de los pueblos” y otras entelequias propias de esa literatura; además, el uso de esos conceptos pasa a ser una anomalía que debe ser explicada: ¿por qué se tardó tanto en superar esa visión esencialista de España? El problema de España deja de ser actual, al menos en su formulación tradicional: ya no se trata de un problema metafísico (“¡Dios mío!, ¿qué es España?”) sino jurídico, histórico, político, etc.

Otro ejemplo: interpretación de Nietzsche de la tragedia griega. El ensayo de Nietzsche no es una comprensión del mundo griego sino una exposición de la filosofía romántica de base schopenhaueriana, que toma a la cultura griega como pretexto para realizar una interpretación de toda la historia humana.

El paso a la “historicidad” es también el paso a la “cientificidad”: del ensayo de actualidad pasamos al estudio académico, erudito. El “cierre histórico” conlleva la pérdida de actualidad, la toma de conciencia de una distancia histórica insalvable que solo se puede recorrer mediante el conocimiento pormenorizado del espacio conceptual en el que se sitúa el texto estudiado.

(¿En qué medida la ausencia de “cierre histórico” conlleva la ausencia de valor científico? La obra de Laín mantiene su valor a pesar de hacer un tratamiento “actualista” de los autores estudiados. Pero lo mantiene por sus “materiales” antes que por su forma, que por la interpretación que hace de ellos. Leyendo a Laín obtenemos una visión de conjunto de la presencia del tema de España en los autores del 98 que sigue siendo válida en la medida en que se atiene a los propios textos; se mantiene el valor “descriptivo” antes que el interpretativo, a la manera como el valor de las leyes de Kepler o del teorema de Pitágoras permanece al margen de la envoltura mística en la que aparecían envueltos. Del mismo modo, el valor descriptivo e informativo de las obras de Menéndez Pelayo se mantiene al margen de que la interpretación que hace de los textos estudiados resulte anacrónica). (Por tanto, habría valores “trascendentes” en las interpretaciones en la medida en que contienen elementos puramente descriptivos susceptibles de ser reutilizados posteriormente).


Sobre la crítica de la visión lógica y científica del mundo en la modernidad (románticos, Unamuno, Heidegger, etc.): se deja de lado el carácter poiético de la ciencia, lo que tiene de “creación”. En la base de esas críticas está la aceptación de la visión positivista de la ciencia como “descripción de los hechos”, lo que impedía percibir con claridad la dimensión creativa, “estética”, de la actividad científica. Del mismo modo se entiende la ciencia como “representación” y no como actividad creadora, configuradora del mundo. La distancia entre ciencia y arte es mucho menor de la que suponen estos “críticos de la modernidad”. Todas sus ideas sobre la “palabra creadora” podrían aplicarse también a la creación científica en tanto que actividad estética y poiética: la ciencia también es lenguaje, también es creación antes que mera representación. Esta aceptación implícita de la visión positivista de la ciencia también conlleva la incapacidad de percibir los valores estéticos de las construcciones científicas: no se percibe su “belleza” o su ingenio.

Dicho de modo: los ataques a la lógica y a la ciencia lo son en realidad al positivismo.

2012.07.05 – Hechos e interpretaciones en la historiografía

Las filosofía de las “ciencias del espíritu” (Dilthey, etc.) ponía el énfasis en la “comprensión de valores”: la vida y la cultura no se podrían reducir a “hechos”, ya que de las realidades humanas son componente esencial los “valores”.

Sin embargo, cuando observamos una obra historiográfica percibimos con meridiana claridad que la base de toda la obra es la exposición de unos determinados hechos históricos, entre los cuales se establece una conexión de sentido. El plano de los “valores” opera sobre todo en los criterios elegidos para seleccionar esos hechos históricos: qué se considera relevante y central y qué se desecha como irrelevante o marginal. Pero esa discriminación entre los hechos no afecta a la verdad o falsedad de los mismos. Hay, por tanto, una dimensión “fáctica” en toda obra historiográfica, un plano de los “hechos puros” valorable conforme a criterios científicos.

El problema estriba en la interpretación de esos hechos: ¿cuáles son los límites de esa interpretación? ¿Bajo qué criterios debemos considerarlas viables o absurdas?