2012.08.09 – Nihilismo y pasividad. El irracionalismo en los falangistas

Relación entre nihilismo y pasividad: el “nihilismo negativo” de Nietzsche, ese nihilismo que se traduce por un lado en hedonismo (entrega a los placeres sensoriales, pasivos) y por otro en indolencia, pasividad (“mi ideal es tenderme sin ilusión alguna”). Ese “mal de siglo” es de plena actualidad cien años después: es el estado de ánimo de mi generación y de las siguientes. Hemos vivido hasta ahora en pleno entusiasmo adolescente, entregados a todos los placeres que nos ofrece la sociedad de consumo, y sin ningún tipo de preocupación económica gracias a la sobreabundancia de las sociedades en que nos ha tocado vivir. Sin embargo, a ese entusiasmo le sigue necesariamente el desengaño: el hedonismo no basta para justificar un proyecto vital; antes bien, es la negación de todo proyecto, la negación del futuro y la glorificación de un presente continuo (“carpe diem”). La falta de proyecto se traduce en falta de motivación para actuar. ¿Para qué vamos a hacer nada, si tenemos un mundo de placeres a nuestro alcance y sin esfuerzo? ¿Qué más podemos desear? Y sin embargo, notamos que nos falta algo, y sentimos que eso que nos falta es lo más importante.

En la mayor parte de los casos ese vacío, típico de la superación de la adolescencia, se resuelve mediante la instalación en las convenciones de la “vida adulta”: la familia y el trabajo. La instalación familiar hace surgir (aunque sea de forma imprevista, no buscada) un proyecto inédito: la vida ya tiene un objeto, el ser padre/madre y marido/mujer. Al mismo tiempo, también está presente el proyecto de la promoción profesional, de ir escalando puestos en el trabajo, lo que redundará no solo en mayores ingresos y mayor prestigio social sino, sobre todo, en mayor bienestar para los miembros de la familia. El problema surgirá cuando la familia se rompa o cuando sea despedido; pero lo que se quiebra no es el sistema de valores del individuo: su proyecto sigue intacto. El problema ahora no está en el proyecto, sino en la forma de continuarlo.

Esa es la descripción de la “vida adulta normal” en cualquier sociedad civilizada. Sin embargo, son cada vez más las personas que no pueden o no quieren ajustarse a ese proyecto de vida. Habría que mostrar cómo son las peculiares condiciones culturales, sociales y económicas del mundo actual las que favorecen esa “anomia”, esa falta de proyecto.

(Perspectiva sociológica: lo normal frente a lo patológico).

Ahora bien, cabe pensar que las causas de esa “anomia”, de ese malestar, esa falta de proyecto, no son solo sociales, “materiales” en sentido marxista. Parece evidente que la sociedad contemporánea no es capaz de inculcar en sus miembros una cosmovisión que permita darle sentido a sus vidas (y a sus muertes) de la misma forma que lo conseguía la visión religiosa del mundo hasta hace apenas dos siglos (salvo para los estratos más elevados y cultos, en donde ya estaba presente esta “anomia”). El desarrollo cultural ha llevado consigo el “desencantamiento del mundo”, y una de sus consecuencias es precisamente la falta de proyecto. De hecho, la rutina familiar y laboral de la que hemos hablado previamente no puede considerarse como proyecto derivado de la visión del mundo dominante: esa rutina no obedece a ninguna norma superior, a una visión trascendente de la familia o del trabajo; es una simple rutina que se mantiene por sí misma, sin mayor justificación. De ahí la fuerza crítica y el valor simbólico de películas como “American beauty”, que reflejan la toma de conciencia sobre la vacuidad de la vida burguesa prototípica (y supuestamente exitosa): los protagonistas descubren que su forma de vida no responde a un proyecto propio, auténtico; en realidad ni siquiera se trata de ningún proyecto, es una simple rutina (lo mismo en “Revolutionary Road”).

La angustia, el vacío existencial, la desesperación, en tanto que estados psicológicos cuya expresión teórica y filosófica es el nihilismo, tienen su origen social e histórico en esa “anomia”, esa sensación de marginalidad provocada por la falta de proyecto. Ahora bien, esa marginalidad, esa imposibilidad de aceptar los valores dominantes no se traduce en la aceptación de valores opuestos, esto es, de un proyecto vital que se oponga al dominante, sino que deriva en la imposibilidad de aceptar ningún proyecto: la pasividad, la indolencia, el hedonismo. La propia sociedad se encarga de fomentar esa pasividad, que es garantía de la tranquilidad de las clases dominantes (en este caso, el hedonismo y el nihilismo funcionan como “opios del pueblo”: la pasividad garantiza que los ciudadanos nunca se levantarán contra los que consciente o inconscientemente promocionan esa situación) y que además, a través del consumismo, favorece sus intereses económicos. De este modo la “falta de proyecto”, el vacío existencial, deja de ser una “anomia” para convertirse en fuente de estabilidad y riqueza. Quizás sea eso lo que explique que el problema, ese “malestar de la cultura moderna” que se manifiesta en las élites intelectuales desde el romanticismo, no solo no haya disminuido sino que siga creciendo.

[¿Por qué este tipo de cuestiones ya no se plantean en los círculos filosóficos? En la primera mitad del siglo fue la cuestión central de la literatura y la filosofía; quizás sea el abuso del tema, su conversión en tópico, su trivialización, lo que ha provocado su descrédito, como si el mero hecho de tratarlo de forma directa conllevara situarse al margen de la filosofía, en ese terreno del que se han apropiado los psicólogos mediáticos, los biólogos de la conducta y demás perpetradores de libros de autoayuda. Otra posible razón: los filósofos académicos son personas instaladas en un proyecto vital consolidado e indiscutido (el concepto de “instalación” de Julián Marías es muy útil para abordar este tema), por lo que no tienen ninguna necesidad “interna” de abordar este problema, y lo perciben como algo externo. También hay que tener en cuenta los “giros” de la filosofía académica en la segunda mitad del siglo XX: el giro lingüístico, el sociológico, el estructural, etc. Todos ellos coinciden en rebajar a su mínima expresión la importancia conceptual de las “vivencias”, centrales para la filosofía de la primera mitad del siglo. En realidad no se trata de que la cuestión del “sentido de la vida” parezca anacrónica y desfasada: es que lo es cualquier aproximación a nuestras vivencias más inmediatas, más ajenas (al menos en principio) a nuestra herencia cultural y teórica, a los grandes temas y problemas de la historia de la cultura.]

Caracterizamos esa anomia como “falta de proyecto”, y no tanto porque se encuentren deficiencias en los “proyectos” que tenemos a nuestro alcance (la sociedad contemporánea se caracteriza por la pluralidad de “proyectos”, de posibilidades vitales a nuestro alcance, frente a la máxima limitación de estos en las sociedades más atrasadas), sino porque se percibe que todo proyecto es una invención, una falsificación para ocultar la esencial vacuidad de la vida: nada vale nada. Si nada vale nada ¿para qué hacer nada? Lo único que cabe es esperar la muerte disfrutando de la vida todo lo que se pueda: “fuma, folla y bebe que la vida es breve”. Ese hedonismo nihilista puede rastrearse continuamente en todas las formas de la cultura popular de las últimas décadas: canciones, películas, etc. Sobre todo, en aquellas destinadas al público juvenil (cuanto más nihilistas, mayor es su éxito).

[Dos perspectivas del problema del sentido: la estrictamente filosófica y la sociológica. Se plantea el problema de cuál es la relación entre las dos perspectivas: ¿en qué medida la perspectiva sociológica expone tan solo el contexto de la filosófica? ¿Se puede reducir la “perspectiva interna” del problema a su “perspectiva externa”?]

[Hay que partir de la vivencia, como lo harían Unamuno y Ortega. Es un anacronismo, pero en el contexto actual resulta casi revolucionario: volver a lo inmediato, a lo espontáneo, a lo que está más acá de las tradiciones académicas y las bibliografías recomendadas.

Esa perspectiva no triunfaría en el ámbito académico, sino en el público que tenga vivencias similares, que se sienta identificado con la descripción del problema. Ese mismo público no percibiría el anacronismo del planteamiento; antes bien, agradecería la ausencia de pedantería, de citas académicas.]

El análisis puede aplicarse tanto a lo individual como a lo social: la pasividad y la falta de proyecto de cada individuo tienen su correlación en la pasividad y la falta de proyecto social. La gente no se rebela ya no porque no haya alternativa, sino porque cualquier alternativa en tanto que “proyecto” se percibe como una falsedad, una invención.

(Quizás pueda distinguirse en esa dimensión social a las derechas tradicionales, en las que no ha calado ese nihilismo; de ahí que sean los más activos, por mantener la fe ciega en un proyecto común.)

Saz Campos (“Tres acotaciones…”, p. 205), entre los aspectos de la ideología fascista que asume José Antonio en el periodo 1933-1934 está el “irracionalismo”. Sin embargo, habría que matizar muchísimo la presencia de ese rasgo en el falangismo. Primo de Rivera contrapone en numerosas ocasiones el sentimiento y la inteligencia; por ejemplo, al abordar el problema de los nacionalismos, contrapone el nacionalismo romántico, del sentimiento, y su idea de la Nación como proyecto: un nacionalismo de la inteligencia. La influencia de Ortega y d’Ors es evidente no solo en Ortega, sino en intelectuales fascistas como Laín Entralgo o Torrente Ballester (que subraya en su antología de José Antonio sus elogios de la inteligencia por encima del sentimentalismo romántico). Este no es el único aspecto en el que el falangismo se presenta como opuesto a lo espontáneo e irracional: respuesta a las críticas de sus seguidores por no seguir una línea más dura y violenta. Por otra parte, la violencia se presenta solo como reacción contra ofensas previas, y nunca como un valor en sí mismo. El falangismo huye de la exaltación romántica del sentimiento, de lo inmediato, y se presenta como una elaboración intelectual, una obra de la inteligencia.

En el mismo texto, p. 207, Saz Campos reconoce este hecho, contradictorio con el irracionalismo fascista, al señalar como “marcas de origen” procedentes del pasado conservador de Primo de Rivera “la sistemática apelación a la razón, la búsqueda de la elegancia en pretendida oposición a la demagogia, el menosprecio sistemático de las masas y el rechazo casi visceral de la revolución en lo que tenía de ruptura del orden”. Ello se combina en Primo de Rivera con el irracionalismo más prototípicamente fascista: “sus apelaciones a lo «poético» escondían una sublimación del irracionalismo y otro tanto puede decirse [p. 208] de su naturalismo, definido siempre en oposición al «naturalismo» de «nefastas» consecuencias revolucionarias del abominado Rousseau. Tampoco la demagogia estaba ausente del discurso joseantoniano y de ella se pueden encontrar en sus discursos abundantes muestras. La diferencia radicaba en que, a pesar de todo ello, Primo de Rivera gustaba de presentarse como defensor de la razón y la elegancia intelectual.”

Diferencia entre Ledesma y Primo sobre el carácter de la revolución: “Era la de Primo de Rivera, en efecto, una revolución que debería resolverse sin grandes convulsiones y a la mayor brevedad en un orden «clásico», una sociedad perfectamente jerarquizada con un «César» en la cúpula. Una revolución, en definitiva, muy diferente de aquella con cierto sabor de revuelta imaginada por Ledesma. No sería de extrañar, en este sentido, que en las frecuentes alusiones de Primo de Rivera al carácter «romántico» y de heredero de la Revolución francesa del nazismo hubiera una crítica larvada a las concepciones de Ledesma.”

2012.07.01 – El concepto de «zeitgeist», el fascismo, la vanidad de Heidegger y los filósofos «de moda»

El Zeitgeist de una época no es único: existen diversos “espacios teóricos y conceptuales” en función de las “clases culturales” (intelectuales, “clases bajas”, clase media, clase alta, etc.). Del mismo modo, dentro de esas clases pueden coexistir varios espacios (un grupo de intelectuales que se sitúan en la órbita marxista, otro que se sitúa en el espacio conceptual del idealismo alemán, etc.). El conflicto entre esos diversos espacios es inevitable: cada persona debe “apostar” (Bourdieu) por un determinado espacio conceptual. La pluralidad de opciones (la complejidad) es cada vez mayor según nos vamos acercando a las sociedades desarrolladas actuales.

Hablar de un Zeitgeist único conlleva suprimir la complejidad real, simplificarla para convertir el “espacio conceptual” de un determinado grupo en el de toda la sociedad en su conjunto.

Sobre el problema de entender a los intelectuales fascistas: el problema que tenemos para aceptar esa realidad (esto es, que intelectuales de enorme valor no solo en sus disciplinas, sino también humano) está en nuestra incomprensión del fascismo; lo percibimos atendiendo a sus resultados históricos como una ideología monstruosa, inhumana. Sin embargo, lo que debemos tener en la cabeza para comprender el compromiso con el fascismo no solo de los intelectuales sino de cualquiera de sus partidarios es lo que el fascismo tiene de “visión idealista del mundo”, opuesta a la mediocridad y al materialismo burgués. Ese idealismo da un sentido superior a la existencia: el fascista se convierte en un luchador por un mundo mejor, pone su vida al servicio de un ideal superior. Hay que entender el fascismo como “idealismo”. En este aspecto, en lo que tiene de “encantador” de nuestra existencia cotidiana vulgar, desencantada, la opción por el fascismo está al mismo nivel que la opción por el comunismo (sin embargo, no tenemos tantos problemas para entender la opción comunista, debido a que sus ideales nos resultan históricamente mucho más cercanos y comprensibles que el ultranacionalismo y la exaltación del orden, la violencia y la jerarquía propios del fascismo; ahora bien, al margen del contenido de la doctrina lo que no se debe perder de vista es su idealismo de base, su carácter de “encantador” de la existencia cotidiana).

Quizás una de las razones de esa incomprensión del fascismo está en que los estudios académicos lo consideran como doctrina, como un cuerpo teórico más o menos desarrollado, obviando lo que el fascismo tenía de “actitud ante la vida”, más sentimental que teórica. Lo que los fascistas compartían era, ante todo, el desprecio de la existencia vulgar, cotidiana, y la voluntad de lucha por unos ideales comunes y trascendentes. En este aspecto el fascismo venía a llenar el vacío provocado por el desencantamiento moderno de la existencia (declive de las religiones, surgimiento de la sociedad de masas, etc.).

Sobre el desprecio de lo cotidiano en el Heidegger de Ser y tiempo, que lo identifica con la vida inauténtica: es evidente que los lectores de la obra quedan excluidos por definición de esa vida inauténtica, ya que leer a Heidegger no es una tarea común, cotidiana. Por tanto, lo que está haciendo Heidegger es adular a sus lectores, los cuales contestaron a su adulación con la aceptación sin reservas de la doctrina de la “vida auténtica”. Lo que en realidad Heidegger está diciendo es que para tener una vida auténtica hay que leer su libro. Elitismo intelectual de fondo, como si la falta de interés por la filosofía fuese signo de una “vida falsa”. La cuestión no es marginal: apunta a una de las claves para entender el “espacio de pensamiento” en que se mueven Heidegger y sus lectores. Más allá de la defensa de una determinada filosofía, lo que está en juego es el valor de la filosofía y de los filósofos en la sociedad moderna: se trata de reivindicar los grandes temas frente a la hegemonía moderna de las “cuestiones pequeñas”, cotidianas. El filósofo pierde su hegemonía tradicional, su posición de liderazgo intelectual; de ahí que descalifique a la sociedad moderna como “inauténtica”; los filósofos no pueden perdonar que la gente les ignore, que juzguen que hay cosas más importantes que hacer que leer sus libros. El ideal del filósofo es una república de filósofos, esto es, la conversión de cada ciudadano en filósofo; con ello llegaría a su culminación la utopía de una hegemonía absoluta del filósofo sobre la sociedad.

¿De dónde procede esta “voluntad de poder” del filósofo? Frente a otros gremios (p. ej. el científico) el filósofo no se conforma con ocupar una posición discreta dentro del mundo moderno: aspira a estar en su centro en tanto que su intérprete máximo, su oráculo, la voz de la verdad. La falta de atención a la filosofía es vista como algo perjudicial para la propia sociedad, como si la filosofía fuera algo indispensable para su supervivencia. Este ansia de dominio, que determina decisivamente las críticas filosóficas a la sociedad moderna, no puede achacarse tan solo a la nostalgia de épocas pasadas: la edad heroica de los filósofos, luchadores por la verdad frente a la ignorancia y la superstición (gran relato ilustrado que identifica filosofía con libertad y progreso). Más allá de la nostalgia de épocas pasadas, de tiempos en los que la filosofía era más visible (quizás porque el campo intelectual era mucho menos complejo), parece haber algo consustancial a la propia disciplina, a su fondo metateórico (¿quizás sea su propia falta de “regionalización”, la aspiración a ser un “saber de saberes”? La falta de un contenido temático determinado lleva a que el filósofo se considere un “especialista en todo” que sirve de nexo de unión entre los distintos saberes; su falta de determinación es lo que le permite ver cosas que los especialistas más “localizados” no pueden ver; pero esto ya es una visión de la filosofía desde una perspectiva determinada: la de Bourdieu o Luhmann, visión pluralista de la tarea intelectual en las sociedades modernas).

Falta de humildad del filósofo, frente a otros “trabajadores del intelecto”. El filósofo no puede hacerse a la idea de que es uno más: no puede verse como contingente, se percibe a sí mismo como necesario, como indispensable para una auténtica existencia humana y para que la sociedad funcione correctamente. (Se observa que el “miedo a la mediocridad” también está detrás de esta autohipervaloración de la filosofía).

Sobre las “malas lecturas” de los filósofos “de moda”: podría trazarse un paralelismo entre la recepción del Heidegger de Ser y tiempo y la recepción actual de Derrida o Foucault. Lo que se difunde es una serie de tópicos al uso que terminan por adquirir consistencia propia y sustituyendo al original. De Heidegger se tomaron motivos como la angustia, la vida cotidiana, la “cura”, el ser-para-la-muerte, etc.; la dimensión antropológica, existencial, de su obra, quedando al margen la dimensión ontológica, lo que tiene de reflexión y análisis sobre el fundamento de lo real. De Derrida y Foucault se toman las “vulgarizaciones” de su obra por autores como Culler; se citan textos canónicos sacados de su contexto inmediato de producción y recepción. En algunos casos (Cardwell) se recurre sin disimulo a “digests”, antologías de fragmentos de sus obras.

¿Qué conclusiones sacar de ello? Lo que se difunde, lo que pasa a ser una moda, son aquellos rasgos que más se corresponden con el “espíritu de la época” (en este caso, el territorio teórico y conceptual en el que se mueve la intelectualidad del momento). Heidegger acierta al poner en primer plano la existencia del individuo común desde una perspectiva inmediata, fenomenológica, más allá de cualquier conceptualización previa que condicione la percepción inmediata de esa realidad. Es ese aspecto de su obra el que logra la máxima difusión entre autores de corrientes ideológicas totalmente dispares, pero que sienten que Heidegger se está ocupando de su propia realidad, de las vivencias del hombre moderno en un mundo sin dioses. En lo que respecta a Derrida y Foucault, hay dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la politización del conocimiento (el tan foucaultiano “todo es poder”) en una época convulsa desde el punto de vista ideológico (años 60-80); en segundo lugar, la crítica de todo discurso hegemónico, la reivindicación de lo marginal, lo oculto, lo que siempre se deja de lado (Derrida), reflejándose con ello la incorporación a la vida intelectual mundial de grupos hasta entonces marginados. Como suele suceder en estos casos, la dimensión sociológica de una tendencia de pensamiento es más evidente cuanto mayor es su difusión: es precisamente esa difusión lo que prueba su importancia social, lo que permite considerarlo como expresión de fenómenos sociológicos (de todos modos es imprescindible tener en cuenta también la dimensión interna, la respuesta a problemas teóricos planteados dentro de la propia disciplina).

2012.06.14 – Comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y alguna cosa más

Ortega, “Mirabeau o el político”, 1927, citado en Gracia, libro sobre Laín, páginas 83-84:

“Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debiéramos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío que Europa está ahora pagando proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es que esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo – son desiderata. Pero ¿qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?

  • Los ideales son “creados” mientras que los arquetipos son “reales”; el “perspectivismo” brilla por su ausencia, Ortega contrapone lo real a lo irreal como lo haría cualquier positivista o cualquier “metafísico” (religioso o filosófico).

Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por sus imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. [p. 604] Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar como ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha más gracia.

  • Ese “carácter infantil” podría ser el propio de los artistas (de ahí que con frecuencia den lo mejor de sí en su juventud, y su madurez vital sea una época de decadencia artística). Ortega parece contradecirse, va en contra de su visión estética de la ética, del énfasis en el carácter creador del ser humano (la estética romántica del genio).
  • “estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza”, con mayúsculas: metafísica pura.

En definitiva: el “idealismo” vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. (…) El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad.”

  • Lo “ideal” y lo “real” se contraponen de forma correlativa al hombre y la “naturaleza”; el primero de los polos se valora negativamente y el segundo de forma positiva: la “invención” de la “Naturaleza” es siempre superior a la imaginación humana (visión romántica de la naturaleza, como “natura naturans”, como creadora de formas.)

[p. 605] “Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública [la monarquía parlamentaria]: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas”.

  • La oratoria como elemento fundamental de la “política pública”; sería interesante estudiar su evolución (y degradación) hasta la actualidad, como consecuencia del desarrollo de los medios de comunicación de masas y la aceleración y fragmentación de la información política (no interesan los grandes discursos sino las frases sentenciosas, los “slogans”); además, lo visual pasa a un primer plano frente a la hegemonía indiscutida de lo verbal.
  • Por otra parte, cabría preguntarse sobre el papel previo de la oratoria, incluso en las monarquías absolutistas: ¿en qué medida era un fenómeno público? ¿Había discursos a las masas?

[p. 606] “Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho (…). Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma”.

  • Las causas de la Revolución Francesa no son “materiales” sino estructurales e ideológicas.

“…la Revolución Francesa (…) fue un completo fracaso. Los [p. 607] principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración.”

  • Ortega parece estar de acuerdo con los principios, pero no con los métodos que, según él, fueron causa de la lentitud de instauración de aquéllos.
  • Decir que fue un “absoluto fracaso” es una boutade inaceptable; ejemplo de cómo Ortega prefiere la originalidad y la brillantez antes que la exactitud y la veracidad, por convencionales que sean.

“…Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.”

  • El orden como objetivo de la política: visión claramente conservadora de la política, frente a la dimensión creadora de la política (impulso de novedades, reforma de la realidad) Ortega opta por una visión más “cobarde”: lo importante es la estabilidad.

[p. 608] “…durante mucho tiempo, el europeo ha necesitado para vivir respirar frases como balones de oxígeno”.

  • Se podría aplicar al propio Ortega, obsesionado en su obra por la frase brillante (el propio texto lo confirma).

Sobre los “grandes hombres”: “Si en algún momento, por descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho, transpersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el “sí mismo”, el “yo” de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer.”

  • Distinción entre el “hombre mediocre” y el “gran hombre”; lo que caracteriza a éste es el “afán indomable de crear cosas”, “obras transpersonales”.

“Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significa nuestra valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies diversas: vivir es para uno y para otro una operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nietzsche distingue entre “moral de los señores” y “moral de los esclavos”, da una fórmula antipática, estrecha y, a la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.

El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión: vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros – sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público –. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible – ineludible como el parto –. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán riguroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior “destino”, forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos – el placer y el dolor –. Busca el placer y evita el dolor. Este modo de funcionar vitalmente que en sí encuentra, le lleva [p. 84] a suponer, por ejemplo, que si un pintor se afana en su oficio, es movido por el deseo de ser famoso, rico, etc. ¡Como si entre el deseo de fama, riqueza, delicias, y la posibilidad de pintar este o aquel gran cuadro, de inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, sino exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idea o ideal de ser “famoso pintor”. Y entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ese papel – “ser famoso pintor” –, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los malos pintores”.

“Esto es lo que no comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas – para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado.

  • La política se equipara con el arte: el político es un “creador”.

La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al grande hombre, porque su “yo” está lleno hasta los bordes con “lo otro”: su ego es un alter – la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo.

  • Ortega muestra tener una concepción radicalmente idealista (y romántica) de la creación; no considera que los “grandes hombres” también pueden moverse por fines egoístas (de los cuales el más importante será el prestigio, la fama) sin que ello desvirtúe la calidad de sus obras. Considera al “genio” como alguien al margen de la sociedad, no “contaminado” por sus necesidades y motivaciones, entregado en exclusiva a la “creación”. La postura de Ortega es muy significativa de la idealización del artista entre la intelectualidad de la época; más importante todavía, al considerar al político como creador, como artista, es un signo de la “estetización de la política” que se presentará de forma extrema en los fascismos pero que ya podía percibirse en la dimensión pública de la política, en su condición de espectáculo y de materia narrativa.

“No se me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas. (…) …no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que haya [p. 611] subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. (…) Ni fuera exagerado afirmar que la inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre sobre lo óptimo, porque la adopción del mal suele decidirse sin pretensiones de moralidad, y, en cambio, aquella subversión se encarece casi siempre en nombre de una moral, falsa, claro está, y repugnante.”

  • No se trata de una moral de “lo bueno frente a lo malo”, sino de una moral de “lo mediocre frente a lo óptimo”: una moral estética, en la que encuentran su justificación los “pequeños vicios”. El genio está “más allá del bien y del mal”.
  • Es interesante percibir la persistencia de ese carácter “supramoral” del artista en la actualidad, personificado en las estrellas del rock.

“Es posible que el régimen de magnanimidad – sobre todo en el hombre público – incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios.”

  • “Virtudes menores” que “estorban” a los grandes hombres.
  • Quizás sería más preciso que para Ortega la contraposición entre lo “bueno” y lo “malo” sigue teniendo vigencia, pero cambiando su ámbito de aplicación: lo bueno es lo “creador” y lo malo es lo “mediocre”. Las afinidades con Nietzsche, con la “moral de artista”, son evidentes.

“Es preciso ir educando a España para la óptica de la magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad”.

  • Ejemplo máximo de “fascismo moral”, de ética elitista (expresión contradictoria, como “inteligencia militar”). Hay virtudes “de primera” (las “grandiosas”) y “de segunda” (las “pequeñas”).
  • Influencia evidente de Nietzsche, y de todo lo que está implícito en Nietzsche: la visión estética de la sociedad y de la existencia, el malestar del intelectual ante la sociedad moderna, la sociedad “de masas” y sus formas políticas y jurídicas (la democracia y el estado de derecho, que igualan a todos los ciudadanos, sean “grandes” o “pequeños”).
  • Carácter metafísico, en el peor sentido, de las afirmaciones de Ortega: la “grandeza” de una tarea o de una persona son absolutas, naturales, no aparecen en función de un contexto social e histórico. Parece como si la gente estuviera predestinada a ser “grande” o “pequeña”, como si fuera algo “natural”.
  • El perspectivismo de Ortega se concibe como “individual” y no como “social”, esto es, Ortega es sensible a las distintas perspectivas individuales sobre lo real, pero no lo es tanto a lo que esas perspectivas individuales tienen de sociales, esto es, de expresión de determinadas realidades que trascienden al propio individuo. Sobre todo, no es consciente del carácter “social” de sus propias teorías y valoraciones, de en qué medida son una consecuencia de su puesto en la sociedad como “intelectual”.
  • Las teorías de Bourdieu sobre el “capital cultural” obligan a una relectura crítica de toda la tradición intelectual previa; la hipervaloración de lo intelectual y de la sumisión a las “grandes tareas” propias de los “grandes hombres” deben verse como una excrecencia ideológica de la propia posición del intelectual en la sociedad de la época (eso mismo es lo que intentó hacer Bourdieu con Heidegger). Sin embargo, no pueden reducirse a esa condición (lo teórico no es reducible a lo social): esa ética “estética” y elitista responde también a condicionamientos propios del orden de las ideas (crisis de la fundamentación de la ética en valores trascendentes, que antes estaba garantizada por la creencia religiosa; se buscan criterios éticos inmanentes; imperativo romántico de la acción; necesidad de distinguirse de la “masa”; además de la masificación y democratización de la sociedad moderna, hay que tener en cuenta la difusión de la cultura que acrecienta aún más el “peso de la tradición” y la necesidad de distinguirse, de no confundirse con ella, de ser original, de crear algo distinto).
  • La parte central viene a cuento de una frase a la muerte de Mirabeau, crítica con éste: “no hay grande hombre sin virtud”. Podría considerarse el procedimiento de Ortega como análogo al de Derrida: atender a aspectos marginales de una cuestión con objeto de mostrar lo esencial pero oculto, lo que no se ve a primera vista si se atiende a lo central.

[p. 618] “una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política, o se viene para hacer definiciones. (…) La política (…) es clara en lo que hace, en lo que logra y es contradictoria cuando se la define”. Al igual que en la física “lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual”.

  • Esquema del razonamiento de Ortega: la Política/lo real y las definiciones/lo ideal. La política se entiende como acción, y no como teoría: teoría política sería una expresión contradictoria. Distancia entre lo real y lo teórico; habría que decir que en la física esa distancia puede achacarse al hecho de que el hombre no ha creado la realidad; sin embargo, la realidad política sí que es creación y (al menos en teoría) resultado de la decisión del hombre. Sin embargo, Ortega prescinde de ese matiz para considerar la realidad política, los hechos, como algo inasequible al pensamiento.
  • Irracionalismo de la política: ésta no puede atenerse a normas racionales ni ser comprendida plenamente por la razón. (Relacionar con Weber, diferencia entre el político y el científico, la praxis y la teoría).

La política de Mirabeau, como toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad.”

  • Paralelismo con la “síntesis” fascista: lo esencial es el orden, la política ideal como síntesis de contrarios.

Mirabeau [p. 620] “sentía en su propio interior la necesidad de actividad. En la inercia, su torrencial activismo le ahogaba. He aquí lo más característico en todo grande hombre político.

El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir, y sólo, cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar. Se complace, por el contrario, en intercalar cavilaciones entre la excitación y la actuación. Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta es su gloria y tal vez su superioridad. En última instancia, se bastan a sí mismos, viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos.”

[p. 621] “Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual, es en efecto, casi siempre, un poco enfermo. En cambio, el político es – como Mirabeau, como César –, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.

  • Contraposición político/intelectual, acción/reflexión que se superpone a las anteriores, real/ideal.
  • Irracionalismo de la política, falta de reflexión. Para Ortega eso no es un rasgo negativo sino todo lo contrario: el político es el hombre de acción.
  • Paralelismo con las reflexiones sobre Don Juan: también un hombre de acción.

“La moral, psicológicamente, representa una preocupación, puesto que implica la detención de nuestras impulsiones hasta determinar si son debidas o indebidas. En el hombre normal, el acto no se dispara tan rápidamente después de deseado que no deje tiempo para hacerse cuestión moral de él, para preguntarse si es bueno o malo, para ver su cariz ético. Pero imagínese el funcionamiento de un alma impulsiva: su primer momento no es de ver ese cariz del acto, sino de comenzar desde luego su ejecución. Hay, pues, mucha injusticia en llamarle inmoral por haber querido aquel acto incorrecto. ¿Es que lo ha querido; es decir: que ha habido un instante en que lo ha visto, en que se ha colocado ante él contemplativamente? Eso es lo que hace el intelectual, el moral: contemplar sus propios actos. Por eso suele no ejecutarlos. Pero el impulsivo no se anda en contemplaciones. En él lo primario es ya el operar. Desde un punto de vista moral, lo único que cabe exigirle es que se arrepienta después de la acción consumada, ya que sólo entonces le es dado contemplarla.

No acusemos, pues, la inmoralidad al gran político. En vez de ello, digamos que le falta escrupulosidad. Pero un hombre escrupuloso no puede ser un hombre de acción. La escrupulosidad es una cualidad matemática, intelectual: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones. Si se examina con cuidado la vida de Mirabeau, de César, de Napoleón, se ve que la presunta maldad no es sino la inevitable falta de escrupulosidad aneja a todo temperamento activista y, por tanto, impulsivo. El mundo antiguo, que iba en todo hasta las últimas consecuencias, cuando decidió ser escrupuloso – en el estoicismo – tuvo que elegir como norma superior la epoché, la inacción.”

  • Parecería que Ortega sitúa al político “más allá del bien y del mal” pero habría que matizarlo: no es que el político sea “inmoral” o “amoral”, es que “le falta escrupulosidad”. Sus acciones siguen siendo objeto de juicio moral, pero Ortega no se refiere a esto sino al juicio a su persona, a sus intenciones; es ahí donde, según él, encontrarían disculpa los “pequeños vicios” del político, justificados por su carácter de hombre de acción.
  • Lo esencial para Ortega es distinguir entre varias categorías de hombre: el “hombre normal”, el intelectual, el político. Cada uno parece tener una moralidad propia; no hay una moral absoluta, válida para todo ser humano sin excepción: depende de la naturaleza de cada ser humano concreto. Lo que subyace es una visión “esencialista” del ser humano: éste no elige sino que parece condenado a ser un mediocre o un gran hombre (relacionar con la importancia de ideas como “vocación” en Ortega). Por tanto, hay que disculparles por los errores inherentes a su condición, a su naturaleza (con una excepción: Ortega no perdona la “moral pequeña”, resentida, del hombre mediocre).
  • No hay aquí una “instalación social” de la moral, un juicio de las acciones humanas en función de las “vigencias”, de las ideas sociales vigentes distribuidas según las clases sociales y las funciones que se les asignan; la moral no se relaciona con eso sino con la “naturaleza” del hombre, con su “carácter” de político, de intelectual o de “hombre normal”, como si esos fueran tipos fundamentales, “naturales”, y no fenómenos sociales.
  • Ortega justifica las “pequeñas inmoralidades” de los “grandes políticos” en base a su carácter de hombres de acción, pero ¿justificaría también las inmoralidades, pequeñas o grandes, de los políticos mediocres? No se aclara en qué medida los juicios de Ortega se aplican a todo hombre en función de su “naturaleza” de hombre normal, político o intelectual o en función de su dimensión, “pequeña” o “grande”. Hay, por tanto, una cierta confusión en el texto en base a los dos criterios de clasificación; en realidad habría que pensar que la justificación de la inmoralidad ocasional del político se debe no tanto a su carácter de político como a su carácter de “gran hombre”, esto es, las tesis de Ortega no serían aplicables a los políticos mediocres, que Ortega consideraría como “hombres normales”, “hombres mediocres”.

[p. 622] “El contemporáneo o el lector de la biografía son injustos con la juventud del grande hombre político, que es semilla y raíz de su madurez fructuosa. Se quiere ignorar que no ha esperado para ser hombre público a que llegue la hora de su popular epifanía, sino que lo fue desde luego, y que la turbulencia y absurdo sesgo de su mocedad provienen precisamente de que, siendo ya, por su constitución orgánica, hombre público, tuvo que moverse en el angosto molde de la vida privada.”

  • Ortega adopta el punto de vista del “lector”: la vida se aparece como relato, se juzga del personaje histórico y de sus acciones como se haría de un personaje literario.
  • Se es un hombre público por “constitución orgánica”: de nuevo el “esencialismo” aplicado al ser humano, como si éste tuviera una “naturaleza”.

Ejemplos de “grande hombre político” con “juventud revuelta y atropellada, a veces tangente de la botaratería”: Temístocles, Alcibíades, César, Mirabeau. También Napoleón.

  • “Canon” de “grandes políticos”.

[p. 623] “Todas esas excelencias que se revelan en la hora ilustre suponen genio, ciertamente; pero también un substrato de ciertas condiciones orgánicas que aisladas parecen monstruosas. Tales son la impulsividad, el activismo e inquietud constantes, la falta de escrupulosidad. Sobre éstas va a caballo el genio; sin esas capacidades psicofisiológicas, que son como fuerzas brutas y poderes elementales – demoníacos, diría un antiguo –, no hay grande hombre político.”

  • El “genio” y las “condiciones orgánicas”: los dos supuestos en que se basa la teoría de Ortega sobre el “grande hombre”; en ambos casos se subraya su “necesidad”: no es algo que se elija, es un don natural (orgánico) o sobrenatural (genio).

“Cabe no desear la existencia de grandes hombres, y preferir una humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas.

  • Dos tipos de virtudes: las “cotidianas” y las “extraordinarias”. Discriminación “estética» dentro de la ética.

La escrupulosidad es una forma de bondad; pero no es la única. Y hay incongruencia en exigirla al hombre de acción, que es de acción porque es impulsivo. En la acción hay que evitar el piétinement sur place, y esto es el escrúpulo. Sólo podemos reclamar en el hazañoso una bondad homogénea con su temperamento; ésta es la otra forma de bondad, la bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos. Ahora bien: es interesante observar que esta sanidad de instintos, esta generosidad ubérrima brota en todas las biografías de grandes políticos, y permite diferenciar al falso del auténtico, a Sylla de César.

  • De nuevo lo instintivo, la “sanidad nativa de los instintos”: la grandeza como algo natural, biológico. ¿En qué medida puede hablarse de “bondad impulsiva” cuando esa bondad no es resultado de una elección, no es responsabilidad de la persona? Ortega no juzga las acciones en función de las intenciones: el valor de las acciones parece serle intrínseco, algo es bueno o malo con independencia de la intención del actor. La ética no se enfoca desde el punto de vista subjetivo sino “objetivo”.
  • De nuevo, el político no está “más allá del bien y del mal”; lo que sucede es que hay más de una forma de bondad; “pluralidad moral” en función de la naturaleza del ser humano. A todas estas “morales” le subyace una distinción esencial: grandeza frente a mediocridad.
  • De nuevo, “las biografías de grandes políticos”: los personajes históricos como personajes literarios. Ortega no parece ser consciente del carácter legendario que le dan a los hechos históricos el tipo de relato y la distancia histórica: la biografía convierte al personaje histórico en personaje literario y para ello, sobre todo en las biografías “extraacadémicas”, se subrayan los rasgos más “novelescos” y atractivos para el lector, la parte menos convencional, lo más aventurero. Ortega toma lo literario como histórico.

Sobre conferencia de Julián Marías: se confirma lo que se deduce de sus Memorias: al igual que en la obra de Ortega, el método “intuitivo” que utiliza tiene defectos evidentes pero también tiene su interés: éste se debe sobre todo al valor de muchas de sus intuiciones. Sin embargo, estas intuiciones no deben ser entendidas como de valor absoluto, como “análisis de la estructura histórica del ser humano”, como “antropología metafísica”, sino como un autoanálisis excelente de su propia contingencia histórica y social, esto es, lo que revela el análisis filosófico no es la estructura del ser humano sino la estructura del pensamiento del autor, las “vigencias” a las que está sometido (p. ej. el machismo). Lo mismo puede decirse de la obra de Ortega: sus análisis no tiene valor “trascendental”, sino como expresión de las “vigencias” del intelectual español de la época.

¿En qué medida pueden resultar actuales esos dos autores? En la medida en que sus intuiciones puedan ser fértiles para “leer” nuestra propia situación social e histórica. El valor de su “fenomenología” no está en sus resultados, sino en su forma: lectura filosófica de lo real, irreductible a cualquier otra disciplina. Que nuestros planteamientos y conclusiones sean distintos no impide que podamos señalarlos como pertenecientes a nuestra misma tradición. Pese a ello, hoy en día resulta inaceptable todo lo que hay de “metafísica” en estos autores (en el peor sentido de la palabra: no en el que le da Ortega).

Sobre la visión de Marías de las “vigencias” y las edades: la juventud parece implicar una rebeldía; sin embargo, no es más que un cambio de vigencias: el joven se rebela contra las vigencias de los padres y pasa a someterse a las vigencias del grupo juvenil.

Sobre la autobiografía de Ignacio de Loyola: importancia (tanto en el mero hecho de que cuente su vida como en su contenido: lecturas de libros de santos que le determinan a imitarlos) de la imitación de modelos literarios. (Paralelismo con Don Quijote) La vida como obra de arte: San Ignacio se propone conscientemente que su vida sea digna de imitación, del mismo modo que él imita a los santos su objetivo es que algún día alguien le imite a él. Pretende situarse al mismo nivel que sus “ídolos”, mediante un mimetismo completo (incluso exagerado, a veces cercano a lo caricaturesco) en su conducta y en su pensamiento. ¿Podría ser que Cervantes tomara de aquí la idea para Don Quijote o que al menos fuera parte del sustrato inconsciente del que surgió la idea? Dejar de ser alguien “normal” para ser alguien extraordinario, digno de pervivir en la memoria colectiva, alguien digno de que se relaten sus hazañas (en este caso es el propio Ignacio el que lo hace).

2012.02.04 – Shostakovich y el arte totalitario

Música y significado

Primero: significado de la obra de Shostakovich; paralelismo con “fascistas españoles”. Nos gustaría interpretar su obra como contestación al totalitarismo, pero esa interpretación no es viable. La quinta sinfonía como paradigma de “generosidad hermenéutica”: en realidad estamos ante una obra como mucho indiferente ante el contenido político; sin embargo, se interpreta como una obra políticamente contestataria aunque su partitura lo desmienta de forma inequívoca. Más allá de su interpretación política, lo decisivo es la necesidad de interpretarla en su contexto; no el contexto personal, biográfico, que quizás sea el realmente determinante, sino el contexto político: en lugar de interpretarse en relación con su propia biografía (tema de Carmen, relación amorosa, afirmación en relación con los ideales estalinianos de la música rusa) se interpreta como una desviación irónica de los ideales oficiales, aunque la propia partitura desmienta esa ironía.

Shostakovich como ejemplo prototípico de la problemática semiótica que supone el arte totalitario: nos gustaría percibir ironía donde hay aceptación indiscutible del orden vigente. ´Confundimos lo que nos gustaría ver con lo que es. Lo mismo podría decirse de tantas obras literarias en las que percibimos “desmitificación” donde en realidad hay glorificación de la visión mítica (fascista) de la existencia.

Desde la perspectiva política, la obra de Shostakovich es irredimible, una basura ideológica. Desde el punta de vista estrictamente musical son evidentes sus cualidades, puramente abstractas, al margen de cualquier interpretación política (aunque para los detractores no son más que pastiches de Mahler Y Chaikovski).

2011.03.06 – «La novelística de Camilo José Cela», de Paul Ilie: la ideología en los estudios literarios

Sobre “La novelística de Camilo José Cela”, de Paul Ilie: interesantísimo el cambio entre la parte publicada originalmente, en los años 50, y el apéndice posterior de los años 70; es el tránsito en los estudios literarios angloamericanos (¿o solo americanos?) desde el formalismo hacia el “ideologismo”, del análisis estructural al ideológico (etapa previa a los estudios culturales).

El “Viaje a la Alcarria” como problema para el “paradigma ideologista”: se trata de una obra aparentemente neutra desde el punto de vista ideológico, pero esa neutralidad, ese “esteticismo”, es por sí mismo una forma de compromiso: la “reducción estética” de lo real es correlativa de una “neutralización ideológica” ajena a cualquier crítica de la situación social existente. Según el paradigma de Ilie, “todo es ideología”, no existe la neutralidad en este terreno. Por eso el Viaje se ofrece como un interesantísimo “problema” para el paradigma, al poner a prueba la capacidad de rastrear “ideologías” en obras aparentemente carentes de ellas. Esa actitud detectivesca y un tanto inquisitorial desemboca ocasionalmente en el ridículo, como cuando se interpretan determinadas escenas y observaciones como expresiones de la ideología reaccionaria y favorable al régimen franquista de su autor. Esta forma de actuar es enormemente ilustrativa no de la realidad analizada (la ideología de Cela expresada en el Viaje a la Alcarria) sino de esta modalidad de análisis literario, en el que los valores estéticos de la obra solo son relevantes por ser indicativos de una ideología, y en el que el análisis literario se centra en aquellos detalles que puedan tener significación ideológica, aunque su papel en el funcionamiento de la obra sea mínimo. El paradigma determina qué es relevante y qué no lo es, qué es lo que se debe buscar en un texto y qué se debe dejar de lado. Aplicado al Viaje a la Alcarria, el resultado de la aplicación de esta metodología es la transformación del relato de una experiencia estética en una apología mal disimulada del régimen franquista. Cabría decir que, si ello es así, no es tanto por mérito de Cela como del paradigma, que establece como uno de sus puntos de partida que “todo es política”. Textos como el Viaje a la Alcarria se sitúan en los márgenes del campo estudiado por el paradigma: aparentemente no pertenecen a él, pero al considerarse que “todo es política” por principio habrá que encontrar ideología en el texto, aunque aparentemente no la tenga. Para lograr ese objetivo, el crítico convierte el silencio en significativo desde el punto de vista ideológico; cabría decir que esa interpretación del silencio como aprobación implícita de lo real resulta sesgada y, sobre todo, arbitraria. Se niega autonomía a lo estético, volviéndose a la identificación premoderna entre lo bello y lo bueno. No solo se interpreta el significado político de un texto: también se juzga la responsabilidad moral de su autor, su compromiso con la realidad. Relación de esta postura crítica con la noción de “compromiso intelectual”, y ejemplo de que, frente a Bourdieu, hay que considerar ese compromiso como contradictorio con el de autonomía estética; es en torno a esa dialéctica entre ambas posturas desde la que cabe entender no solo todas las aporías estéticas de la literatura moderna (y no solo la literatura, también la filosofía), sino también las metodologías de análisis literario, oscilantes entre el formalismo y el ideologismo.

Dentro de este paradigma “ideológico” cabría establecer una gradación entre los que interpretan ese análisis ideológico desde una perspectiva más “política” en el sentido habitual (izquierdas frente a derechas), y aquellos, más cercanos a los estudios culturales,  en los que lo ideológico es entendido de forma más “filosófica” (de ahí la enorme influencia de Foucault y su comprensión de lo político como presente en todos los aspectos del lenguaje y de la cultura). Se amplía de forma consecuente el campo de estudio, que ya no se reduce a lo literario: en efecto, si lo determinante es que haya una ideología que analizar, que se trate o no de un texto literario es totalmente irrelevante: tan interesante para el análisis ideológico puede ser una revista de moda, una película de hollywood o un comic de Ibáñez. Hemos pasado de los estudios literarios a los estudios culturales. Uno de los resultados de esta perspectiva de estudio es la tan criticada “descanonización” de la literatura, que se baja de su pedestal para ponerse al mismo nivel que el resto de “textos” presentes en nuestra vida cotidiana. Es más, estos textos “cotidianos” presentan un interés mayor para los “estudios ideológicos” porque su significación y alcance son mucho más amplios: mientras que la literatura es un asunto de las élites, los textos de los medios de comunicación de masas o de la “cultura popular” son un indicador de la ideología mayoritaria; no solo eso, sino que además expresan de forma más directa y evidente las ideologías circulantes (principio de la sociología de la literatura: los textos de menor interés estético son los de más interés sociológico; el interés sociológico de un texto es inversamente proporcional a su interés estético). El campo de estudio es radicalmente distinto al de los estudios formalistas: pueden estudiar los mismos “materiales” (textos literarios) pero no los mismos “objetos”, el objeto de los estudios literarios son las formas literarias, el de los estudios ideológicos las formas ideológicas.

Se podría aprovechar la distinción entre “materia” y “objeto” de esta forma: “materia” como “objeto potencial” de estudio”, “objeto” como “materia actualizada” de estudio. No se discute la realidad histórica, física, material de los textos: soporte “empírico” y compartido de cualquier paradigma hermenéutico.

Principio de cierre (¿se puede llamar así?): en el formalismo, “todo es forma” (entendido como estructura), en el ideologismo “todo es ideología”. Obsérvese que en ambos casos el paradigma no se limita a lo que tradicionalmente se considera como “literatura”, sino que abarca cualquier “texto” (incluidas realidades no lingüísticas que puedan ser interpretadas como tales: de forma análoga a lo que sucede con los sueños en el psicoanálisis). No puede ser de otra forma, porque la distinción entre textos literarios y textos no literarios no es “científica”, sino que implica necesariamente una discriminación valorativa que resulta ajena a los principios básicos de la metodología. El análisis científico ha de ser neutral. Ello provoca una tensión presente en el conjunto de los estudios literarios entre la visión “canónica” de la literatura y la visión “científica”, entre valor y hecho, entre ser y deber ser, análoga a la que está presente en el conjunto de las ciencias sociales (o en la historia).

Volviendo a Ilie: el análisis de San Camilo 1936 es todavía más representativo del tipo de paradigma al que se adscribe. La crítica no es a los méritos literarios (aunque se indica de pasada que también se pueden criticar), sino al contenido ideológico del texto. El cometido del crítico no es solo describir, sino también juzgar (la dialéctica entre valor y hecho se resuelve en el paradigma ideológico reforzando la dimensión de “juez” del crítico, para el cual la neutralidad siempre es cómplice de las estructuras dominantes). Correlación entre “textos representativos” como objeto de análisis y “análisis representativos” del paradigma: los textos menos prototípicamente ideologizados provocan los análisis menos prototípicamente ideológicos, correlación entre “sujeto y objeto” (en cualquier caso, los objetos menos prototípicos son interesantísimos como “casos límite” que ponen a prueba la probidad del paradigma, su capacidad de “analizarlo todo”).

¿Qué hay de científico en este tipo de análisis? Pese a que aparentemente se niega la separación de “hecho” y “valor”, lo cierto es que el contenido ideológico de un texto debe verse como un “hecho” ajeno a cualquier tipo de valoración por parte del intérprete; por ejemplo, el pre-fascismo de los autores del 98 es un rasgo “objetivo” susceptible de análisis “desapasionado” por el hermeneuta, que se limita a observar las continuidades entre el pensamiento social y político de los noventayochistas y de los fascistas (ejemplo de Saz Campos). La prueba de esa neutralidad es que esa ideología puede ser reconocida como tal por cualquier intérprete sea cual sea su orientación política. La ideología del intérprete no es decisiva para “comprender” la ideología del texto, como en ocasiones se ha dicho; tan solo es decisiva para aceptarla o rechazarla. Es más: solo desde esta neutralidad se puede entender el “consenso” alcanzado por este tipo de análisis, “consenso” que no es solo un desideratum sino un hecho empíricamente constatable. Que demos validez a un análisis ideológico no depende tanto de nuestra ideología como del grado en que dicho análisis sea “científico”, esto es, neutral y descriptivo. La neutralidad y el descriptivismo siempre han sido consustanciales a la ciencia, y esta no es una excepción (hay que dejar claro que esta no es una declaración de intenciones, no decimos que “para ser científico el análisis ideológico debe ser neutral y descriptivo”, sino que decimos que “la cientificidad del análisis ideológico se explica por su carácter neutral y descriptivo; no decimos lo que la ciencia debe ser, sino lo que es; cumplimos con los criterios de neutralidad y descriptivismo).