2016.04.24 – «Hablando de España», de Javier Villán / «Nuestra hermana pequeña», de Hirokazu Koreeda

Sobre el espectáculo de flamenco y poesía de Javier Villán: es muy triste comprobar hasta que punto el “tema de España” se ha convertido en algo rancio, trasnochado y anacrónico. Lo peor de todo es la sospecha de que, ya en su momento, ese tipo de literatura había nacido anacrónica, fuera de su época. El carácter elitista del literato y de su público (círculo cerrado de la literatura y su público) les impedía darse cuenta de que el problema “patriótico” era un problema falso. Cualquier consideración política que prescinda de lo social y económico resulta falsa, encubridora, metafísica. En ese sentido, los poemas gallegos del espectáculo demostraron tener una vigencia mayor, al referirse de forma directa a la realidad social de la época (si bien, precisamente, ese carácter social, “de protesta”, perjudica sus valores literarios intrínsecos).

Sobre “Nuestra hermana pequeña”: la película tiene buenas críticas por su intención (plenamente conseguida) de apartarse del típico folletín familiar, con sus típicos clímax dramáticos. En “Nuestra hermana pequeña” lo dramático siempre aparece mitigado por un componente de “buenrollismo” (los comentarios irónicos en el funeral, el componente humorística de todas las discusiones entre las hermanas, etc.). Ahora bien, esa voluntad de “desdramatizar” tiene la consecuencia inevitable de la pérdida de interés dramático. La película se convierte en una sucesión de escenas de la vida cotidiana en la que el carácter exageradamente amable, “antidramático”, de todo lo que sucede solo puede conducir al desinterés del espectador y al carácter artificial del conjunto: a fuerza de apartarse de los clichés dramáticos al uso, la película resulta artificial. Se pretende retratar la realidad, pero en lugar de eso se recurre a un “anticliché” tan artificial como el modelo que se intenta rechazar. Aún por encima este anticliché tiene la desventaja de ser mucho más aburrido e intrascendente que el modelo que rechaza. Lo mismo sucede con cualquier retrato de la vida cotidiana que rechace la construcción de una tensión narrativa o dramática (tanto en la literatura como en el cine). La única forma de convertir lo cotidiano en arte sin caer en la trivialidad o el “buen rollo” sería hacer como en Amarcord: exagerar lo cotidiano para convertirlo en anécdota irrepetible y grandiosa, pero sin que la exageración llegue al extremo de impedir la identificación del espectador con lo que está viendo. En Amarcord no hay tensión narrativa, y la tensión dramática está perfectamente dosificada y combinada con lo humorístico.

2013.05.07 – La estética como una mística de lo concreto

La estética como una mística de lo concreto: desarrollar la idea. Quizás sea esa la clave, o una de las claves, que podrían explicar la represión de lo estético, especialmente del goce sexual. No se trata de que a través de la estética entreveamos algo trascendente (justificación metafísica de la estética), sino de que la estética nos permite gozar de lo concreto y lo efímero como tal, en sí mismo, sin necesidad de justificaciones trascendentes. La búsqueda de lo trascendente a través de la estética solo puede entenderse como característico de la transición inevitable en el romanticismo desde la visión metafísica del mundo hacia la visión “desencantada”, terrenal, característica del mundo postmoderno. El placer y la emoción que provocan obras como la última sonata de Beethoven no procede de que nos “eleve” y nos haga entrever una esfera superior de la existencia (algo parecido es lo que dice el personaje de Thomas Mann en Doktor Faustus), sino que surge de sus mismas notas, de unos sonidos que producen un placer para nuestra percepción sensible. El placer estético no precisa de justificaciones trascendentes; es más, queda desvirtuado como tal si se recurren a esas estrategias. La autonomía inherente a lo estético conlleva necesariamente el prescindir de cualquier remisión de ese placer a instancias externas a lo concreto y sensible. La misma crítica puede hacerse de las justificaciones ideológicas y semióticas de lo estético, tan habituales en la interpretación de la música romántica y posromántica: la música como algo que debe significar otra cosa. Quizás sea el carácter más “concreto” de la música lo que explica la facilidad con que se recurre a explicaciones heterónomas para explicarla. En principio se dice que la música es el arte más “abstracto” porque no es figurativo, no representa nada; pero en realidad es al revés: el arte abstracto es el más concreto porque no remite más que a su misma configuración física, a la concreción de unos elementos objetuales configurados para provocar unos determinados efectos en nuestra sensibilidad. Esta consideración fisicalista de la música no la priva de todas sus potencialidades estéticas, como si la música fuera “solo” física; lo que sucede es que las emociones que produce no pueden ni deben ser traducidas a otros términos, a otras esferas categoriales, a pesar de que nuestra extrañeza para comprenderla nos lleve a ello. En la literatura sucede lo mismo con los efectos sensoriales del lenguaje, de valor autónomo frente a su contenido: la belleza de una expresión puede captarse y disfrutarse aunque su contenido nos resulte horrendo, el placer “musical” del lenguaje literario es autónomo. Gran parte de la magia del estilo de Cela está en su capacidad para emplear un lenguaje musical en contextos totalmente inapropiados, esto es, para narrar situaciones ridículas, vulgares u horrendas. Con ello se subraya el carácter “literario” de la literatura, la autonomía de los efectos puramente lingüísticos sobre el contenido narrativo.

No se trata de una “reducción fisicalista” porque el análisis físico (fónico) no nos permite comprender el valor estético: ambas esferas son irreductibles. De ahí que quepa hablar de una “mística de lo estético” en la medida en que más allá de cualquier interpretación “externa”, ya sea científica, filosófica o religiosa, el placer estético sigue estando ahí como irreductible, como presencia insoslayable de lo concreto como tal, de algo que se resiste a ser conceptualizado. En este sentido puede decirse que la estética nos revela la imposibilidad de la razón para dar cuenta de lo real, nos muestra la existencia de lo real como tal, irreductible a cualquier maniobra de reducción a las categorías de las que nos servimos para “subjetivizar” lo real, para darle un significado. (Aunque esto no deja de ser una interpretación filosófica… También para negar las interpretaciones hay que interpretar. Lo único que procedería es no decir nada y disfrutar. En este sentido puede decirse que el oyente “vulgar” está más cercano al goce estético puro que el oyente “culto” que busca en la música algún mensaje trascendente que justifique su disfrute.)

La evolución hacia la música romántica consiste en una “semiotización extrema” de la música, en cargar a la música de significado. Por ello, quizás sea el barroco el auténtico punto culminante de la música occidental, aquel en el que la organización racional de los sonidos se combina, todavía, con el goce irracional de la belleza musical sin más justificación que ese mismo placer. Incluso aunque la religiosidad de autores como Bach pudieran dar pie a pensar en una intención religiosa, edificante, en sus composiciones, lo que se revela en estas obras es la autonomía de la música, su valor como un fin en sí mismo.

2012.12.04 – Artes miméticas y artes poiéticas / Ética, estética y utilidad

Posible clasificación de las artes en función de la distinción entre lo mimético y lo poiético: la música es esencialmente poiética, aunque la función mimética también está presente en la música descriptiva e imitativa (Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, Don Quijote de Strauss); sin embargo esa capacidad mimética es, en cierto modo, una perversión, una alteración de su esencia.

La ética de la convicción, la que entiende que el valor de las acciones reside en sí mismas y no en sus consecuencias, puede ser entendida como una visión estética de la ética, frente a la ética de la utilidad, la que juzga las acciones por sus resultados. Lo característico de lo estético, en cualquier campo, sería su ausencia de finalidad, de utilidad, su autonomía absoluta.

2012.02.04 – Shostakovich y el arte totalitario

Música y significado

Primero: significado de la obra de Shostakovich; paralelismo con “fascistas españoles”. Nos gustaría interpretar su obra como contestación al totalitarismo, pero esa interpretación no es viable. La quinta sinfonía como paradigma de “generosidad hermenéutica”: en realidad estamos ante una obra como mucho indiferente ante el contenido político; sin embargo, se interpreta como una obra políticamente contestataria aunque su partitura lo desmienta de forma inequívoca. Más allá de su interpretación política, lo decisivo es la necesidad de interpretarla en su contexto; no el contexto personal, biográfico, que quizás sea el realmente determinante, sino el contexto político: en lugar de interpretarse en relación con su propia biografía (tema de Carmen, relación amorosa, afirmación en relación con los ideales estalinianos de la música rusa) se interpreta como una desviación irónica de los ideales oficiales, aunque la propia partitura desmienta esa ironía.

Shostakovich como ejemplo prototípico de la problemática semiótica que supone el arte totalitario: nos gustaría percibir ironía donde hay aceptación indiscutible del orden vigente. ´Confundimos lo que nos gustaría ver con lo que es. Lo mismo podría decirse de tantas obras literarias en las que percibimos “desmitificación” donde en realidad hay glorificación de la visión mítica (fascista) de la existencia.

Desde la perspectiva política, la obra de Shostakovich es irredimible, una basura ideológica. Desde el punta de vista estrictamente musical son evidentes sus cualidades, puramente abstractas, al margen de cualquier interpretación política (aunque para los detractores no son más que pastiches de Mahler Y Chaikovski).

2011.12.11 – Mahler y la pretenciosidad

Mahler: su grandilocuencia, su pretenciosidad, solo pueden satisfacer a un público predispuesto, anhelante de “experiencias profundísimas”, trascendentales, al alcance de unos pocos elegidos (entre los que están ellos). De ahí que, mientras exista pedantería en el mundo, Mahler o Wagner (o Joyce, o Goytisolo) seguirán teniendo su predicamento: no por sus méritos intrínsecos, sino por satisfacer el “ansia de pretenciosidad” de un público tan pretencioso como esos autores.

Podría decirse que la pretenciosidad es un valor autónomo: al margen de cualquier otra consideración, que una obra sea pretenciosa ya es de por sí un mérito que será valorado por su correspondiente público.

2010.12.21 – «Wozzeck», de Alban Berg

Alban Berg: Wozzeck

Es evidente que el concepto de “expresionismo” va mucho más allá de ser aplicable sólo a un par de películas y algunos cuadros (como decía Antonio Weinrichter). Escuchando la música de Berg sólo cabe pensar en la pintura (Grosz) y el cine alemán de la época, no sólo en sus características estéticas, sino también en las temáticas: pensemos en Lulú (que no por casualidad también da pie a la segunda ópera de Berg).

  • Quizás La caja de Pandora pueda servir para discriminar dos niveles del expresionismo: el formal (deformación grotesca de lo real) y el temático (temática sórdida: pobreza, sexo, violencia). Ahora bien: el expresionismo puramente formal no implica un correlato temático (ejemplo: Caligari), ni viceversa (La caja de Pandora).

Distinciones conceptuales como las de “bueno” y “malo” resultan totalmente inapropiadas para categorizar la experiencia estética proporcionada por el Wozzeck de Alban Berg: la grotesca sordidez de lo relatado, lo forzado y sobreactuado de los gestos y la entonación de los actores, se corresponde con la agresividad, “antimusicalidad” de la partitura; no hay ningún remanso melódico al que el oyente pueda aferrarse, sólo cabe perderse en ese caos sonoro que parece surgido de la pura arbitrariedad del compositor.

En cualquier caso, cabe plantearse si la partitura no resulta redundante, al limitarse a enfatizar lo que ya está más que presente en el texto de partida. El relato de Buchner, la composición de los personajes resulta lo suficientemente lograda como para que la música de Berg no aporte ninguna dimensión significativa. Paradójicamente, la partitura es tan adecuada que resulta superflua. Ahora bien, hay que reconocer que cuesta imaginar una representación de la obra sin el énfasis distorsionador proporcionado por la música y el recitado-cantado del texto.