2015.11.20 – Pequeñas y grandes revoluciones

Pequeñas revoluciones frente a las grandes revoluciones: la mitificación de los grandes nombres y los grandes acontecimientos nos han hecho despreciar las pequeñas transformaciones cotidianas. Sin embargo, es evidente que las grandes transformaciones ideológicas y sociales de la historia se cimientan en pequeños cambios acumulados. Para que un cambio se cimiente es preciso una difusión previa de las ideas, pequeños cambios ideológicos que se van consolidando a través de conversaciones cotidianas, charlas de cafeterías, comentarios en Facebook… Pensar que eso es menos importante que crear grandes teorías “académicas” en un error: el éxito de esas teorías en el mundo “extraacadémico” solo puede producirse en base a una divulgación previa de la nueva teoría, convertida en tópicos de discusión. Un ejemplo paradigmático podría ser la difusión de los tópicos relativistas postmodernos, cimentados en teóricos como Foucault o Derrida, críticos de cualquier fundamento objetivo del conocimiento. La validez “académica” de esas teorías queda al margen cuando pasan al mundo “extraacadémico”: Foucault y Derrida pueden legítimamente construir sus teorías como respuestas a problemáticas propias de su campo de investigación, pero cuando esas teorías cruzan las fronteras de la “Academia” pasan a ser tópicos de discusión en torno a cuestiones cotidianas del tipo “¿debemos respetar la obligación a las mujeres de llevar velo?” (o, en un ámbito más directamente político, “¿debemos permitir violaciones de derechos humanos en otros países o debemos intervenir militarmente para evitarlo?”).

Ejemplo práctico: la política de Obama, favorable a la diplomacia y de rechazo a la intervención militar directa en otros países, no puede separarse de su educación universitaria y de la impregnación de la concepción postpositivista y postmodernista del conocimiento. Aun en el caso de no haber estado en contacto directo con los grandes autores de esas corrientes, al moverse en esos ámbitos es imposible no recibir la influencia de seguidores secundarios de esas tendencias. Al mismo tiempo, entre sus votantes han calado esas ideas como tópicos, difundidos por los medios de comunicación (tertulianos televisivos y radiofónicos, articulistas de la prensa escrita, etc.), la literatura, el cine… Las opiniones de un presentador de televisión o de una estrella de cine sirven como vehículos para la difusión de esas ideas, convenientemente simplificadas y trivializadas (ejemplo en España: difusión de las opiniones de “famosos” como Wyoming, Pérez Reverte, etc.).

(La clave está en analizar cómo se transforman las ideas en la circulación entre las esferas académicas y extraacadémicas. Relacionar con la escasa difusión extraacadémica de la visión epocal del modernismo).

2012.08.09 – Nihilismo y pasividad. El irracionalismo en los falangistas

Relación entre nihilismo y pasividad: el “nihilismo negativo” de Nietzsche, ese nihilismo que se traduce por un lado en hedonismo (entrega a los placeres sensoriales, pasivos) y por otro en indolencia, pasividad (“mi ideal es tenderme sin ilusión alguna”). Ese “mal de siglo” es de plena actualidad cien años después: es el estado de ánimo de mi generación y de las siguientes. Hemos vivido hasta ahora en pleno entusiasmo adolescente, entregados a todos los placeres que nos ofrece la sociedad de consumo, y sin ningún tipo de preocupación económica gracias a la sobreabundancia de las sociedades en que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a ese entusiasmo le sigue necesariamente el desengaño: el hedonismo no basta para justificar un proyecto vital; antes bien, es la negación de todo proyecto, la negación del futuro y la glorificación de un presente continuo (“carpe diem”). La falta de proyecto se traduce en falta de motivación para actuar. ¿Para qué vamos a hacer nada, si tenemos un mundo de placeres a nuestro alcance y sin esfuerzo? ¿Qué más podemos desear? Y sin embargo, notamos que nos falta algo, y sentimos que eso que nos falta es lo más importante.

En la mayor parte de los casos ese vacío, típico de la superación de la adolescencia, se resuelve mediante la instalación en las convenciones de la “vida adulta”: la familia y el trabajo. La instalación familiar hace surgir (aunque sea de forma imprevista, no buscada) un proyecto inédito: la vida ya tiene un objeto, el ser padre/madre y marido/mujer. Al mismo tiempo, también está presente el proyecto de la promoción profesional, de ir escalando puestos en el trabajo, lo que redundará no solo en mayores ingresos y mayor prestigio social sino, sobre todo, en mayor bienestar para los miembros de la familia. El problema surgirá cuando la familia se rompa o cuando sea despedido; pero lo que se quiebra no es el sistema de valores del individuo: su proyecto sigue intacto. El problema ahora no está en el proyecto, sino en la forma de continuarlo.

Esa es la descripción de la “vida adulta normal” en cualquier sociedad civilizada. Sin embargo, son cada vez más las personas que no pueden o no quieren ajustarse a ese proyecto de vida. Habría que mostrar cómo son las peculiares condiciones culturales, sociales y económicas del mundo actual las que favorecen esa “anomia”, esa falta de proyecto.

(Perspectiva sociológica: lo normal frente a lo patológico).

Ahora bien, cabe pensar que las causas de esa “anomia”, de ese malestar, esa falta de proyecto, no son solo sociales, “materiales” en sentido marxista. Parece evidente que la sociedad contemporánea no es capaz de inculcar en sus miembros una cosmovisión que permita darle sentido a sus vidas (y a sus muertes) de la misma forma que lo conseguía la visión religiosa del mundo hasta hace apenas dos siglos (salvo para los estratos más elevados y cultos, en donde ya estaba presente esta “anomia”). El desarrollo cultural ha llevado consigo el “desencantamiento del mundo”, y una de sus consecuencias es precisamente la falta de proyecto. De hecho, la rutina familiar y laboral de la que hemos hablado previamente no puede considerarse como proyecto derivado de la visión del mundo dominante: esa rutina no obedece a ninguna norma superior, a una visión trascendente de la familia o del trabajo; es una simple rutina que se mantiene por sí misma, sin mayor justificación. De ahí la fuerza crítica y el valor simbólico de películas como “American beauty”, que reflejan la toma de conciencia sobre la vacuidad de la vida burguesa prototípica (y supuestamente exitosa): los protagonistas descubren que su forma de vida no responde a un proyecto propio, auténtico; en realidad ni siquiera se trata de ningún proyecto, es una simple rutina (lo mismo en “Revolutionary Road”).

La angustia, el vacío existencial, la desesperación, en tanto que estados psicológicos cuya expresión teórica y filosófica es el nihilismo, tienen su origen social e histórico en esa “anomia”, esa sensación de marginalidad provocada por la falta de proyecto. Ahora bien, esa marginalidad, esa imposibilidad de aceptar los valores dominantes no se traduce en la aceptación de valores opuestos, esto es, de un proyecto vital que se oponga al dominante, sino que deriva en la imposibilidad de aceptar ningún proyecto: la pasividad, la indolencia, el hedonismo. La propia sociedad se encarga de fomentar esa pasividad, que es garantía de la tranquilidad de las clases dominantes (en este caso, el hedonismo y el nihilismo funcionan como “opios del pueblo”: la pasividad garantiza que los ciudadanos nunca se levantarán contra los que consciente o inconscientemente promocionan esa situación) y que además, a través del consumismo, favorece sus intereses económicos. De este modo la “falta de proyecto”, el vacío existencial, deja de ser una “anomia” para convertirse en fuente de estabilidad y riqueza. Quizás sea eso lo que explique que el problema, ese “malestar de la cultura moderna” que se manifiesta en las élites intelectuales desde el romanticismo, no solo no haya disminuido sino que siga creciendo.

[¿Por qué este tipo de cuestiones ya no se plantean en los círculos filosóficos? En la primera mitad del siglo fue la cuestión central de la literatura y la filosofía; quizás sea el abuso del tema, su conversión en tópico, su trivialización, lo que ha provocado su descrédito, como si el mero hecho de tratarlo de forma directa conllevara situarse al margen de la filosofía, en ese terreno del que se han apropiado los psicólogos mediáticos, los biólogos de la conducta y demás perpetradores de libros de autoayuda. Otra posible razón: los filósofos académicos son personas instaladas en un proyecto vital consolidado e indiscutido (el concepto de “instalación” de Julián Marías es muy útil para abordar este tema), por lo que no tienen ninguna necesidad “interna” de abordar este problema, y lo perciben como algo externo. También hay que tener en cuenta los “giros” de la filosofía académica en la segunda mitad del siglo XX: el giro lingüístico, el sociológico, el estructural, etc. Todos ellos coinciden en rebajar a su mínima expresión la importancia conceptual de las “vivencias”, centrales para la filosofía de la primera mitad del siglo. En realidad no se trata de que la cuestión del “sentido de la vida” parezca anacrónica y desfasada: es que lo es cualquier aproximación a nuestras vivencias más inmediatas, más ajenas (al menos en principio) a nuestra herencia cultural y teórica, a los grandes temas y problemas de la historia de la cultura.]

Caracterizamos esa anomia como “falta de proyecto”, y no tanto porque se encuentren deficiencias en los “proyectos” que tenemos a nuestro alcance (la sociedad contemporánea se caracteriza por la pluralidad de “proyectos”, de posibilidades vitales a nuestro alcance, frente a la máxima limitación de estos en las sociedades más atrasadas), sino porque se percibe que todo proyecto es una invención, una falsificación para ocultar la esencial vacuidad de la vida: nada vale nada. Si nada vale nada ¿para qué hacer nada? Lo único que cabe es esperar la muerte disfrutando de la vida todo lo que se pueda: “fuma, folla y bebe que la vida es breve”. Ese hedonismo nihilista puede rastrearse continuamente en todas las formas de la cultura popular de las últimas décadas: canciones, películas, etc. Sobre todo, en aquellas destinadas al público juvenil (cuanto más nihilistas, mayor es su éxito).

[Dos perspectivas del problema del sentido: la estrictamente filosófica y la sociológica. Se plantea el problema de cuál es la relación entre las dos perspectivas: ¿en qué medida la perspectiva sociológica expone tan solo el contexto de la filosófica? ¿Se puede reducir la “perspectiva interna” del problema a su “perspectiva externa”?]

[Hay que partir de la vivencia, como lo harían Unamuno y Ortega. Es un anacronismo, pero en el contexto actual resulta casi revolucionario: volver a lo inmediato, a lo espontáneo, a lo que está más acá de las tradiciones académicas y las bibliografías recomendadas.

Esa perspectiva no triunfaría en el ámbito académico, sino en el público que tenga vivencias similares, que se sienta identificado con la descripción del problema. Ese mismo público no percibiría el anacronismo del planteamiento; antes bien, agradecería la ausencia de pedantería, de citas académicas.]

El análisis puede aplicarse tanto a lo individual como a lo social: la pasividad y la falta de proyecto de cada individuo tienen su correlación en la pasividad y la falta de proyecto social. La gente no se rebela ya no porque no haya alternativa, sino porque cualquier alternativa en tanto que “proyecto” se percibe como una falsedad, una invención.

(Quizás pueda distinguirse en esa dimensión social a las derechas tradicionales, en las que no ha calado ese nihilismo; de ahí que sean los más activos, por mantener la fe ciega en un proyecto común.)

Saz Campos (“Tres acotaciones…”, p. 205), entre los aspectos de la ideología fascista que asume José Antonio en el periodo 1933-1934 está el “irracionalismo”. Sin embargo, habría que matizar muchísimo la presencia de ese rasgo en el falangismo. Primo de Rivera contrapone en numerosas ocasiones el sentimiento y la inteligencia; por ejemplo, al abordar el problema de los nacionalismos, contrapone el nacionalismo romántico, del sentimiento, y su idea de la Nación como proyecto: un nacionalismo de la inteligencia. La influencia de Ortega y d’Ors es evidente no solo en Ortega, sino en intelectuales fascistas como Laín Entralgo o Torrente Ballester (que subraya en su antología de José Antonio sus elogios de la inteligencia por encima del sentimentalismo romántico). Este no es el único aspecto en el que el falangismo se presenta como opuesto a lo espontáneo e irracional: respuesta a las críticas de sus seguidores por no seguir una línea más dura y violenta. Por otra parte, la violencia se presenta solo como reacción contra ofensas previas, y nunca como un valor en sí mismo. El falangismo huye de la exaltación romántica del sentimiento, de lo inmediato, y se presenta como una elaboración intelectual, una obra de la inteligencia.

En el mismo texto, p. 207, Saz Campos reconoce este hecho, contradictorio con el irracionalismo fascista, al señalar como “marcas de origen” procedentes del pasado conservador de Primo de Rivera “la sistemática apelación a la razón, la búsqueda de la elegancia en pretendida oposición a la demagogia, el menosprecio sistemático de las masas y el rechazo casi visceral de la revolución en lo que tenía de ruptura del orden”. Ello se combina en Primo de Rivera con el irracionalismo más prototípicamente fascista: “sus apelaciones a lo «poético» escondían una sublimación del irracionalismo y otro tanto puede decirse [p. 208] de su naturalismo, definido siempre en oposición al «naturalismo» de «nefastas» consecuencias revolucionarias del abominado Rousseau. Tampoco la demagogia estaba ausente del discurso joseantoniano y de ella se pueden encontrar en sus discursos abundantes muestras. La diferencia radicaba en que, a pesar de todo ello, Primo de Rivera gustaba de presentarse como defensor de la razón y la elegancia intelectual.”

Diferencia entre Ledesma y Primo sobre el carácter de la revolución: “Era la de Primo de Rivera, en efecto, una revolución que debería resolverse sin grandes convulsiones y a la mayor brevedad en un orden «clásico», una sociedad perfectamente jerarquizada con un «César» en la cúpula. Una revolución, en definitiva, muy diferente de aquella con cierto sabor de revuelta imaginada por Ledesma. No sería de extrañar, en este sentido, que en las frecuentes alusiones de Primo de Rivera al carácter «romántico» y de heredero de la Revolución francesa del nazismo hubiera una crítica larvada a las concepciones de Ledesma.”

2011.10.23 – «Las Comunidades de Castilla», de José Antonio Maravall

Estructura de “la vida como obra de arte”: además del libro sobre Texas Holdem, tomar como modelo Bartleby y compañía. La obra avanzaría por acumulación de fragmentos con la misma importancia, por yuxtaposición, evitando cualquier argumentación lineal (planteamiento, desarrollo, conclusiones). Habría que considerar que la idea misma de ejemplaridad rechaza cualquier planteamiento argumentativo, cualquier traducción a esquema lógico: la estética como experiencia irreductible a otros órdenes, la vida como ejemplo máximo de ello. Las vidas, como las obras de arte, hablan por sí mismas (aunque primero hay que convertirlas en discurso, en biografía).

Sobre “Las Comunidades de Castilla”, de José Antonio Maravall. Interesante por presentar otro ejemplo de cómo un fenómeno histórico es susceptible de interpretaciones contrapuestas, incluso contradictorias. ¿Revolución burguesa, “moderna”, o medievalizante? Cabría reunir multitud de ejemplos parecidos: la generación del 98, la música de Shostakovich… en ámbitos completamente distintos la “Historia efectual”, la recepción de esos fenómenos siempre ha dado pie a discursos aparentemente contradictorios. Habría que estudiar el “aire de familia” existente entre esos fenómenos y sus “historias efectuales”. Una primera observación: en esa historia se diferencia una primera fase “pública”, en la que el fenómeno es objeto de discusiones extraacadémicas por parte de la élite intelectual, en términos básicamente ideológicos: se pretende apropiar el fenómeno para la propia causa. Gradualmente se pasa a la siguiente fase, la “académica”, en la que el fenómeno sigue dando pie a interpretaciones divergentes, pero en la que las coordenadas ideológicas quedan más difuminadas, pasando a primer término las coordenadas “paradigmáticas”, las referidas al esquema conceptual usado por el investigador (historia social frente a historia tradicional, etc.). De este modo la “querella” entre las interpretaciones divergentes no se reduce a una disputa ideológica entre grupos sociales, sino a una querella escolar entre diferentes formas de entender la investigación. Sigue habiendo ideología, pero su papel es mucho menos relevante (asociación entre lo “científico” y lo ideológicamente neutral: una interpretación “social” de la revolución francesa puede ser aceptada igualmente por conservadores, liberales o comunistas, aunque se difiera en la valoración de los hechos investigados).

Actualidad de la problemática de las revoluciones: Maravall cita a Pareto, la revolución como una respuesta al problema de la realimentación de las élites. Quizás para entender el momento actual hubiera que recuperar un concepto tan peyorativo como el de “élite” y darle un sentido más neutro y descriptivo, quitándole las connotaciones valorativas que le dio Ortega. El problema actual sería el de una sociedad excesivamente preparada, demasiado culta e inteligente como para aceptar el papel totalmente secundario e insignificante que le reservan unas élites que se han atrincherado en el poder y que dificultan la aceptación de nuevos miembros. Una élite cultural y académica se ha quedado sin el lugar social que debería corresponderle por méritos propios. Además, unas masas ilustradas por los medios de comunicación de masas ya no aceptan su papel totalmente pasivo y reclaman mayor participación en el poder.

2011.08.15 – Fragmento de una tesis sobre el modernismo español: filosofía y sociología de la ciencia

Nuestro trabajo se basa en las aportaciones de la sociología y la filosofía de la ciencia de las últimas décadas, sin seguir a ningún autor o escuela en particular. Ello no responde a una voluntad arbitraria de eclecticismo; los puntos de vista sobre la estructura sociológica de las ciencias, sobre su evolución histórica, etc., están sometidos a continuos debates académicos con multitud de “paradigmas” enfrentados; sin embargo, existen los suficientes rasgos comunes como para obviar esas diferencias y atenerse sin más a la base común en la que se asientan dichos debates, los puntos de vista no discutidos que, más allá de cualquier conflicto entre disciplinas, han asentado académicamente la viabilidad de una sociología de la ciencia y de una filosofía historicista de la ciencia. Resulta absurdo ceñirse a las teorías de Kuhn o de Lakatos, de Bourdieu o de Luhmann, de Karl Popper o de Gustavo Bueno, cuando los puntos comunes entre todas esas teorías son tan nítidos, especialmente si se comparan con las concepciones tradicionales de la ciencia, todavía presentes y actuantes en las comunidades científicas. Es evidente, además, que dichos rasgos comunes se observan con mayor nitidez desde un campo académico como el de los estudios literarios, ajeno a los debates internos de dichas disciplinas. Por tanto, no consideramos que la nuestra sea una postura ecléctica, sino respetuosa con el “núcleo esencial” de la filosofía y la sociología de la ciencia contemporánea. Por ejemplo, no cabe atribuir específicamente a un autor en concreto la tesis del carácter histórico y socialmente condicionado de los estudios literarios, ya que es un presupuesto básico de cualquier sociología de la ciencia y de cualquier filosofía post-positivista de la ciencia. Desde luego, hay que remitirse a autores fundamentales en estos campos como Kuhn o Bourdieu; pero también hay que señalar que sus posturas no son originales, sino derivadas de posturas previas que no llegaron a cristalizar en una disciplina académica autónoma. Así, la tesis del carácter histórico y social del conocimiento científico debería remontarse, al menos, a Marx. Por otra parte, resulta contradictorio con los presupuestos mismos de estas disciplinas atribuir en exclusiva a un autor un determinado “paradigma”, un “concepto”, una forma de entender la disciplina, ya que estas visiones de la ciencia ponen el acento en el carácter colectivo del conocimiento científico. Las tesis de Kuhn o Bourdieu surgen gracias a multitud de antecedentes (unos más fáciles de distinguir, y señalados por los propios autores: Koyré, Bachelard, Foucault, etc.; otros más difíciles de identificar, ya que ni los propios autores pueden ser conscientes de su influencia: la “tradición anónima” de las disciplinas en las que surgen las nuevas teorías, o las “ideas que flotan en el aire” en el momento histórico en que aparecen; así, se ha señalado que el concepto de “revolución” en Kuhn está muy ligado al espíritu de los años 60).

Por tanto, más allá de las diferencias entre las diversas escuelas hay un “aire de familia” que permite considerarlas a todas como un conjunto; así se puede comprobar en los manuales de síntesis o divulgativos sobre ambas disciplinas (citar algún ejemplo).

Ahora bien, a la hora de emprender el análisis de nuestro objeto de estudio habrá que recurrir a categorías concretas, específicas; no resulta suficiente atenerse sin más a ese difuso e indefinido “aire de familia”, sino que hay que ir más allá en busca de los esquemas conceptuales precisor que nos permitan ordenar y comprender nuestro objeto de estudio. Para ello correremos el riesgo de presentar nuestros propios conceptos; es impropio llamarlos “nuestros”, ya que proceden de las dos tradiciones de investigación señaladas. Ahora bien, cuando hablemos de “disciplinas”, “cierres disciplinares” o cualquier otro concepto no debe verse una relación unívoca con conceptos de igual denominación empleados por algunos de los autores mencionados. Lo que pretendemos es realizar un uso flexible del instrumental teórico ofrecido por la sociología y la filosofía historicista de la ciencia, y no atenernos rígidamente a ninguna escuela o autor. La razón está en la necesidad de respetar la especifidad de nuestro objeto de estudio: las disciplinas señaladas han basado la mayor parte de sus resultados en investigaciones sobre las ciencias de la naturaleza, mientras que las humanidades han desempeñado un papel marginal en dichos campos [podría señalarse algunas de las causas que han determinado dicha marginalidad, sobre todo la vigencia de la tesis tradicional de la distinción entre ambos tipos de ciencias, considerando a las “ciencias duras” como el prototipo de conocimiento científico; de ahí que se tomen, consecuentemente, como objeto prioritario de investigación; nuevo ejemplo de cómo las investigaciones están condicionados por presupuestos no científicos ajenos a la propia disciplina].

Mención especial a Gustavo Bueno, de quien se toma la idea de que las ciencias son sistemas “cerrados” con categorías propias e irreductibles; aunque es una visión de la ciencia similar a la que se puede encontrar en la mayoría de los autores de sociología y filosofía historicista de la ciencia.

[Hay que delimitar con claridad qué se entiende por sociología de la ciencia y por filosofía historicista de la ciencia; con ello se pondrían de relieve los presupuestos teóricos del trabajo, el “aire de familia” del que surge nuestra visión del debate modernismo/98].

Ahora bien, no podemos compartir en todos sus detalles la visión de la ciencia de Gustavo Bueno, en tanto que es solidaria de todo un sistema filosófico. Por muy práctico que nos resulte el concepto de “cierre categorial” para entender el proceso por el que una disciplina se constituye en autónoma, ello no implica que compartamos el resto de la perspectiva de Gustavo Bueno. El autor y sus discípulos considerarán que “malinterpretamos” (misreading) las tesis de Bueno; pero nuestra intención no debe ser la de seguir rígidamente ninguna doctrina, sino de aprovechar todo lo que de útil y válido para nuestra investigación podamos encontrar en ella. Para determinar el éxito y el interés de nuestra investigación (y de cualquier otra) hay que atenerse en exclusiva a los resultados obtenidos; no cabe, por tanto, atenerse ciegamente a ningún criterio de autoridad. Somos libres de apropiarnos y de “malinterpretar” cualquier teoría previa, siempre que ello suponga un avance en la investigación desde los criterios disciplinares en los que se sitúa. Los resultados determinarán si ello se ha conseguido [pero es evidente que su validez no vendrá medida por la mayor o menor fidelidad a la teoría de Gustavo Bueno o de cualquier otro autor; lo que hay que respetar son los fundamentos básicos de la disciplina en la que nos situamos, el “aire de familia” del que antes hablábamos, y desde ese “aire de familia” no solo está justificada nuestra postura, sino que resulta la única posible].