2012.07.01 – El concepto de «zeitgeist», el fascismo, la vanidad de Heidegger y los filósofos «de moda»

El Zeitgeist de una época no es único: existen diversos “espacios teóricos y conceptuales” en función de las “clases culturales” (intelectuales, “clases bajas”, clase media, clase alta, etc.). Del mismo modo, dentro de esas clases pueden coexistir varios espacios (un grupo de intelectuales que se sitúan en la órbita marxista, otro que se sitúa en el espacio conceptual del idealismo alemán, etc.). El conflicto entre esos diversos espacios es inevitable: cada persona debe “apostar” (Bourdieu) por un determinado espacio conceptual. La pluralidad de opciones (la complejidad) es cada vez mayor según nos vamos acercando a las sociedades desarrolladas actuales.

Hablar de un Zeitgeist único conlleva suprimir la complejidad real, simplificarla para convertir el “espacio conceptual” de un determinado grupo en el de toda la sociedad en su conjunto.

Sobre el problema de entender a los intelectuales fascistas: el problema que tenemos para aceptar esa realidad (esto es, que intelectuales de enorme valor no solo en sus disciplinas, sino también humano) está en nuestra incomprensión del fascismo; lo percibimos atendiendo a sus resultados históricos como una ideología monstruosa, inhumana. Sin embargo, lo que debemos tener en la cabeza para comprender el compromiso con el fascismo no solo de los intelectuales sino de cualquiera de sus partidarios es lo que el fascismo tiene de “visión idealista del mundo”, opuesta a la mediocridad y al materialismo burgués. Ese idealismo da un sentido superior a la existencia: el fascista se convierte en un luchador por un mundo mejor, pone su vida al servicio de un ideal superior. Hay que entender el fascismo como “idealismo”. En este aspecto, en lo que tiene de “encantador” de nuestra existencia cotidiana vulgar, desencantada, la opción por el fascismo está al mismo nivel que la opción por el comunismo (sin embargo, no tenemos tantos problemas para entender la opción comunista, debido a que sus ideales nos resultan históricamente mucho más cercanos y comprensibles que el ultranacionalismo y la exaltación del orden, la violencia y la jerarquía propios del fascismo; ahora bien, al margen del contenido de la doctrina lo que no se debe perder de vista es su idealismo de base, su carácter de “encantador” de la existencia cotidiana).

Quizás una de las razones de esa incomprensión del fascismo está en que los estudios académicos lo consideran como doctrina, como un cuerpo teórico más o menos desarrollado, obviando lo que el fascismo tenía de “actitud ante la vida”, más sentimental que teórica. Lo que los fascistas compartían era, ante todo, el desprecio de la existencia vulgar, cotidiana, y la voluntad de lucha por unos ideales comunes y trascendentes. En este aspecto el fascismo venía a llenar el vacío provocado por el desencantamiento moderno de la existencia (declive de las religiones, surgimiento de la sociedad de masas, etc.).

Sobre el desprecio de lo cotidiano en el Heidegger de Ser y tiempo, que lo identifica con la vida inauténtica: es evidente que los lectores de la obra quedan excluidos por definición de esa vida inauténtica, ya que leer a Heidegger no es una tarea común, cotidiana. Por tanto, lo que está haciendo Heidegger es adular a sus lectores, los cuales contestaron a su adulación con la aceptación sin reservas de la doctrina de la “vida auténtica”. Lo que en realidad Heidegger está diciendo es que para tener una vida auténtica hay que leer su libro. Elitismo intelectual de fondo, como si la falta de interés por la filosofía fuese signo de una “vida falsa”. La cuestión no es marginal: apunta a una de las claves para entender el “espacio de pensamiento” en que se mueven Heidegger y sus lectores. Más allá de la defensa de una determinada filosofía, lo que está en juego es el valor de la filosofía y de los filósofos en la sociedad moderna: se trata de reivindicar los grandes temas frente a la hegemonía moderna de las “cuestiones pequeñas”, cotidianas. El filósofo pierde su hegemonía tradicional, su posición de liderazgo intelectual; de ahí que descalifique a la sociedad moderna como “inauténtica”; los filósofos no pueden perdonar que la gente les ignore, que juzguen que hay cosas más importantes que hacer que leer sus libros. El ideal del filósofo es una república de filósofos, esto es, la conversión de cada ciudadano en filósofo; con ello llegaría a su culminación la utopía de una hegemonía absoluta del filósofo sobre la sociedad.

¿De dónde procede esta “voluntad de poder” del filósofo? Frente a otros gremios (p. ej. el científico) el filósofo no se conforma con ocupar una posición discreta dentro del mundo moderno: aspira a estar en su centro en tanto que su intérprete máximo, su oráculo, la voz de la verdad. La falta de atención a la filosofía es vista como algo perjudicial para la propia sociedad, como si la filosofía fuera algo indispensable para su supervivencia. Este ansia de dominio, que determina decisivamente las críticas filosóficas a la sociedad moderna, no puede achacarse tan solo a la nostalgia de épocas pasadas: la edad heroica de los filósofos, luchadores por la verdad frente a la ignorancia y la superstición (gran relato ilustrado que identifica filosofía con libertad y progreso). Más allá de la nostalgia de épocas pasadas, de tiempos en los que la filosofía era más visible (quizás porque el campo intelectual era mucho menos complejo), parece haber algo consustancial a la propia disciplina, a su fondo metateórico (¿quizás sea su propia falta de “regionalización”, la aspiración a ser un “saber de saberes”? La falta de un contenido temático determinado lleva a que el filósofo se considere un “especialista en todo” que sirve de nexo de unión entre los distintos saberes; su falta de determinación es lo que le permite ver cosas que los especialistas más “localizados” no pueden ver; pero esto ya es una visión de la filosofía desde una perspectiva determinada: la de Bourdieu o Luhmann, visión pluralista de la tarea intelectual en las sociedades modernas).

Falta de humildad del filósofo, frente a otros “trabajadores del intelecto”. El filósofo no puede hacerse a la idea de que es uno más: no puede verse como contingente, se percibe a sí mismo como necesario, como indispensable para una auténtica existencia humana y para que la sociedad funcione correctamente. (Se observa que el “miedo a la mediocridad” también está detrás de esta autohipervaloración de la filosofía).

Sobre las “malas lecturas” de los filósofos “de moda”: podría trazarse un paralelismo entre la recepción del Heidegger de Ser y tiempo y la recepción actual de Derrida o Foucault. Lo que se difunde es una serie de tópicos al uso que terminan por adquirir consistencia propia y sustituyendo al original. De Heidegger se tomaron motivos como la angustia, la vida cotidiana, la “cura”, el ser-para-la-muerte, etc.; la dimensión antropológica, existencial, de su obra, quedando al margen la dimensión ontológica, lo que tiene de reflexión y análisis sobre el fundamento de lo real. De Derrida y Foucault se toman las “vulgarizaciones” de su obra por autores como Culler; se citan textos canónicos sacados de su contexto inmediato de producción y recepción. En algunos casos (Cardwell) se recurre sin disimulo a “digests”, antologías de fragmentos de sus obras.

¿Qué conclusiones sacar de ello? Lo que se difunde, lo que pasa a ser una moda, son aquellos rasgos que más se corresponden con el “espíritu de la época” (en este caso, el territorio teórico y conceptual en el que se mueve la intelectualidad del momento). Heidegger acierta al poner en primer plano la existencia del individuo común desde una perspectiva inmediata, fenomenológica, más allá de cualquier conceptualización previa que condicione la percepción inmediata de esa realidad. Es ese aspecto de su obra el que logra la máxima difusión entre autores de corrientes ideológicas totalmente dispares, pero que sienten que Heidegger se está ocupando de su propia realidad, de las vivencias del hombre moderno en un mundo sin dioses. En lo que respecta a Derrida y Foucault, hay dos aspectos fundamentales: en primer lugar, la politización del conocimiento (el tan foucaultiano “todo es poder”) en una época convulsa desde el punto de vista ideológico (años 60-80); en segundo lugar, la crítica de todo discurso hegemónico, la reivindicación de lo marginal, lo oculto, lo que siempre se deja de lado (Derrida), reflejándose con ello la incorporación a la vida intelectual mundial de grupos hasta entonces marginados. Como suele suceder en estos casos, la dimensión sociológica de una tendencia de pensamiento es más evidente cuanto mayor es su difusión: es precisamente esa difusión lo que prueba su importancia social, lo que permite considerarlo como expresión de fenómenos sociológicos (de todos modos es imprescindible tener en cuenta también la dimensión interna, la respuesta a problemas teóricos planteados dentro de la propia disciplina).

2012.04.01 – Nietzsche y su interpretación de la filosofía moderna

Nietzsche, fragmento 54 de Más allá del bien y del mal: la filosofía moderna como una crítica del concepto cristiano de “alma”; el “yo” como “una síntesis hecha por el pensar mismo”.

Dos observaciones:

  • Por un lado, esta interpretación de la filosofía moderna dejaría fuera al empirismo inglés: prioridad de la experiencia y, por tanto, del sujeto sensible que percibe la realidad. Nietzsche tiene en mente al racionalismo continental y su tendencia al “objetivismo”: la verdad como algo necesario y trascendente que se impone al sujeto y que, por tanto, no tiene en el propio sujeto individual su fundamento sino que lo tiene en el pensar mismo (sustancia de Spinoza, sujeto trascendental de Kant, autoconciencia de Hegel).

 

  • Por otro lado, esta interpretación de la filosofía moderna parece oponerse frontalmente a aquella que la entiende como expresión de la “época de la imagen del mundo”, como imposición al ser de categorías construidas por el propio sujeto, como expresión de la voluntad de poder. Esa imagen de la filosofía moderna ha sido difundida por Heidegger y sus discípulos hasta convertirse en una convención historiográfica: si antes el fundamento estaba en Dios, en la verdad revelada, con el Mundo Moderno ese fundamento pasa a ser el sujeto. Sin embargo, Nietzsche apunta que esa “filosofía del sujeto” anula el concepto de “alma cristiana”, esto es, de sujeto individual: en la filosofía moderna es el pensar mismo el que se piensa como sujeto (Hegel sería la culminación de esa tendencia); ahora bien, este concepto de “sujeto” es diametralmente opuesto al utilizado en la oposición común entre “subjetivo” y “objetivo” o en el concepto de “sujeto empírico”. Heidegger parece identificar ambos conceptos, el sujeto empírico con el trascendental, obviando así los esfuerzos del racionalismo continental por “anular el sujeto empírico”, esto es, por establecer una esfera autónoma de valores que trasciende a los sujetos empíricos y que hace posible la existencia de verdades “objetivas”.

Quizás la visión de Heidegger se derive del propio Nietzsche y de su idea de que “todo es interpretación”, esto es, todo es subjetivo. Nietzsche deja al margen como ficciones del sujeto todos los intentos por establecer una esfera autónoma de valores que haga posible el conocimiento objetivo: para Nietzsche todo conocimiento es expresión de la voluntad de poder. Retrospectivamente Heidegger interpreta todo el racionalismo anterior como antecedente de Nietzsche, esto es, pone el acento en el aspecto subjetivo e infravalora lo objetivo como ilusión del sujeto. Sin embargo, Nietzsche en fragmentos como este apunta más allá de una visión demasiado simple y reduccionista de la aventura filosófica racionalista: ésta no podría reducirse a un “ejercicio de dominio del sujeto sobre lo real” sino que apuntaría también en una dirección religiosa (la cual es totalmente obviada por Heidegger) al poner de relieve con cada vez más claridad el carácter condicionado del “yo” por el pensar mismo, por una realidad que le es externa y que le trasciende. Es esa dirección “religiosa”, extrafilosófica, la que está en el origen histórico de la propia “religión” nietzscheana: exaltación de la vida como algo autónomo y trascendente al pensamiento, crítica del saber como invención, exaltación de lo instintivo, doctrina del “eterno retorno”, etc. Lo “otro” del sujeto pasa a tener la prioridad absoluta; en este sentido podría decirse que la doctrina “afirmativa” de Nietzsche (más religiosa que filosófica) es una doctrina “objetivista” en la medida en que afirma la existencia de una realidad externa al sujeto a través de la cual (instintos, razas, medio natural, etc.) se puede explicar la evolución del propio sujeto. Quizás la principal diferencia de Nietzsche con el racionalismo anterior es que esa realidad externa es considerada como completamente ajena al sujeto, al pensar mismo, por lo que no cabe posibilidad alguna de un “conocimiento objetivo”. El racionalismo reconocía la dependencia del sujeto respecto de instancias superiores y trascendentes para poder hacer posible la existencia de un conocimiento verdadero, objetivo; Nietzsche prescinde directamente de esa posibilidad y se queda con el sustrato “religioso” del racionalismo, su reconocimiento de una realidad externa al sujeto. Podría decirse que con Hegel nada queda fuera del sujeto, lo cual estaría en contradicción con esta visión “religiosa” del racionalismo. Sin embargo, el concepto de “espíritu absoluto” de Hegel tiene un carácter manifiestamente religioso: es el Dios de Hegel, trascendente y superior a toda conciencia individual; su carácter de “espíritu”, de “sujeto”, le viene de su carácter dinámico; es “sujeto” solo por analogía.

2012.03.30 – El Nietzsche escéptico y el dogmático

Sobre Nietzsche: dualidad de su obra entre, por un lado, la crítica radical de toda forma de conocimiento, sobre todo la filosofía, en tanto que manifestación de una voluntad de poder / voluntad de verdad que pretende imponer a la realidad una serie de conceptos que le son totalmente ajenos; y, por otro lado, una versión que podría llamarse “agónica”, terminal, de esa forma de conocimiento: una última metafísica que, a la vez que critica toda metafísica, plantea ella misma su propia conceptualización de lo real y de los esfuerzos por aprehenderlo, recurriendo a conceptos de por sí metafísicos como “voluntad de poder”, “voluntad de verdad”, “eterno retorno”, etc. Podría denominarse a la primera orientación como el “Nietzsche escéptico” y a la segunda como el “Nietzsche dogmático”.

Pues bien, resulta interesantísimo hacer notar que en la primera recepción de Nietzsche lo que atrajo la atención sobre su obra fue la vertiente más dogmática (superhombre, voluntad de poder, etc.); sin embargo, en la segunda mitad del siglo XX (recepción francesa de Nietzsche: Foucault, Deleuze, etc.) pasa a concederse la prioridad hermenéutica al Nietzsche escéptico, al crítico de toda la tradición filosófica. En el momento actual es más evidente que nunca hasta qué punto el Nietzsche dogmático resulta totalmente anacrónico: un “hijo de su tiempo” al aplicar en su metafísica toda una serie de prejuicios procedentes de la hegemonía en la segunda mitad del XIX del positivismo cientificista (pretensión de reducción del pensamiento filosófico a consideraciones psicológicas o, en menor medida, sociológicas) y de las teorías sobre la evolución (en su vertiente menos científica y más ideológica).

De ahí que, hoy en día, la parte de la obra de Nietzsche más interesante, con diferencia, sea la dedicada a la crítica de la tradición filosófica: fragmentos de Más allá del bien y del mal, de El crepúsculo de los ídolos, de los fragmentos póstumos, etc. Sin embargo, los aspectos que más llamaron la atención en su primer momento (el Nietzsche autoritario, el blasfemo, el más provocador) han quedado caducos con una rapidez que sorprendería al propio Nietzsche, absolutamente convencido del carácter perenne de su obra. No cabe duda de que Nietzsche no era consciente de la vinculación de su pensamiento a las preocupaciones de su propia época (y a las preocupaciones más “públicas”, a su Zeitgeist, y no a las propias de su campo de especialización académico).