2013.06.10 – Sobre el grado de historicidad de las interpretaciones / Sobre la crítica filosófica de la visión científica del mundo

Habría que establecer una gradación entre el grado de historicidad de las interpretaciones. Podría hablarse de un “cierre histórico” cuando un texto o un hecho histórico significativo es interpretado en su propio contexto, en sus propias coordenadas y no en las del intérprete; es evidente que la comprensión de ese texto o de ese hecho implica en mayor o menor medida una “empatía”, un cierto grado de reconocimiento: la interpretación siempre se hace desde el presente. Sin embargo, la conciencia de la historicidad del texto interpretado conlleva la asunción de la distancia histórica entre texto e intérprete, de forma que éste quede prevenido de realizar la interpretación conforme a su “espacio conceptual” en lugar de al del texto interpretado.

Ejemplo: estudios sobre el “tema de España” en el 98. Estos parten de una perspectiva esencialista, igual que Ortega, José Antonio o Laín: se indaga sobre la esencia de España desde una perspectiva metafísica, más allá de los condicionantes históricos y sociales. Por ello, los estudios sobre el problema de España en el 98 se mantienen en ese mismo espacio conceptual, anulando la distancia histórica y conceptual respecto de los textos interpretados. Se hizo necesaria la divulgación de la perspectiva historicista y sociológica para poder superar la visión esencialista del “tema de España” y pasar a una consideración crítica y rigurosa, historicista, “desde fuera”. En base a esta nueva perspectiva no cabe hablar de “psicología nacional”, “alma de los pueblos” y otras entelequias propias de esa literatura; además, el uso de esos conceptos pasa a ser una anomalía que debe ser explicada: ¿por qué se tardó tanto en superar esa visión esencialista de España? El problema de España deja de ser actual, al menos en su formulación tradicional: ya no se trata de un problema metafísico (“¡Dios mío!, ¿qué es España?”) sino jurídico, histórico, político, etc.

Otro ejemplo: interpretación de Nietzsche de la tragedia griega. El ensayo de Nietzsche no es una comprensión del mundo griego sino una exposición de la filosofía romántica de base schopenhaueriana, que toma a la cultura griega como pretexto para realizar una interpretación de toda la historia humana.

El paso a la “historicidad” es también el paso a la “cientificidad”: del ensayo de actualidad pasamos al estudio académico, erudito. El “cierre histórico” conlleva la pérdida de actualidad, la toma de conciencia de una distancia histórica insalvable que solo se puede recorrer mediante el conocimiento pormenorizado del espacio conceptual en el que se sitúa el texto estudiado.

(¿En qué medida la ausencia de “cierre histórico” conlleva la ausencia de valor científico? La obra de Laín mantiene su valor a pesar de hacer un tratamiento “actualista” de los autores estudiados. Pero lo mantiene por sus “materiales” antes que por su forma, que por la interpretación que hace de ellos. Leyendo a Laín obtenemos una visión de conjunto de la presencia del tema de España en los autores del 98 que sigue siendo válida en la medida en que se atiene a los propios textos; se mantiene el valor “descriptivo” antes que el interpretativo, a la manera como el valor de las leyes de Kepler o del teorema de Pitágoras permanece al margen de la envoltura mística en la que aparecían envueltos. Del mismo modo, el valor descriptivo e informativo de las obras de Menéndez Pelayo se mantiene al margen de que la interpretación que hace de los textos estudiados resulte anacrónica). (Por tanto, habría valores “trascendentes” en las interpretaciones en la medida en que contienen elementos puramente descriptivos susceptibles de ser reutilizados posteriormente).


Sobre la crítica de la visión lógica y científica del mundo en la modernidad (románticos, Unamuno, Heidegger, etc.): se deja de lado el carácter poiético de la ciencia, lo que tiene de “creación”. En la base de esas críticas está la aceptación de la visión positivista de la ciencia como “descripción de los hechos”, lo que impedía percibir con claridad la dimensión creativa, “estética”, de la actividad científica. Del mismo modo se entiende la ciencia como “representación” y no como actividad creadora, configuradora del mundo. La distancia entre ciencia y arte es mucho menor de la que suponen estos “críticos de la modernidad”. Todas sus ideas sobre la “palabra creadora” podrían aplicarse también a la creación científica en tanto que actividad estética y poiética: la ciencia también es lenguaje, también es creación antes que mera representación. Esta aceptación implícita de la visión positivista de la ciencia también conlleva la incapacidad de percibir los valores estéticos de las construcciones científicas: no se percibe su “belleza” o su ingenio.

Dicho de modo: los ataques a la lógica y a la ciencia lo son en realidad al positivismo.

2013.05.15 – En torno a la polémica sobre «El nacimiento de la tragedia», de Nietzsche: ciencia y filosofía

Sobre la polémica acerca de El nacimiento de la tragedia, de Nietzsche: desde la perspectiva sociológica es un ejemplo prototípico de la lucha académica por el “cierre” de la disciplina, por mantener el modelo de la “hormiga” científica, trabajadora paciente y “poco ruidosa”, frente al modelo de la “cigarra” diletante que va más allá del círculo de la disciplina para aspirar a una cosmovisión, una filosofía que toma la filología tan solo como un punto de partida. Nietzsche se enfrenta con el espíritu mismo de la ciencia moderna, el espíritu de “mediocridad”, del trabajo ingente para recoger datos y analizarlos con una finalidad “intraacadémica”: se investigan cosas que solo interesan a los propios investigadores. Los críticos de Nietzsche tenían razón: lo que se proponía era la anulación de la conquista del espacio científico y académico propio de la filosofía. En realidad la visión de Nietzsche de la filología se parece al uso premoderno de los conocimientos “científicos” como ejemplo o pretexto para todo tipo de elucubraciones religiosas o metafísicas: los hechos científicos no son considerados interesantes en sí mismos, sino solo cuando se ponen al servicio de intereses “superiores”. En resumen, lo que está en juego en la disputa sobre El nacimiento de la tragedia es la autonomía de la ciencia frente a la tradicional aspiración de la filosofía de erigirse en la sabiduría suprema que se sirve de los conocimientos científicos como base; la ciencia no sería un fin en sí mismo, sino tan solo un medio al servicio de lo realmente importante.

Lo cierto es que, desde el punto de vista de nuestra percepción histórica, parecería que Nietzsche tenía razón: éste es mucho más popular que los filólogos de la época, y El nacimiento de la tragedia tiene un interés, una difusión y una actualidad mucho mayores que los trabajos filológicos rigurosos de la época, que solo interesan a los interesados en la historia de la filología. Sin embargo, esa impresión procede precisamente de nuestra posición en el espacio social: nos interesa Nietzsche porque está fuera del ámbito científico, igual que nosotros. La ciencia se hace para los científicos, pero la filosofía (al menos, la filosofía entendida a la manera de Nietzsche, como “salvación”, como iluminación) se hace “para todos los públicos”, se presenta como algo de interés universal (algo típico de toda la tradición filosófica: frente a cualquier especialización, el filósofo se presenta como el que lo abarca todo para ofrecernos lo realmente importante, lo que interesa a todo el mundo).

El prestigio social de la filosofía podría derivarse de esa “ausencia de cierre”; es más, podría decirse que la característica esencial de la filosofía desde la perspectiva actual es precisamente su falta de especialización: el filósofo lo abarca todo, nada le es ajeno, de ahí que cualquier “diletante” pueda verse interesado en su obra. Al mismo tiempo ese amplísimo público potencial está en relación directa con el prestigio social de la filosofía: a mayor público, mayor prestigio, mayor difusión y repercusión. Frente a esta “filosofía para todos” está la filosofía académica, representada por la tradición escolástica medieval y por la “filosofía filológica” de la actualidad, altamente especializada: filosofía para filósofos. Pero los filósofos que alcanzan auténtica repercusión son los que van más allá de los intereses académicos para saltar a la “esfera pública” con ideas que interesan a todos. Quizás el éxito del ensayismo filosófico francés se deba en gran medida en su habilidad para salir de la esfera propiamente académica en busca de un público lo más amplio posible, aunque también habría que tener en cuenta la importancia de las campañas editoriales y periodísticas que hacen que unos autores sean más difundidos que otros. El éxito en vida de autores como Derrida, Foucault o Barthes debería ser analizado desde un punto de vista sociológico: la explicación de su éxito no es solo interna, en base a su lenguaje, ideas y pretensiones, sino también externa, en función del contexto editorial y periodístico. En cualquier caso, los grandes nombres de la filosofía son casi sin excepción los que han salido del círculo de la “academia” para abrirse a la esfera pública: el canon filosófico lo forman los “filósofos públicos” (una clave para entender la escasa repercusión mediática de Gustavo Bueno: tanto por sus características internas (dificultad terminológica, búsqueda de un público altamente especializado, situación en una tradición filosófica académica) como externas (falta de actualidad de sus planteamientos en relación con las “modas intelectuales” vigentes, “incorrección política” de sus puntos de vista, aislamiento geográfico y académico) es el prototipo de “filósofo académico”; la difusión de sus obras más recientes, de carácter más “público”, se debe más a intereses políticos que propiamente filosóficos, y son reseñados más como curiosidad intelectual que como algo realmente importante).

2013.05.03 – Sobre la autonomía de las ciencias del lenguaje

Sobre la autonomía de las ciencias: ejemplo de la lingüística, en la que se han perfilado con nitidez distintos niveles de análisis: fonético, fonológico, morfológico, sintáctico, pragmático; todos ellos son irreductibles entre sí, a pesar de los intentos que se han realizado desde algunas de esas disciplinas, especialmente desde la pragmática (Grice). El análisis fonológico de una expresión no nos dice nada sobre su posible análisis morfológico, pero sin embargo la distinción entre fonemas presupone la diferencia de significado: la autonomía de cada estrato es siempre una autonomía relativa, en interacción continua con otras disciplinas lingüísticas y extralingüísticas (p. ej. el contexto histórico y social). La “clausura” de cada disciplina nunca es completa, al menos a nivel teórico, epistemológico, ya que en la práctica los científicos sí que operan con relativa indiferencia hacia las otras disciplinas (no puede ser de otra manera: un científico tiene que “ir a lo suyo”: Kuhn).

Buscar dentro de la lingüística análisis epistemológicos sobre la diferenciación interna de la disciplina y sobre la relación entre los diferentes estratos y las distintas tradiciones de investigación. Posible pirámide de disciplinas: fonética, fonología, morfología, sintaxis, pragmática, análisis literario… y las disciplinas sociológicas e históricas como variantes diatópicas y diacrónicas de cada uno de los estratos (debe haber muchas más similitudes metodológicas entre la historia del lenguaje y la historia de la literatura que entre la fonética y la pragmática).

Analogía con lo que sucede en las ciencias de la naturaleza: física, química, geología, biología, etc.

2012.08.11 – Una cita de Gustavo Bueno: filosofía mundana y filosofía académica

Gustavo Bueno, El sentido de la vida, p. 8: la “filosofía mundana” como opuesta a la “filosofía académica”. “La «filosofía mundana» brota del tráfico propio de la vida política, científica, incluso religiosa (en ciertos estadios de su desarrollo) y, sobre todo, la filosofía mundana no se expresa por medio de «lecciones» o de «lecturas». Son «lecturas» [las que forman el libro] que están más cerca, indudablemente, de la «filosofía académica», pero siempre que no se interprete este concepto (como es frecuente) como un sinónimo de la «filosofía universitaria».

Por filosofía académica entendemos nosotros, con todo el derecho que nos confiere la historia, la filosofía de tradición platónica. Platón fue el fundador de la Academia, y con ella, de un método característico de filosofar: el método dialéctico. Un método que comporta, entre otras cosas, la exposición del «estado de la cuestión» en el presente (científico, político, religioso, &c.), la determinación de las diversas alternativas (generalmente en la forma de una taxonomía de teorías, o, en general, de una «teoría de teorías» pertinente) y el análisis crítico de todas ellas, tomando partido, si es posible, por alguna, bien sea atraídos por la evidencia intrínseca de sus fundamentos positivos, bien sea huyendo de la debilidad de los fundamentos que apreciemos en las alternativas rechazadas.

Platón, en la Academia, instituyó el método formal de proceder de una filosofía que, hasta entonces, se había manifestado «informalmente» en la plaza pública, como «filosofía mundana». Sócrates es la encarnación más pura de este modo «mundano» de filosofar. Un modo mundano que no podía acabar con Sócrates: de hecho renace una y otra vez en cualquier tiempo. Pero también es verdad que esta misma filosofía mundana inspira, desde su propio ejercicio, la conveniencia de crear instituciones (o de reutilizar instituciones ya establecidas, [p. 9] incluyendo aquí la casa de Calias) como espacios capaces de favorecer y desarrollar su propia vida. El mismo Sócrates había hablado ya, aunque irónicamente, de esta conveniencia:

«Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor, y que necesita tener ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas.» (Platón, Apología de Sócrates, 36d)

Lo había dicho irónicamente, como previendo que la «institucionalización» de la filosofía abriría una dialéctica en virtud de la cual la «conveniencia» llevaría aparejada, como el reverso al anverso, una «inconveniencia» de alcance muy diverso, y, en el límite, la de-generación de la filosofía, a partir precisamente del «cierre sobre ella misma» (o, lo que es lo mismo, a partir de su alejamiento de la filosofía mundana del presente). A este «cierre sobre sí misma» podrá llegar la filosofía institucionalizada de muchas maneras: la primera, por la vía del dogmatismo; la segunda por la vía del engolfamiento en su propia tradición histórica. Estas dos vías permitirían hacer creer a la filosofía institucionalizada que ella, viviendo exenta del presente que la envuelve, puede alimentarse de sí misma, de sus principios axiomáticos o de su misma sustancia histórica.

En cualquier caso, será preciso constatar que, en muy poco tiempo, el proceso de institucionalización de la filosofía iniciado por la Academia platónica fue extendiéndose a un ritmo constante. Todo sucedió como si el propio poder político hubiese atendido a la irónica propuesta de Sócrates. En Alejandría, en Roma, en el Imperio de Oriente (sin perjuicio del paréntesis abierto por Justiniano) y, desde luego, en el ámbito de la Iglesia católica o del Islam, la filosofía fue institucionalizándose en formas cada vez más rígidas, como filosofía escolástica. Dicho de otro modo: alcanzó la situación de una «filosofía administrada» por las instituciones privadas, por las instituciones públicas o por las eclesiásticas.

A diferencia de la «espontánea» y, por así decir, arbitraria o asistemática forma propia del filosofar mundano (a partir de la política, de la ciencia, de la medicina, del ejercicio de la abogacía, &c.), la filosofía fue «sometida» a una organización sistemática, a una «programación», a una ratio studiorum, que no tendríamos tampoco por qué descalificar a priori, desde el punto de vista filosófico. Por el contrario, la filosofía administrada, como resultado de una dialéctica propia, habrá contribuido decisivamente a alcanzar el rigor y la precisión en los análisis de las ideas que la historia nos ha arrojado, y que son inalcanzables en su vida mundana. Pero, simultáneamente, la tendencia de la filosofía administrada a aislarse de la filosofía mundana del presente (que es siempre fuente suya) y la tendencia a acogerse a los intereses de la «Administración» que la ha incorporado a sus fines propios, orientará su evolución hacia formas anquilosadas y la conver- [p. 10] tirá en vehículo meramente ideológico (aun cuando tampoco se reduzca, en modo alguno, a este servicio). No puede olvidarse que esa serie de grandes filósofos que son considerados habitualmente como los fundadores de la filosofía moderna (Francisco Bacon, Descartes, Espinosa, Leibniz, &c.) actuaron al margen de la «filosofía administrada», concretamente al margen de la Universidad. Ni Bacon, ni Descartes, ni Espinosa, ni Leibniz fueron «filósofos universitarios».

Ahora bien: la misma dialéctica que determinó la constitución de la filosofía como «filosofía administrada» determina también la tendencia a una diversificación de la filosofía, en este régimen, en dos direcciones hasta cierto punto divergentes: la que conduce a su «ensimismamiento» (si puede hablarse así) en el conjunto de la sociedad que la sostiene, y la que conduce a su «apertura» constante hacia esa misma sociedad.

La «filosofía ensimismada», como institución administrada (y tendiente por cierto hacia la autoadministración), es la que cree poder nutrirse de su propia sustancia, de sus principios o de su historia; la que confía que el decurso de su desarrollo autónomo será el proceso mismo de una progresiva aproximación «a la verdad».

La «filosofía abierta» actuará, en cambio, con la voz dirigida, desde el principio, hacia el público que la rodea.

Las formas sociológicas e históricas en las que se manifiestan estas dos direcciones de la «filosofía administrada» son muy diversas; pero sólo tomaremos en cuenta aquí las formas hoy más notorias o significativas (en España y en otros muchos países europeos), a saber, la Universidad y las Instituciones (o Institutos) de Enseñanza secundaria. No se trata de establecer una correspondencia biunívoca, pero sí de subrayar que, por estructura, la filosofía administrada por la Universidad tiende a «ensimismarse», mientras que la filosofía administrada por las Instituciones secundarias, tiende a «abrirse». Y estas tendencias (decimos: tendencias) se explican muy bien desde nuestras premisas:

La filosofía universitaria, que en modo alguno debe confundirse con la filosofía académica, tiende, por estructura, a ser una filosofía «de profesores para profesores». Y ello debido a que el público que acude a sus aulas es, en su inmensa mayoría, un público formado por futuros profesores que, aun cuando no vayan a dedicarse a la Universidad, sin embargo está formándose en un ambiente en el cual las exposiciones, los análisis, los debates, las publicaciones, se mantienen en el círculo de los profesores de filosofía que conviven con otros profesores de filosofía. Es obvio que esta situación es la que hace posible el cultivo, cada vez más refinado, de un saber de especialistas, que es, o tiene que ser, eminentemente doxográfico-filológico, precisamente para que el «ensimismamiento» pueda mantenerse y alimentarse con las realizaciones propias (que, de otro modo, desde luego, no se producirían).

La filosofía administrada por las Instituciones consagradas a la enseñanza secundaria, en cambio, se dirige a un público en principio no definido profesionalmente. Esto significa que el público de los Institutos representa en realidad «a toda la nación», simbolizada en los jóvenes que todavía no se han profesionalizado. La enseñanza secundaria obligatoria así lo reconoce de hecho: el Instituto [p. 11] es un fractal de la Nación. En él, el «profesor de filosofía» no puede vivir ensimismado en el círculo de los profesores de filosofía, sino que se ve obligado a con-vivir con profesores de otras disciplinas científicas o literarias. Y sus alumnos no son futuros profesores de filosofía, sino futuros electricistas, sacerdotes, médicos, políticos, aviadores, militares, empresarios… o desempleados.

La gran dificultad estriba en acertar con fórmulas capaces de representar el sentido exacto de las diferencias entre estas dos formas de la filosofía administrada, porque los peligros de aplicar al caso fórmulas inadecuadas, que todo lo confunden, son muy grandes. Subrayamos los dos siguientes:

El primer peligro es el utilizar la distinción entre los conceptos de filosofía académica y filosofía mundana para expresar la diferencia entre los dos modos de comportarse la filosofía administrada, como si la «filosofía universitaria» fuese precisamente la filosofía académica, mientras que la «filosofía abierta» debiera entenderse como una filosofía mundana. Sin duda, así lo entienden algunos profesores de filosofía, que tratan a sus alumnos como si fueran las fuentes de la verdadera sabiduría ética o metafísica. Pero, según lo que hemos dicho, no hay ninguna razón para que la «filosofía abierta» no sea, y no deba ser también, filosofía académica.

El segundo peligro es acaso todavía mayor. Procede de la utilización de la distinción, común en la «administración de las disciplinas científicas», entre un nivel universitario (el propiamente científico, al menos en teoría) y un nivel medio (en el que la ciencia deja paso a la divulgación y, a lo sumo, a la formación general de los futuros investigadores).

De acuerdo con este criterio es frecuente sobrentender que la filosofía universitaria representa el «nivel superior» (auténticamente filosófico o, acaso, incluso científico) mientras que a la filosofía del Instituto le corresponderá sólo el nivel propio de la divulgación de los estudios superiores.

La confusión que este modo de entender las relaciones entre las dos formas de la filosofía administrada que hemos distinguido es fatal. El profesor de filosofía de Instituto que se guíe por este modo de entender, tenderá a condensar los contenidos universitarios (prácticamente: su doxografía) y verá cómo fracasa en el intento una y otra vez. Y lo que es peor: si dice tener, como es frecuente, «vocación filosófica», verá sus tareas en la enseñanza media como una simple pérdida de tiempo: su «vocación» o «misión» de filósofo no tiene que ver nada, pensará, con la «cura de almas adolescentes», sino con la «investigación»; y ésta ha de hacerla en la Universidad o, por lo menos, fuera del Instituto. Muchos profesores de filosofía se consideran fracasados como filósofos precisamente por tener que permanecer ligados al Instituto.

Es necesario destruir por completo semejantes esquemas confusionarios. La filosofía no es una ciencia: por consiguiente, no cabe distinguir en ella un nivel de «investigación» y un nivel de «divulgación». Cuando la filosofía se hace «ciencia» es precisamente cuando deja de ser filosofía, convirtiéndose en filología o en doxografía (una especialidad, por otro lado, imprescindible). Y deja de ser filosofía en virtud de la dialéctica interna de la que ya hemos hablado: su necesario alejamiento de las fuentes mundanas, elementales; alejamiento simultáneo al pro- [p. 12] ceso de com-posición [sic] o análisis de unas ideas o sistemas, dadas por la tradición, con otras ideas o sistemas. Por tanto, por su tendencia al alejamiento de los principios «elementales» a medida que ella se interna en las construcciones ya formadas sobre tales elementos.

Pero ocurre que la filosofía no puede jamás alejarse de sus «elementos», de los orígenes que alientan siempre en su «presente». A estos elementos regresa una y otra vez la filosofía mundana que desde el presente percibe el proceso de constitución de Ideas «originales» actuales (es decir, determinadas por el presente, sean nuevas, sean idénticas a otras Ideas del pretérito). Y, en régimen de filosofía administrada, la situación más favorable para este regressus a los elementos, que nada tiene que ver en principio con una «divulgación», es precisamente la situación en la que, por institución, ella se orienta «hacia la nación», y no hacia los otros profesores de filosofía.

Según esto, el profesor de filosofía que se enfrenta con jóvenes que ya han alcanzado «la edad de la razón», no tiene por qué pensar que está apartándose de la investigación filosófica, abrumado por unas obligaciones de humilde divulgación «para principiantes». Porque los principiantes que tiene delante son precisamente los que le obligan a él a regresar continuamente a los elementos, y, por tanto, a filosofar en el sentido más genuino. Al «formar» el juicio de los jóvenes, reforma sus propios juicios filosóficos, los cambia o los corrobora. Otra cosa es que pueda llevar adelante una misión de semejante importancia; más fácil es atribuirse la misión de divulgador de unos saberes especializados que, cuando el divulgados tiene deseos de trabajar, incrementará cada día, a la vez que comprobará la imposibilidad de transmitirlos, ahora sí, por falta de tiempo, y porque está tratando con principiantes.

Es ahora cuando se hace posible definir mejor el significado que hemos querido dar a las lecturas filosóficas (como género característico de prosa filosófica) contenidas en este libro. Estas Lecturas, en cuanto proceden de lecciones, están redactadas desde la perspectiva de una filosofía administrada, pero no propiamente desde aquella que está orientada a la in-formación de futuros profesores de filosofía, sino la que se orienta a la con-formación del público en general. No son, por tanto, lecturas de divulgación; no tienden sólo a reexponer ideas ya conocidas (en ocasiones incluso se presentan como ideas «nuevas»). Pretenden plantear las cuestiones titulares en toda su amplitud, del modo más elemental (es decir, por tanto, más profundo) posible, siguiendo el método dialéctico de la Academia platónica al que los siglos han ido confiriendo una intensa coloración escolástica.”

2011.03.06 – «La novelística de Camilo José Cela», de Paul Ilie: la ideología en los estudios literarios

Sobre “La novelística de Camilo José Cela”, de Paul Ilie: interesantísimo el cambio entre la parte publicada originalmente, en los años 50, y el apéndice posterior de los años 70; es el tránsito en los estudios literarios angloamericanos (¿o solo americanos?) desde el formalismo hacia el “ideologismo”, del análisis estructural al ideológico (etapa previa a los estudios culturales).

El “Viaje a la Alcarria” como problema para el “paradigma ideologista”: se trata de una obra aparentemente neutra desde el punto de vista ideológico, pero esa neutralidad, ese “esteticismo”, es por sí mismo una forma de compromiso: la “reducción estética” de lo real es correlativa de una “neutralización ideológica” ajena a cualquier crítica de la situación social existente. Según el paradigma de Ilie, “todo es ideología”, no existe la neutralidad en este terreno. Por eso el Viaje se ofrece como un interesantísimo “problema” para el paradigma, al poner a prueba la capacidad de rastrear “ideologías” en obras aparentemente carentes de ellas. Esa actitud detectivesca y un tanto inquisitorial desemboca ocasionalmente en el ridículo, como cuando se interpretan determinadas escenas y observaciones como expresiones de la ideología reaccionaria y favorable al régimen franquista de su autor. Esta forma de actuar es enormemente ilustrativa no de la realidad analizada (la ideología de Cela expresada en el Viaje a la Alcarria) sino de esta modalidad de análisis literario, en el que los valores estéticos de la obra solo son relevantes por ser indicativos de una ideología, y en el que el análisis literario se centra en aquellos detalles que puedan tener significación ideológica, aunque su papel en el funcionamiento de la obra sea mínimo. El paradigma determina qué es relevante y qué no lo es, qué es lo que se debe buscar en un texto y qué se debe dejar de lado. Aplicado al Viaje a la Alcarria, el resultado de la aplicación de esta metodología es la transformación del relato de una experiencia estética en una apología mal disimulada del régimen franquista. Cabría decir que, si ello es así, no es tanto por mérito de Cela como del paradigma, que establece como uno de sus puntos de partida que “todo es política”. Textos como el Viaje a la Alcarria se sitúan en los márgenes del campo estudiado por el paradigma: aparentemente no pertenecen a él, pero al considerarse que “todo es política” por principio habrá que encontrar ideología en el texto, aunque aparentemente no la tenga. Para lograr ese objetivo, el crítico convierte el silencio en significativo desde el punto de vista ideológico; cabría decir que esa interpretación del silencio como aprobación implícita de lo real resulta sesgada y, sobre todo, arbitraria. Se niega autonomía a lo estético, volviéndose a la identificación premoderna entre lo bello y lo bueno. No solo se interpreta el significado político de un texto: también se juzga la responsabilidad moral de su autor, su compromiso con la realidad. Relación de esta postura crítica con la noción de “compromiso intelectual”, y ejemplo de que, frente a Bourdieu, hay que considerar ese compromiso como contradictorio con el de autonomía estética; es en torno a esa dialéctica entre ambas posturas desde la que cabe entender no solo todas las aporías estéticas de la literatura moderna (y no solo la literatura, también la filosofía), sino también las metodologías de análisis literario, oscilantes entre el formalismo y el ideologismo.

Dentro de este paradigma “ideológico” cabría establecer una gradación entre los que interpretan ese análisis ideológico desde una perspectiva más “política” en el sentido habitual (izquierdas frente a derechas), y aquellos, más cercanos a los estudios culturales,  en los que lo ideológico es entendido de forma más “filosófica” (de ahí la enorme influencia de Foucault y su comprensión de lo político como presente en todos los aspectos del lenguaje y de la cultura). Se amplía de forma consecuente el campo de estudio, que ya no se reduce a lo literario: en efecto, si lo determinante es que haya una ideología que analizar, que se trate o no de un texto literario es totalmente irrelevante: tan interesante para el análisis ideológico puede ser una revista de moda, una película de hollywood o un comic de Ibáñez. Hemos pasado de los estudios literarios a los estudios culturales. Uno de los resultados de esta perspectiva de estudio es la tan criticada “descanonización” de la literatura, que se baja de su pedestal para ponerse al mismo nivel que el resto de “textos” presentes en nuestra vida cotidiana. Es más, estos textos “cotidianos” presentan un interés mayor para los “estudios ideológicos” porque su significación y alcance son mucho más amplios: mientras que la literatura es un asunto de las élites, los textos de los medios de comunicación de masas o de la “cultura popular” son un indicador de la ideología mayoritaria; no solo eso, sino que además expresan de forma más directa y evidente las ideologías circulantes (principio de la sociología de la literatura: los textos de menor interés estético son los de más interés sociológico; el interés sociológico de un texto es inversamente proporcional a su interés estético). El campo de estudio es radicalmente distinto al de los estudios formalistas: pueden estudiar los mismos “materiales” (textos literarios) pero no los mismos “objetos”, el objeto de los estudios literarios son las formas literarias, el de los estudios ideológicos las formas ideológicas.

Se podría aprovechar la distinción entre “materia” y “objeto” de esta forma: “materia” como “objeto potencial” de estudio”, “objeto” como “materia actualizada” de estudio. No se discute la realidad histórica, física, material de los textos: soporte “empírico” y compartido de cualquier paradigma hermenéutico.

Principio de cierre (¿se puede llamar así?): en el formalismo, “todo es forma” (entendido como estructura), en el ideologismo “todo es ideología”. Obsérvese que en ambos casos el paradigma no se limita a lo que tradicionalmente se considera como “literatura”, sino que abarca cualquier “texto” (incluidas realidades no lingüísticas que puedan ser interpretadas como tales: de forma análoga a lo que sucede con los sueños en el psicoanálisis). No puede ser de otra forma, porque la distinción entre textos literarios y textos no literarios no es “científica”, sino que implica necesariamente una discriminación valorativa que resulta ajena a los principios básicos de la metodología. El análisis científico ha de ser neutral. Ello provoca una tensión presente en el conjunto de los estudios literarios entre la visión “canónica” de la literatura y la visión “científica”, entre valor y hecho, entre ser y deber ser, análoga a la que está presente en el conjunto de las ciencias sociales (o en la historia).

Volviendo a Ilie: el análisis de San Camilo 1936 es todavía más representativo del tipo de paradigma al que se adscribe. La crítica no es a los méritos literarios (aunque se indica de pasada que también se pueden criticar), sino al contenido ideológico del texto. El cometido del crítico no es solo describir, sino también juzgar (la dialéctica entre valor y hecho se resuelve en el paradigma ideológico reforzando la dimensión de “juez” del crítico, para el cual la neutralidad siempre es cómplice de las estructuras dominantes). Correlación entre “textos representativos” como objeto de análisis y “análisis representativos” del paradigma: los textos menos prototípicamente ideologizados provocan los análisis menos prototípicamente ideológicos, correlación entre “sujeto y objeto” (en cualquier caso, los objetos menos prototípicos son interesantísimos como “casos límite” que ponen a prueba la probidad del paradigma, su capacidad de “analizarlo todo”).

¿Qué hay de científico en este tipo de análisis? Pese a que aparentemente se niega la separación de “hecho” y “valor”, lo cierto es que el contenido ideológico de un texto debe verse como un “hecho” ajeno a cualquier tipo de valoración por parte del intérprete; por ejemplo, el pre-fascismo de los autores del 98 es un rasgo “objetivo” susceptible de análisis “desapasionado” por el hermeneuta, que se limita a observar las continuidades entre el pensamiento social y político de los noventayochistas y de los fascistas (ejemplo de Saz Campos). La prueba de esa neutralidad es que esa ideología puede ser reconocida como tal por cualquier intérprete sea cual sea su orientación política. La ideología del intérprete no es decisiva para “comprender” la ideología del texto, como en ocasiones se ha dicho; tan solo es decisiva para aceptarla o rechazarla. Es más: solo desde esta neutralidad se puede entender el “consenso” alcanzado por este tipo de análisis, “consenso” que no es solo un desideratum sino un hecho empíricamente constatable. Que demos validez a un análisis ideológico no depende tanto de nuestra ideología como del grado en que dicho análisis sea “científico”, esto es, neutral y descriptivo. La neutralidad y el descriptivismo siempre han sido consustanciales a la ciencia, y esta no es una excepción (hay que dejar claro que esta no es una declaración de intenciones, no decimos que “para ser científico el análisis ideológico debe ser neutral y descriptivo”, sino que decimos que “la cientificidad del análisis ideológico se explica por su carácter neutral y descriptivo; no decimos lo que la ciencia debe ser, sino lo que es; cumplimos con los criterios de neutralidad y descriptivismo).