2016.01.30 – Sobre la posibilidad de entender las ciencias como paradigmas

El concepto de “paradigma” puede ser utilizado no sólo para conceptualizar las luchas internas dentro de un campo científico determinado, sino también para entender lo que caracteriza a cada campo científico en sí mismo: una ciencia es una determinada manera de interpretar la realidad, de “traducirla”. En toda ciencia hay unas “reglas de convalidación”, como en lógica, mediante las cuales se produce la conexión entre la ciencia y lo real, entre sistema y entorno. Una vez que la realidad es “convalidada” (traducida), se ve sometida a las operaciones pertinentes dentro del sistema con vistas a obtener un determinado resultado (p. ej., nuevas construcciones teóricas). Ese resultado será nuevamente “convalidado” pero en dirección opuesta a la inicial: el resultado debe ser capaz de contrastarse con lo real si la ciencia quiere ser algo más que un mero artefacto conceptual. El contraste con la realidad es siempre la prueba de fuego de cualquier ciencia (podría decirse: “de cualquier ciencia moderna”, pero solo las ciencias modernas son ciencias; las “ciencias antiguas” pueden llamarse ciencias en la medida en que se acerquen al estándar representado por las ciencias modernas). Una ciencia triunfará en la medida en que sus resultados puedan ser percibidos como útiles por la sociedad en la que se desarrolla; de ello depende la financiación externa que es la condición de existencia misma de una ciencia (al menos si consideramos como componente fundamental de una ciencia moderna la estructura académica que permite a sus miembros dedicar todo su tiempo a ella). Siguiendo con el modelo sistema/entorno, la ciencia como sistema, para sobrevivir, necesita ser considerada como valiosa, como interesante, por su entorno; el criterio que se sigue en la modernidad para determinar ese interés es el de proporcionar capacidad para transformar la realidad física. Respecto de las realidades “espirituales”, su interés queda determinado por criterios ideológicos: una sociedad en que la literatura tenga una gran presencia social o un gran prestigio entre las élites concederá gran importancia a los estudios literarios; lo mismo con la filosofía, la historia o las restantes “ciencias humanas”. Quizás pueda considerarse esta diferencia entre los “tipos de interés” como un posible rasgo caracterizados de las ciencias naturales frente a las humanas. (Pero en realidad la diferencia atañe más al tipo de transformación en el entorno que puede operar el sistema científico: las “ciencias de la naturaleza” pueden transformar la realidad material, física; las “ciencias humanas” pueden transformar la realidad “espiritual”, ideológica. Parece irrenunciable el recurrir a una “diferencia de objeto”, a la diferencia esencial entre “materia y espíritu”, entre realidad física y pensamiento, cultura o como lo queramos llamar).

Las distintas disciplinas científicas son autónomas, no interfieren con las restantes: lo que determina su validez (su “interés”) es el entorno extracientífico, y no los demás sistemas científicos (incluida la filosofía académica, a pesar de haber convertido el análisis de la ciencia en uno de sus temas de investigación preferentes).

El derecho como campo científico, aunque sea por analogía: toda la realidad debe ser traducida a conceptos jurídicos, y lo que no puede ser traducido es como si no existiera. El derecho se rige por criterios internos al propio sistema. La justicia, considerado como valor, como ideal, es ajeno al derecho a menos que él mismo sea también “traducido” en términos jurídicos, como “justicia procesal”, etc.

2013.07.23 – El público y el creador: los criterios de canonización en los artículos de Azorín sobre la generación del 98

Los valores conforme a los cuales se juzga una obra (artística, literaria, intelectual, cinematográfica…) condicionan de forma fundamental esa misma obra, esto es, el autor que busca el reconocimiento público las tiene “interiorizadas” en mayor o menor medida. Problema: en una sociedad avanzada, compleja, existe más de un público. Sin embargo, el público “académico”, la alta cultura, mantiene unos mismos “requisitos de canonización” ligados a la percepción de lo que considera como “obras clásicas”. Esos requisitos son difíciles de exponer porque en mayor o menor medida son implícitos (análogo a lo que sucede con los requisitos de un paradigma científico para considerar válida una investigación y sus resultados).

Lo que hace Azorín en sus artículos de 1913 es ofrecer una visión de la creación literaria e intelectual de su generación acorde con los cánones de la “alta cultura” de su época, representada en la figura de su “interlocutor implícito”, Ortega y Gasset. De lo que se trata es de afirmar el carácter “comprometido” y “nacional” de esa creación, así como su actualidad. Lo más importante es que no se trata de subvertir esos “criterios de canonización” sino que Azorín se acomoda a ellos. (La subversión de esos valores sí que estaba presente en sus obras del fin de siglo: lucha contra los valores que habían convertido en “clásicos contemporáneos” a Campoamor, Núñez de Arce o Echegaray). En la obra crítica del Azorín de esos años, pese a las diferencias de método y las críticas al canon “oficial” de la literatura española, se mantiene la visión nacionalista y comprometida de la literatura propia de la “alta cultura” de la época. Quizás el único elemento desestabilizador sea la exigencia de actualidad, el reconocimiento de la variabilidad histórica de la lectura y, con ella, del canon. Pero sigue estando presente la exaltación del valor ético y comprometido de la escritura y la crítica implícita de todo lo que suene a frivolidad, amoralidad, “arte por el arte” sin finalidad ética (de ahí sus reproches al teatro del siglo de oro). La prioridad se le otorga al “arte comprometido” tanto con los valores nacionales como con unos valores éticos que Azorín parece considerar como trascendentes a la variabilidad histórica; la obra de los del 98 se ajustaría también a ese esquema de valores.

2012.12.04 – Artes miméticas y artes poiéticas / Ética, estética y utilidad

Posible clasificación de las artes en función de la distinción entre lo mimético y lo poiético: la música es esencialmente poiética, aunque la función mimética también está presente en la música descriptiva e imitativa (Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, Don Quijote de Strauss); sin embargo esa capacidad mimética es, en cierto modo, una perversión, una alteración de su esencia.

La ética de la convicción, la que entiende que el valor de las acciones reside en sí mismas y no en sus consecuencias, puede ser entendida como una visión estética de la ética, frente a la ética de la utilidad, la que juzga las acciones por sus resultados. Lo característico de lo estético, en cualquier campo, sería su ausencia de finalidad, de utilidad, su autonomía absoluta.

2012.08.06 – Sobre el sentido de la existencia

Necesidad de plantear la cuestión del sentido de la existencia de forma directa, sin disimulo. El hecho de que esa cuestión se convirtiera en tópico de actualidad, en tema de conversación, ha conducido a su ocultamiento o a su disimulo, como si diera vergüenza plantearlo de forma radical. Sin embargo, se trata del “tema de nuestro tiempo”: el para qué de la vida en un mundo desencantado, un mundo sin dioses. El problema no está solo en el para qué de la vida, sino también en el qué hacer: la ética no puede fundamentarse en la razón humana; todos los intentos por conseguirlo han fracasado. El lema de Dostoievski, “si Dios no existe todo está permitido”, tiene plena validez. Una película reciente, Match Point, plantea la cuestión de forma directa, señalando además la conexión entre el vacío ontológico y el vacío ético que está detrás del planteamiento de Dostoievski.

Una posible solución al problema estaría en asumir ese vacío, en tomar conciencia plena de él y no intentar negarlo o saltárnoslo mediante cualquier subterfugio. Si aceptamos la contingencia de nuestros valores y creencias habremos ganado en honradez lo que perdemos en seguridad. Al hacerlo asumiríamos nuestros valores como creación nuestra, pero no veríamos eso como un defecto, sino como un honor, como algo de lo que sentirnos orgullosos (ese es el sentido último de la “ética” de Nietzsche). Nuestros valores son contingentes, pero son nuestros, y en ello radica precisamente su auténtico valor.

De este modo nuestra ética encontraría una justificación que no es ontológica, sino estética. Hasta Nietzsche se presuponía que nuestros valores, la justificación de nuestros actos, se deducían o estaban en coordinación con el orden del mundo, con su estructura íntima. Una vez que las categorías con las que conceptualizamos la realidad se nos han revelado como contingentes también pasan a serlo las categorías morales, los valores: todo es relativo. Ahora bien, la contingencia no es un defecto; el considerarlo así implica ya una valoración previa imposible de justificar por sí misma (es un pre-juicio, un dogma de fe). De lo que se trataría es de aceptar esa contingencia como tal y considerarla como un valor en sí mismo: el valor de lo que es pero podría ser de otra manera. Lo contingente debe valorarse precisamente por su “diferenciabilidad”, por su posibilidad de cambiar: lo contingente puede dejar de ser en cualquier momento. De este modo la contingencia (la finitud) pasa a ser percibida como una “virtud”, como un valor positivo. En el fondo de todo esto está la adopción de una perspectiva estética que juzga lo que es en tanto que es: lo real no se justificaría por su adecuación a unas determinadas normas trascendentes, sino que tendría su justificación en sí mismo, en su mero existir como tal; el hecho de que pueda ser justificado ya lo hace digno de justificación. Ahora bien, llevado a su extremo acabaríamos en el optimismo leibniciano: “todo lo que es merece ser”. Sin embargo, el reconocimiento de la contingencia de lo real conlleva también el de la contingencia de nuestras valoraciones, que tienen valor precisamente porque podrían distintas (caso análogo al del criterio de cientificidad de Popper: una verdad científica es la que puede ser “falsada”; la certeza absoluta sería lo contrario de la ciencia, adoptando así un punto de vista diametralmente opuesto al de Descartes, aunque manteniéndose en su misma perspectiva: una visión lógica y proposicional de la ciencia).

Volviendo a la cuestión del sentido de la existencia: la aceptación de nuestra esencial contingencia (no solo de nuestro existir, de nuestra conciencia y nuestra corporeidad, sino también de nuestros valores y creencias, de todo lo que tradicionalmente se había considerado como “trascendente”, eterno) conduce a una valoración de lo contingente como tal. En el plano de la acción esto se traduce en una valoración de la permanencia de todos nuestros actos, de su esencial eternidad e irreversibilidad: cuando hacemos algo siempre hay infinitas posibilidades de haber hecho otras cosas. Elegir una opción conlleva descartar otras. En eso consiste el carácter contingente de nuestras acciones. El hecho de que no podamos recurrir a normas de conducta trascendentes para justificar nuestras acciones aumenta nuestra responsabilidad sobre ellas: nos hace tomar consciencia de su irreversibilidad y de su “eternidad” en sentido spinoziano (todo lo presente es eterno, todo lo que es no puede no haber sido). En tanto que responsables de esas acciones, se nos aparecen como llenas de un valor que no es ya ético sino estético, esto es, no se deriva de su atenimiento a normas de conducta trascendentes, sino del reconocimiento de la ausencia de esas normas y del valor para, a pesar de ello (o quizás gracias a ello), optar por una acción determinada en lugar de otras, preferirla, aun a riesgo de equivocarnos. Desde esta perspectiva lo positivo sería la acción y lo más negativo, el mal absoluto, sería la inacción, la pasividad, la pereza. (Hay que entender a Nietzsche desde estas coordenadas). Toda acción implica valoración, y toda valoración implica creación previa de valores, de una jerarquía para uso personal o provisional. Esos valores no los construimos ni los heredamos pensando en su posible universalidad, a la manera kantiana: al contrario, los aceptamos porque nos parecen válidos para nuestra contingencia. La universalidad, sin embargo, sigue estando presente en la medida en que debe entenderse que nuestra elección sería la que tomaría cualquier persona de encontrarse en nuestra situación (no solo externa sino interna, esto es, no solo determinada por nuestras circunstancias biográficas, sociales e históricas sino también por nuestra personalidad, nuestro carácter). El objetivo último no es el bien sino “lo interesante”: nuestras acciones pueden ser juzgadas como horribles, pero ello ya implica una elección, una valoración. Esa valoración tiene interés por sí misma, en la medida en que nos ilumina sobre el problema de la contingencia y la irreversibilidad de nuestras acciones (idea que estaba implícita en la célebre boutade de Stockhausen: el atentado del 11/S fue la mayor obra de arte de la historia). [Esto es un error, no se trata de justificar filosóficamente la existencia del mal, o de amparar a través de la estética la arbitrariedad ética].

[En realidad estoy confundiendo dos niveles: en uno, más abstracto, la contingencia de todo lo que es deriva en una comprensión estética de nuestras acciones; en otro, más concreto, intento realizar una valoración de esas acciones, una jerarquía en la que el puesto superior lo ocupa “lo interesante” y el inferior “lo trivial”. En realidad caben múltiples valoraciones: cualquier valoración podría ser distinta. De que las cosas sean contingentes no se deriva que deban ser de una manera o de otra: la falacia naturalista puede aplicarse al presente caso.]

2012.07.05 – Hechos e interpretaciones en la historiografía

Las filosofía de las “ciencias del espíritu” (Dilthey, etc.) ponía el énfasis en la “comprensión de valores”: la vida y la cultura no se podrían reducir a “hechos”, ya que de las realidades humanas son componente esencial los “valores”.

Sin embargo, cuando observamos una obra historiográfica percibimos con meridiana claridad que la base de toda la obra es la exposición de unos determinados hechos históricos, entre los cuales se establece una conexión de sentido. El plano de los “valores” opera sobre todo en los criterios elegidos para seleccionar esos hechos históricos: qué se considera relevante y central y qué se desecha como irrelevante o marginal. Pero esa discriminación entre los hechos no afecta a la verdad o falsedad de los mismos. Hay, por tanto, una dimensión “fáctica” en toda obra historiográfica, un plano de los “hechos puros” valorable conforme a criterios científicos.

El problema estriba en la interpretación de esos hechos: ¿cuáles son los límites de esa interpretación? ¿Bajo qué criterios debemos considerarlas viables o absurdas?

2010.11.29 – Una ética para un mundo sin dioses

Vivir como si sólo nos quedaran tres meses de vida, adoptar la perspectiva del protagonista de “Ikiru”; pero tampoco conviene pasar del hedonismo irresponsable a la acción redentora, más bien habría que pensar en un sano equilibrio entre ambos extremos: también debe haber lugar en nuestra vida para la frivolidad.

Hace falta una ética para un mundo sin dioses que tome como punto de partida la aceptación sin complejos de nuestra finitud. En realidad es lo que se lleva intentando en el campo de la ética desde Kant; quizás la obra de Nietzsche deba interpretarse así, aunque sus postulados “inhumanos”, su voluntad transgresora (la ética subordinada a la estética) hacen de ella un producto fallido: para Nietzsche lo único digno de admiración es la creación de nuevos valores (principio formal, y no material: da igual el sentido o las consecuencias de esos valores, lo importante es que sean originales, resultado de la voluntad creadora), (criterio ético idéntico al criterio estético de la modernidad: lo bueno es lo nuevo, lo original), lo que supone una concepción individualista de la ética en la que se prescinde de su dimensión comunitaria: no hay lugar para “el otro” salvo para considerarlo como rival, como modelo del que apartarse. La contradicción está en no ser consciente de la imposibilidad de soslayar esa dimensión comunitaria de la ética; en ese sentido, la de Nietzsche es una ética de filosofía-ficción, que tiene valor sobre todo por su propia imposibilidad fáctica, por su carácter de experimento mental. No es extraño que la propuesta de Nietzsche tuviera su punto culminante en una ficción, la de Zaratustra: ese es el marco formal adecuado para una ética “más allá de lo bueno y lo malo”.

Lo que Nietzsche propugna es la irrelevancia del público para la ética: sólo el creador es el juez apropiado de su obra. Romanticismo en estado puro.

Pero no hay ética sin público (se entiende, sin un “otro” que funciona como público y como juez). Por ello la propuesta de Nietzsche es una propuesta-límite, una ética-estética contradictoria en sí misma, afín al carácter contradictorio de la estética kantiana (finalidad sin fin).

Relacionar con la idea de Ortega: la vida como novela. Esa novela presupone un lector-crítico que decide sobre su valor (y es ese juicio el que actúa sobre las decisiones del protagonista de la novela). Es un caso similar al señalado por la estética de la recepción: el público al que va destinado la obra determina a priori muchos de sus rasgos, el autor condiciona su escritura a su público potencial. Del mismo modo, escribimos la “novela” de nuestra vida en función de su público, en la mayor parte de los casos limitado a nuestros allegados.

En los tiempos del “Gran Hermano” es fácil ampliar la metáfora orteguiana: cabe imaginar nuestras vidas como un “Show de Truman” en el que el papel de espectador-juez le corresponde a la humanidad entera; la metáfora mantiene la dimensión universalista esencial a la ética kantiana.