2013.07.23 – El público y el creador: los criterios de canonización en los artículos de Azorín sobre la generación del 98

Los valores conforme a los cuales se juzga una obra (artística, literaria, intelectual, cinematográfica…) condicionan de forma fundamental esa misma obra, esto es, el autor que busca el reconocimiento público las tiene “interiorizadas” en mayor o menor medida. Problema: en una sociedad avanzada, compleja, existe más de un público. Sin embargo, el público “académico”, la alta cultura, mantiene unos mismos “requisitos de canonización” ligados a la percepción de lo que considera como “obras clásicas”. Esos requisitos son difíciles de exponer porque en mayor o menor medida son implícitos (análogo a lo que sucede con los requisitos de un paradigma científico para considerar válida una investigación y sus resultados).

Lo que hace Azorín en sus artículos de 1913 es ofrecer una visión de la creación literaria e intelectual de su generación acorde con los cánones de la “alta cultura” de su época, representada en la figura de su “interlocutor implícito”, Ortega y Gasset. De lo que se trata es de afirmar el carácter “comprometido” y “nacional” de esa creación, así como su actualidad. Lo más importante es que no se trata de subvertir esos “criterios de canonización” sino que Azorín se acomoda a ellos. (La subversión de esos valores sí que estaba presente en sus obras del fin de siglo: lucha contra los valores que habían convertido en “clásicos contemporáneos” a Campoamor, Núñez de Arce o Echegaray). En la obra crítica del Azorín de esos años, pese a las diferencias de método y las críticas al canon “oficial” de la literatura española, se mantiene la visión nacionalista y comprometida de la literatura propia de la “alta cultura” de la época. Quizás el único elemento desestabilizador sea la exigencia de actualidad, el reconocimiento de la variabilidad histórica de la lectura y, con ella, del canon. Pero sigue estando presente la exaltación del valor ético y comprometido de la escritura y la crítica implícita de todo lo que suene a frivolidad, amoralidad, “arte por el arte” sin finalidad ética (de ahí sus reproches al teatro del siglo de oro). La prioridad se le otorga al “arte comprometido” tanto con los valores nacionales como con unos valores éticos que Azorín parece considerar como trascendentes a la variabilidad histórica; la obra de los del 98 se ajustaría también a ese esquema de valores.

2013.06.03 – Sobre la formación del canon noventayochista

Cecilio Alonso sobre los “raros y olvidados”: se muestra con claridad lo arbitrario del “canon noventayochista”, hasta qué punto la selección de unos cuantos nombres conlleva el ocultamiento de muchos otros. ¿Por qué se produce esa “selección”? Ello debe ponerse en relación con la valoración ideológica de la escritura y la marginación de los valores estrictamente literarios. El rechazo del modernismo por la “alta cultura” respondía a una visión ideológica de la creación literaria, la cual debía ponerse al servicio de los intereses nacionales; ese era el criterio que se seguía para la selección del canon literario y para su difusión editorial y pedagógica. El modernismo supone una alteración radical de ese planteamiento; de ahí las acusaciones de “extranjerización” (porque la obra literaria debía ser expresión del sentimiento nacional, del “alma de España”: justificación nacionalista de la literatura) y “escapismo” (porque la obra literaria debe ser vehículo de grandes mensajes). La canonización del 98 por Azorín se difundió con éxito y rapidez porque acertaba de lleno al interpretar a los autores modernistas conforme a los cánones vigentes en la “alta cultura”: los autores de la época estarían plenamente enraizados en la tradición nacional, tendrían a España como base de toda su obra, y su producción respondería a las inquietudes nacionales de la época. El manejo del concepto de “generación del 98” en años posteriores confirma ese carácter nuclear del “tema de España” como clave hermenéutica de la obra de estos autores; al mismo tiempo, se produce la marginación definitiva de todos aquellos escritores de interés exclusivamente literario. Por tanto, la canonización del 98 está en función de un canon literario que prima los valores ideológicos muy por encima de los específicamente literarios. Esa primacía de lo ideológico en la valoración de la obra literaria se percibe en toda la crítica noventayochista posterior, y dará lugar como su consecuencia lógica a la división entre “noventayochistas” y “modernistas”, entre ideólogos y estetas, españoles y extranjerizantes. La recuperación del modernismo (y no solo de los modernistas “olvidados”, sino también del modernismo de los propios noventayochistas) solo será posible cuando pase a primer plano el componente específicamente literario, formal, de la obra literaria; ahora bien, esa evolución de la crítica solo será posible en el ámbito académico, el único donde puede tener justificación la atención prioritaria a lo estético en el análisis de la obra literaria (en la “crítica pública” seguirá vigente la prioridad de lo ideológico, de la “literatura comprometida”, aunque puede hablarse de una cierta relajación de esa hegemonía a partir de los 60 y 70 con los “novísimos”, la posmodernidad y la reivindicación de una literatura lúdica y autosuficiente).

Es de destacar que la crítica inmediata de las obras del fin de siglo se centraba en aspectos específicamente literarios en mucha mayor medida que lo hará la crítica posterior: se discuten las novedades métricas, léxicas y temáticas del modernismo, se discriminan y critican las influencias de autores extranjeros, etc (ejemplos: Cejador, Casares, etc.). La consolidación del “modelo noventayochista” parece ir directamente relacionado con el abandono de ese tipo de análisis: los del noventayocho pasan a ser vistos antes como intelectuales que como literatos.

2012.08.09 – Nihilismo y pasividad. El irracionalismo en los falangistas

Relación entre nihilismo y pasividad: el “nihilismo negativo” de Nietzsche, ese nihilismo que se traduce por un lado en hedonismo (entrega a los placeres sensoriales, pasivos) y por otro en indolencia, pasividad (“mi ideal es tenderme sin ilusión alguna”). Ese “mal de siglo” es de plena actualidad cien años después: es el estado de ánimo de mi generación y de las siguientes. Hemos vivido hasta ahora en pleno entusiasmo adolescente, entregados a todos los placeres que nos ofrece la sociedad de consumo, y sin ningún tipo de preocupación económica gracias a la sobreabundancia de las sociedades en que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a ese entusiasmo le sigue necesariamente el desengaño: el hedonismo no basta para justificar un proyecto vital; antes bien, es la negación de todo proyecto, la negación del futuro y la glorificación de un presente continuo (“carpe diem”). La falta de proyecto se traduce en falta de motivación para actuar. ¿Para qué vamos a hacer nada, si tenemos un mundo de placeres a nuestro alcance y sin esfuerzo? ¿Qué más podemos desear? Y sin embargo, notamos que nos falta algo, y sentimos que eso que nos falta es lo más importante.

En la mayor parte de los casos ese vacío, típico de la superación de la adolescencia, se resuelve mediante la instalación en las convenciones de la “vida adulta”: la familia y el trabajo. La instalación familiar hace surgir (aunque sea de forma imprevista, no buscada) un proyecto inédito: la vida ya tiene un objeto, el ser padre/madre y marido/mujer. Al mismo tiempo, también está presente el proyecto de la promoción profesional, de ir escalando puestos en el trabajo, lo que redundará no solo en mayores ingresos y mayor prestigio social sino, sobre todo, en mayor bienestar para los miembros de la familia. El problema surgirá cuando la familia se rompa o cuando sea despedido; pero lo que se quiebra no es el sistema de valores del individuo: su proyecto sigue intacto. El problema ahora no está en el proyecto, sino en la forma de continuarlo.

Esa es la descripción de la “vida adulta normal” en cualquier sociedad civilizada. Sin embargo, son cada vez más las personas que no pueden o no quieren ajustarse a ese proyecto de vida. Habría que mostrar cómo son las peculiares condiciones culturales, sociales y económicas del mundo actual las que favorecen esa “anomia”, esa falta de proyecto.

(Perspectiva sociológica: lo normal frente a lo patológico).

Ahora bien, cabe pensar que las causas de esa “anomia”, de ese malestar, esa falta de proyecto, no son solo sociales, “materiales” en sentido marxista. Parece evidente que la sociedad contemporánea no es capaz de inculcar en sus miembros una cosmovisión que permita darle sentido a sus vidas (y a sus muertes) de la misma forma que lo conseguía la visión religiosa del mundo hasta hace apenas dos siglos (salvo para los estratos más elevados y cultos, en donde ya estaba presente esta “anomia”). El desarrollo cultural ha llevado consigo el “desencantamiento del mundo”, y una de sus consecuencias es precisamente la falta de proyecto. De hecho, la rutina familiar y laboral de la que hemos hablado previamente no puede considerarse como proyecto derivado de la visión del mundo dominante: esa rutina no obedece a ninguna norma superior, a una visión trascendente de la familia o del trabajo; es una simple rutina que se mantiene por sí misma, sin mayor justificación. De ahí la fuerza crítica y el valor simbólico de películas como “American beauty”, que reflejan la toma de conciencia sobre la vacuidad de la vida burguesa prototípica (y supuestamente exitosa): los protagonistas descubren que su forma de vida no responde a un proyecto propio, auténtico; en realidad ni siquiera se trata de ningún proyecto, es una simple rutina (lo mismo en “Revolutionary Road”).

La angustia, el vacío existencial, la desesperación, en tanto que estados psicológicos cuya expresión teórica y filosófica es el nihilismo, tienen su origen social e histórico en esa “anomia”, esa sensación de marginalidad provocada por la falta de proyecto. Ahora bien, esa marginalidad, esa imposibilidad de aceptar los valores dominantes no se traduce en la aceptación de valores opuestos, esto es, de un proyecto vital que se oponga al dominante, sino que deriva en la imposibilidad de aceptar ningún proyecto: la pasividad, la indolencia, el hedonismo. La propia sociedad se encarga de fomentar esa pasividad, que es garantía de la tranquilidad de las clases dominantes (en este caso, el hedonismo y el nihilismo funcionan como “opios del pueblo”: la pasividad garantiza que los ciudadanos nunca se levantarán contra los que consciente o inconscientemente promocionan esa situación) y que además, a través del consumismo, favorece sus intereses económicos. De este modo la “falta de proyecto”, el vacío existencial, deja de ser una “anomia” para convertirse en fuente de estabilidad y riqueza. Quizás sea eso lo que explique que el problema, ese “malestar de la cultura moderna” que se manifiesta en las élites intelectuales desde el romanticismo, no solo no haya disminuido sino que siga creciendo.

[¿Por qué este tipo de cuestiones ya no se plantean en los círculos filosóficos? En la primera mitad del siglo fue la cuestión central de la literatura y la filosofía; quizás sea el abuso del tema, su conversión en tópico, su trivialización, lo que ha provocado su descrédito, como si el mero hecho de tratarlo de forma directa conllevara situarse al margen de la filosofía, en ese terreno del que se han apropiado los psicólogos mediáticos, los biólogos de la conducta y demás perpetradores de libros de autoayuda. Otra posible razón: los filósofos académicos son personas instaladas en un proyecto vital consolidado e indiscutido (el concepto de “instalación” de Julián Marías es muy útil para abordar este tema), por lo que no tienen ninguna necesidad “interna” de abordar este problema, y lo perciben como algo externo. También hay que tener en cuenta los “giros” de la filosofía académica en la segunda mitad del siglo XX: el giro lingüístico, el sociológico, el estructural, etc. Todos ellos coinciden en rebajar a su mínima expresión la importancia conceptual de las “vivencias”, centrales para la filosofía de la primera mitad del siglo. En realidad no se trata de que la cuestión del “sentido de la vida” parezca anacrónica y desfasada: es que lo es cualquier aproximación a nuestras vivencias más inmediatas, más ajenas (al menos en principio) a nuestra herencia cultural y teórica, a los grandes temas y problemas de la historia de la cultura.]

Caracterizamos esa anomia como “falta de proyecto”, y no tanto porque se encuentren deficiencias en los “proyectos” que tenemos a nuestro alcance (la sociedad contemporánea se caracteriza por la pluralidad de “proyectos”, de posibilidades vitales a nuestro alcance, frente a la máxima limitación de estos en las sociedades más atrasadas), sino porque se percibe que todo proyecto es una invención, una falsificación para ocultar la esencial vacuidad de la vida: nada vale nada. Si nada vale nada ¿para qué hacer nada? Lo único que cabe es esperar la muerte disfrutando de la vida todo lo que se pueda: “fuma, folla y bebe que la vida es breve”. Ese hedonismo nihilista puede rastrearse continuamente en todas las formas de la cultura popular de las últimas décadas: canciones, películas, etc. Sobre todo, en aquellas destinadas al público juvenil (cuanto más nihilistas, mayor es su éxito).

[Dos perspectivas del problema del sentido: la estrictamente filosófica y la sociológica. Se plantea el problema de cuál es la relación entre las dos perspectivas: ¿en qué medida la perspectiva sociológica expone tan solo el contexto de la filosófica? ¿Se puede reducir la “perspectiva interna” del problema a su “perspectiva externa”?]

[Hay que partir de la vivencia, como lo harían Unamuno y Ortega. Es un anacronismo, pero en el contexto actual resulta casi revolucionario: volver a lo inmediato, a lo espontáneo, a lo que está más acá de las tradiciones académicas y las bibliografías recomendadas.

Esa perspectiva no triunfaría en el ámbito académico, sino en el público que tenga vivencias similares, que se sienta identificado con la descripción del problema. Ese mismo público no percibiría el anacronismo del planteamiento; antes bien, agradecería la ausencia de pedantería, de citas académicas.]

El análisis puede aplicarse tanto a lo individual como a lo social: la pasividad y la falta de proyecto de cada individuo tienen su correlación en la pasividad y la falta de proyecto social. La gente no se rebela ya no porque no haya alternativa, sino porque cualquier alternativa en tanto que “proyecto” se percibe como una falsedad, una invención.

(Quizás pueda distinguirse en esa dimensión social a las derechas tradicionales, en las que no ha calado ese nihilismo; de ahí que sean los más activos, por mantener la fe ciega en un proyecto común.)

Saz Campos (“Tres acotaciones…”, p. 205), entre los aspectos de la ideología fascista que asume José Antonio en el periodo 1933-1934 está el “irracionalismo”. Sin embargo, habría que matizar muchísimo la presencia de ese rasgo en el falangismo. Primo de Rivera contrapone en numerosas ocasiones el sentimiento y la inteligencia; por ejemplo, al abordar el problema de los nacionalismos, contrapone el nacionalismo romántico, del sentimiento, y su idea de la Nación como proyecto: un nacionalismo de la inteligencia. La influencia de Ortega y d’Ors es evidente no solo en Ortega, sino en intelectuales fascistas como Laín Entralgo o Torrente Ballester (que subraya en su antología de José Antonio sus elogios de la inteligencia por encima del sentimentalismo romántico). Este no es el único aspecto en el que el falangismo se presenta como opuesto a lo espontáneo e irracional: respuesta a las críticas de sus seguidores por no seguir una línea más dura y violenta. Por otra parte, la violencia se presenta solo como reacción contra ofensas previas, y nunca como un valor en sí mismo. El falangismo huye de la exaltación romántica del sentimiento, de lo inmediato, y se presenta como una elaboración intelectual, una obra de la inteligencia.

En el mismo texto, p. 207, Saz Campos reconoce este hecho, contradictorio con el irracionalismo fascista, al señalar como “marcas de origen” procedentes del pasado conservador de Primo de Rivera “la sistemática apelación a la razón, la búsqueda de la elegancia en pretendida oposición a la demagogia, el menosprecio sistemático de las masas y el rechazo casi visceral de la revolución en lo que tenía de ruptura del orden”. Ello se combina en Primo de Rivera con el irracionalismo más prototípicamente fascista: “sus apelaciones a lo «poético» escondían una sublimación del irracionalismo y otro tanto puede decirse [p. 208] de su naturalismo, definido siempre en oposición al «naturalismo» de «nefastas» consecuencias revolucionarias del abominado Rousseau. Tampoco la demagogia estaba ausente del discurso joseantoniano y de ella se pueden encontrar en sus discursos abundantes muestras. La diferencia radicaba en que, a pesar de todo ello, Primo de Rivera gustaba de presentarse como defensor de la razón y la elegancia intelectual.”

Diferencia entre Ledesma y Primo sobre el carácter de la revolución: “Era la de Primo de Rivera, en efecto, una revolución que debería resolverse sin grandes convulsiones y a la mayor brevedad en un orden «clásico», una sociedad perfectamente jerarquizada con un «César» en la cúpula. Una revolución, en definitiva, muy diferente de aquella con cierto sabor de revuelta imaginada por Ledesma. No sería de extrañar, en este sentido, que en las frecuentes alusiones de Primo de Rivera al carácter «romántico» y de heredero de la Revolución francesa del nazismo hubiera una crítica larvada a las concepciones de Ledesma.”