2012.08.09 – Nihilismo y pasividad. El irracionalismo en los falangistas

Relación entre nihilismo y pasividad: el “nihilismo negativo” de Nietzsche, ese nihilismo que se traduce por un lado en hedonismo (entrega a los placeres sensoriales, pasivos) y por otro en indolencia, pasividad (“mi ideal es tenderme sin ilusión alguna”). Ese “mal de siglo” es de plena actualidad cien años después: es el estado de ánimo de mi generación y de las siguientes. Hemos vivido hasta ahora en pleno entusiasmo adolescente, entregados a todos los placeres que nos ofrece la sociedad de consumo, y sin ningún tipo de preocupación económica gracias a la sobreabundancia de las sociedades en que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a ese entusiasmo le sigue necesariamente el desengaño: el hedonismo no basta para justificar un proyecto vital; antes bien, es la negación de todo proyecto, la negación del futuro y la glorificación de un presente continuo (“carpe diem”). La falta de proyecto se traduce en falta de motivación para actuar. ¿Para qué vamos a hacer nada, si tenemos un mundo de placeres a nuestro alcance y sin esfuerzo? ¿Qué más podemos desear? Y sin embargo, notamos que nos falta algo, y sentimos que eso que nos falta es lo más importante.

En la mayor parte de los casos ese vacío, típico de la superación de la adolescencia, se resuelve mediante la instalación en las convenciones de la “vida adulta”: la familia y el trabajo. La instalación familiar hace surgir (aunque sea de forma imprevista, no buscada) un proyecto inédito: la vida ya tiene un objeto, el ser padre/madre y marido/mujer. Al mismo tiempo, también está presente el proyecto de la promoción profesional, de ir escalando puestos en el trabajo, lo que redundará no solo en mayores ingresos y mayor prestigio social sino, sobre todo, en mayor bienestar para los miembros de la familia. El problema surgirá cuando la familia se rompa o cuando sea despedido; pero lo que se quiebra no es el sistema de valores del individuo: su proyecto sigue intacto. El problema ahora no está en el proyecto, sino en la forma de continuarlo.

Esa es la descripción de la “vida adulta normal” en cualquier sociedad civilizada. Sin embargo, son cada vez más las personas que no pueden o no quieren ajustarse a ese proyecto de vida. Habría que mostrar cómo son las peculiares condiciones culturales, sociales y económicas del mundo actual las que favorecen esa “anomia”, esa falta de proyecto.

(Perspectiva sociológica: lo normal frente a lo patológico).

Ahora bien, cabe pensar que las causas de esa “anomia”, de ese malestar, esa falta de proyecto, no son solo sociales, “materiales” en sentido marxista. Parece evidente que la sociedad contemporánea no es capaz de inculcar en sus miembros una cosmovisión que permita darle sentido a sus vidas (y a sus muertes) de la misma forma que lo conseguía la visión religiosa del mundo hasta hace apenas dos siglos (salvo para los estratos más elevados y cultos, en donde ya estaba presente esta “anomia”). El desarrollo cultural ha llevado consigo el “desencantamiento del mundo”, y una de sus consecuencias es precisamente la falta de proyecto. De hecho, la rutina familiar y laboral de la que hemos hablado previamente no puede considerarse como proyecto derivado de la visión del mundo dominante: esa rutina no obedece a ninguna norma superior, a una visión trascendente de la familia o del trabajo; es una simple rutina que se mantiene por sí misma, sin mayor justificación. De ahí la fuerza crítica y el valor simbólico de películas como “American beauty”, que reflejan la toma de conciencia sobre la vacuidad de la vida burguesa prototípica (y supuestamente exitosa): los protagonistas descubren que su forma de vida no responde a un proyecto propio, auténtico; en realidad ni siquiera se trata de ningún proyecto, es una simple rutina (lo mismo en “Revolutionary Road”).

La angustia, el vacío existencial, la desesperación, en tanto que estados psicológicos cuya expresión teórica y filosófica es el nihilismo, tienen su origen social e histórico en esa “anomia”, esa sensación de marginalidad provocada por la falta de proyecto. Ahora bien, esa marginalidad, esa imposibilidad de aceptar los valores dominantes no se traduce en la aceptación de valores opuestos, esto es, de un proyecto vital que se oponga al dominante, sino que deriva en la imposibilidad de aceptar ningún proyecto: la pasividad, la indolencia, el hedonismo. La propia sociedad se encarga de fomentar esa pasividad, que es garantía de la tranquilidad de las clases dominantes (en este caso, el hedonismo y el nihilismo funcionan como “opios del pueblo”: la pasividad garantiza que los ciudadanos nunca se levantarán contra los que consciente o inconscientemente promocionan esa situación) y que además, a través del consumismo, favorece sus intereses económicos. De este modo la “falta de proyecto”, el vacío existencial, deja de ser una “anomia” para convertirse en fuente de estabilidad y riqueza. Quizás sea eso lo que explique que el problema, ese “malestar de la cultura moderna” que se manifiesta en las élites intelectuales desde el romanticismo, no solo no haya disminuido sino que siga creciendo.

[¿Por qué este tipo de cuestiones ya no se plantean en los círculos filosóficos? En la primera mitad del siglo fue la cuestión central de la literatura y la filosofía; quizás sea el abuso del tema, su conversión en tópico, su trivialización, lo que ha provocado su descrédito, como si el mero hecho de tratarlo de forma directa conllevara situarse al margen de la filosofía, en ese terreno del que se han apropiado los psicólogos mediáticos, los biólogos de la conducta y demás perpetradores de libros de autoayuda. Otra posible razón: los filósofos académicos son personas instaladas en un proyecto vital consolidado e indiscutido (el concepto de “instalación” de Julián Marías es muy útil para abordar este tema), por lo que no tienen ninguna necesidad “interna” de abordar este problema, y lo perciben como algo externo. También hay que tener en cuenta los “giros” de la filosofía académica en la segunda mitad del siglo XX: el giro lingüístico, el sociológico, el estructural, etc. Todos ellos coinciden en rebajar a su mínima expresión la importancia conceptual de las “vivencias”, centrales para la filosofía de la primera mitad del siglo. En realidad no se trata de que la cuestión del “sentido de la vida” parezca anacrónica y desfasada: es que lo es cualquier aproximación a nuestras vivencias más inmediatas, más ajenas (al menos en principio) a nuestra herencia cultural y teórica, a los grandes temas y problemas de la historia de la cultura.]

Caracterizamos esa anomia como “falta de proyecto”, y no tanto porque se encuentren deficiencias en los “proyectos” que tenemos a nuestro alcance (la sociedad contemporánea se caracteriza por la pluralidad de “proyectos”, de posibilidades vitales a nuestro alcance, frente a la máxima limitación de estos en las sociedades más atrasadas), sino porque se percibe que todo proyecto es una invención, una falsificación para ocultar la esencial vacuidad de la vida: nada vale nada. Si nada vale nada ¿para qué hacer nada? Lo único que cabe es esperar la muerte disfrutando de la vida todo lo que se pueda: “fuma, folla y bebe que la vida es breve”. Ese hedonismo nihilista puede rastrearse continuamente en todas las formas de la cultura popular de las últimas décadas: canciones, películas, etc. Sobre todo, en aquellas destinadas al público juvenil (cuanto más nihilistas, mayor es su éxito).

[Dos perspectivas del problema del sentido: la estrictamente filosófica y la sociológica. Se plantea el problema de cuál es la relación entre las dos perspectivas: ¿en qué medida la perspectiva sociológica expone tan solo el contexto de la filosófica? ¿Se puede reducir la “perspectiva interna” del problema a su “perspectiva externa”?]

[Hay que partir de la vivencia, como lo harían Unamuno y Ortega. Es un anacronismo, pero en el contexto actual resulta casi revolucionario: volver a lo inmediato, a lo espontáneo, a lo que está más acá de las tradiciones académicas y las bibliografías recomendadas.

Esa perspectiva no triunfaría en el ámbito académico, sino en el público que tenga vivencias similares, que se sienta identificado con la descripción del problema. Ese mismo público no percibiría el anacronismo del planteamiento; antes bien, agradecería la ausencia de pedantería, de citas académicas.]

El análisis puede aplicarse tanto a lo individual como a lo social: la pasividad y la falta de proyecto de cada individuo tienen su correlación en la pasividad y la falta de proyecto social. La gente no se rebela ya no porque no haya alternativa, sino porque cualquier alternativa en tanto que “proyecto” se percibe como una falsedad, una invención.

(Quizás pueda distinguirse en esa dimensión social a las derechas tradicionales, en las que no ha calado ese nihilismo; de ahí que sean los más activos, por mantener la fe ciega en un proyecto común.)

Saz Campos (“Tres acotaciones…”, p. 205), entre los aspectos de la ideología fascista que asume José Antonio en el periodo 1933-1934 está el “irracionalismo”. Sin embargo, habría que matizar muchísimo la presencia de ese rasgo en el falangismo. Primo de Rivera contrapone en numerosas ocasiones el sentimiento y la inteligencia; por ejemplo, al abordar el problema de los nacionalismos, contrapone el nacionalismo romántico, del sentimiento, y su idea de la Nación como proyecto: un nacionalismo de la inteligencia. La influencia de Ortega y d’Ors es evidente no solo en Ortega, sino en intelectuales fascistas como Laín Entralgo o Torrente Ballester (que subraya en su antología de José Antonio sus elogios de la inteligencia por encima del sentimentalismo romántico). Este no es el único aspecto en el que el falangismo se presenta como opuesto a lo espontáneo e irracional: respuesta a las críticas de sus seguidores por no seguir una línea más dura y violenta. Por otra parte, la violencia se presenta solo como reacción contra ofensas previas, y nunca como un valor en sí mismo. El falangismo huye de la exaltación romántica del sentimiento, de lo inmediato, y se presenta como una elaboración intelectual, una obra de la inteligencia.

En el mismo texto, p. 207, Saz Campos reconoce este hecho, contradictorio con el irracionalismo fascista, al señalar como “marcas de origen” procedentes del pasado conservador de Primo de Rivera “la sistemática apelación a la razón, la búsqueda de la elegancia en pretendida oposición a la demagogia, el menosprecio sistemático de las masas y el rechazo casi visceral de la revolución en lo que tenía de ruptura del orden”. Ello se combina en Primo de Rivera con el irracionalismo más prototípicamente fascista: “sus apelaciones a lo «poético» escondían una sublimación del irracionalismo y otro tanto puede decirse [p. 208] de su naturalismo, definido siempre en oposición al «naturalismo» de «nefastas» consecuencias revolucionarias del abominado Rousseau. Tampoco la demagogia estaba ausente del discurso joseantoniano y de ella se pueden encontrar en sus discursos abundantes muestras. La diferencia radicaba en que, a pesar de todo ello, Primo de Rivera gustaba de presentarse como defensor de la razón y la elegancia intelectual.”

Diferencia entre Ledesma y Primo sobre el carácter de la revolución: “Era la de Primo de Rivera, en efecto, una revolución que debería resolverse sin grandes convulsiones y a la mayor brevedad en un orden «clásico», una sociedad perfectamente jerarquizada con un «César» en la cúpula. Una revolución, en definitiva, muy diferente de aquella con cierto sabor de revuelta imaginada por Ledesma. No sería de extrañar, en este sentido, que en las frecuentes alusiones de Primo de Rivera al carácter «romántico» y de heredero de la Revolución francesa del nazismo hubiera una crítica larvada a las concepciones de Ledesma.”

2011.03.06 – «La novelística de Camilo José Cela», de Paul Ilie: la ideología en los estudios literarios

Sobre “La novelística de Camilo José Cela”, de Paul Ilie: interesantísimo el cambio entre la parte publicada originalmente, en los años 50, y el apéndice posterior de los años 70; es el tránsito en los estudios literarios angloamericanos (¿o solo americanos?) desde el formalismo hacia el “ideologismo”, del análisis estructural al ideológico (etapa previa a los estudios culturales).

El “Viaje a la Alcarria” como problema para el “paradigma ideologista”: se trata de una obra aparentemente neutra desde el punto de vista ideológico, pero esa neutralidad, ese “esteticismo”, es por sí mismo una forma de compromiso: la “reducción estética” de lo real es correlativa de una “neutralización ideológica” ajena a cualquier crítica de la situación social existente. Según el paradigma de Ilie, “todo es ideología”, no existe la neutralidad en este terreno. Por eso el Viaje se ofrece como un interesantísimo “problema” para el paradigma, al poner a prueba la capacidad de rastrear “ideologías” en obras aparentemente carentes de ellas. Esa actitud detectivesca y un tanto inquisitorial desemboca ocasionalmente en el ridículo, como cuando se interpretan determinadas escenas y observaciones como expresiones de la ideología reaccionaria y favorable al régimen franquista de su autor. Esta forma de actuar es enormemente ilustrativa no de la realidad analizada (la ideología de Cela expresada en el Viaje a la Alcarria) sino de esta modalidad de análisis literario, en el que los valores estéticos de la obra solo son relevantes por ser indicativos de una ideología, y en el que el análisis literario se centra en aquellos detalles que puedan tener significación ideológica, aunque su papel en el funcionamiento de la obra sea mínimo. El paradigma determina qué es relevante y qué no lo es, qué es lo que se debe buscar en un texto y qué se debe dejar de lado. Aplicado al Viaje a la Alcarria, el resultado de la aplicación de esta metodología es la transformación del relato de una experiencia estética en una apología mal disimulada del régimen franquista. Cabría decir que, si ello es así, no es tanto por mérito de Cela como del paradigma, que establece como uno de sus puntos de partida que “todo es política”. Textos como el Viaje a la Alcarria se sitúan en los márgenes del campo estudiado por el paradigma: aparentemente no pertenecen a él, pero al considerarse que “todo es política” por principio habrá que encontrar ideología en el texto, aunque aparentemente no la tenga. Para lograr ese objetivo, el crítico convierte el silencio en significativo desde el punto de vista ideológico; cabría decir que esa interpretación del silencio como aprobación implícita de lo real resulta sesgada y, sobre todo, arbitraria. Se niega autonomía a lo estético, volviéndose a la identificación premoderna entre lo bello y lo bueno. No solo se interpreta el significado político de un texto: también se juzga la responsabilidad moral de su autor, su compromiso con la realidad. Relación de esta postura crítica con la noción de “compromiso intelectual”, y ejemplo de que, frente a Bourdieu, hay que considerar ese compromiso como contradictorio con el de autonomía estética; es en torno a esa dialéctica entre ambas posturas desde la que cabe entender no solo todas las aporías estéticas de la literatura moderna (y no solo la literatura, también la filosofía), sino también las metodologías de análisis literario, oscilantes entre el formalismo y el ideologismo.

Dentro de este paradigma “ideológico” cabría establecer una gradación entre los que interpretan ese análisis ideológico desde una perspectiva más “política” en el sentido habitual (izquierdas frente a derechas), y aquellos, más cercanos a los estudios culturales,  en los que lo ideológico es entendido de forma más “filosófica” (de ahí la enorme influencia de Foucault y su comprensión de lo político como presente en todos los aspectos del lenguaje y de la cultura). Se amplía de forma consecuente el campo de estudio, que ya no se reduce a lo literario: en efecto, si lo determinante es que haya una ideología que analizar, que se trate o no de un texto literario es totalmente irrelevante: tan interesante para el análisis ideológico puede ser una revista de moda, una película de hollywood o un comic de Ibáñez. Hemos pasado de los estudios literarios a los estudios culturales. Uno de los resultados de esta perspectiva de estudio es la tan criticada “descanonización” de la literatura, que se baja de su pedestal para ponerse al mismo nivel que el resto de “textos” presentes en nuestra vida cotidiana. Es más, estos textos “cotidianos” presentan un interés mayor para los “estudios ideológicos” porque su significación y alcance son mucho más amplios: mientras que la literatura es un asunto de las élites, los textos de los medios de comunicación de masas o de la “cultura popular” son un indicador de la ideología mayoritaria; no solo eso, sino que además expresan de forma más directa y evidente las ideologías circulantes (principio de la sociología de la literatura: los textos de menor interés estético son los de más interés sociológico; el interés sociológico de un texto es inversamente proporcional a su interés estético). El campo de estudio es radicalmente distinto al de los estudios formalistas: pueden estudiar los mismos “materiales” (textos literarios) pero no los mismos “objetos”, el objeto de los estudios literarios son las formas literarias, el de los estudios ideológicos las formas ideológicas.

Se podría aprovechar la distinción entre “materia” y “objeto” de esta forma: “materia” como “objeto potencial” de estudio”, “objeto” como “materia actualizada” de estudio. No se discute la realidad histórica, física, material de los textos: soporte “empírico” y compartido de cualquier paradigma hermenéutico.

Principio de cierre (¿se puede llamar así?): en el formalismo, “todo es forma” (entendido como estructura), en el ideologismo “todo es ideología”. Obsérvese que en ambos casos el paradigma no se limita a lo que tradicionalmente se considera como “literatura”, sino que abarca cualquier “texto” (incluidas realidades no lingüísticas que puedan ser interpretadas como tales: de forma análoga a lo que sucede con los sueños en el psicoanálisis). No puede ser de otra forma, porque la distinción entre textos literarios y textos no literarios no es “científica”, sino que implica necesariamente una discriminación valorativa que resulta ajena a los principios básicos de la metodología. El análisis científico ha de ser neutral. Ello provoca una tensión presente en el conjunto de los estudios literarios entre la visión “canónica” de la literatura y la visión “científica”, entre valor y hecho, entre ser y deber ser, análoga a la que está presente en el conjunto de las ciencias sociales (o en la historia).

Volviendo a Ilie: el análisis de San Camilo 1936 es todavía más representativo del tipo de paradigma al que se adscribe. La crítica no es a los méritos literarios (aunque se indica de pasada que también se pueden criticar), sino al contenido ideológico del texto. El cometido del crítico no es solo describir, sino también juzgar (la dialéctica entre valor y hecho se resuelve en el paradigma ideológico reforzando la dimensión de “juez” del crítico, para el cual la neutralidad siempre es cómplice de las estructuras dominantes). Correlación entre “textos representativos” como objeto de análisis y “análisis representativos” del paradigma: los textos menos prototípicamente ideologizados provocan los análisis menos prototípicamente ideológicos, correlación entre “sujeto y objeto” (en cualquier caso, los objetos menos prototípicos son interesantísimos como “casos límite” que ponen a prueba la probidad del paradigma, su capacidad de “analizarlo todo”).

¿Qué hay de científico en este tipo de análisis? Pese a que aparentemente se niega la separación de “hecho” y “valor”, lo cierto es que el contenido ideológico de un texto debe verse como un “hecho” ajeno a cualquier tipo de valoración por parte del intérprete; por ejemplo, el pre-fascismo de los autores del 98 es un rasgo “objetivo” susceptible de análisis “desapasionado” por el hermeneuta, que se limita a observar las continuidades entre el pensamiento social y político de los noventayochistas y de los fascistas (ejemplo de Saz Campos). La prueba de esa neutralidad es que esa ideología puede ser reconocida como tal por cualquier intérprete sea cual sea su orientación política. La ideología del intérprete no es decisiva para “comprender” la ideología del texto, como en ocasiones se ha dicho; tan solo es decisiva para aceptarla o rechazarla. Es más: solo desde esta neutralidad se puede entender el “consenso” alcanzado por este tipo de análisis, “consenso” que no es solo un desideratum sino un hecho empíricamente constatable. Que demos validez a un análisis ideológico no depende tanto de nuestra ideología como del grado en que dicho análisis sea “científico”, esto es, neutral y descriptivo. La neutralidad y el descriptivismo siempre han sido consustanciales a la ciencia, y esta no es una excepción (hay que dejar claro que esta no es una declaración de intenciones, no decimos que “para ser científico el análisis ideológico debe ser neutral y descriptivo”, sino que decimos que “la cientificidad del análisis ideológico se explica por su carácter neutral y descriptivo; no decimos lo que la ciencia debe ser, sino lo que es; cumplimos con los criterios de neutralidad y descriptivismo).