2012.08.23 – Sobre lo obvio

Carácter ilusorio y subjetivo de la “obviedad” de cualquier conocimiento: una afirmación es obvia a condición de que no lo sean los presupuestos teóricos y epistemológicos que ella misma presupone. Puede ponerse en relación con el carácter subjetivo, casi se podría llamar “estético”, de los atributos de claridad y distinción que, según Descartes, permiten reconocer al conocimiento verdadero. Quizás esa atribución de valor epistemológico a unos atributos más propios del juicio estético (artes, literatura) deba atribuirse a la todavía no conseguida autonomía del conocimiento científico frente a las “ciencias humanas”, esto es, la pervivencia de la concepción “escolástica” del conocimiento, como algo procedente de los libros antes que de la experiencia. Con ello Descartes muestra su posición “entre dos mundos”, el medieval y el moderno, tan presente en otros rasgos de su obra.

Cualquiera que hoy en día considere la obviedad como un signo de verdad se sitúa en unas coordenadas epistemológicas premodernas: se atribuye a una valoración subjetiva la condición de expresión de una realidad extrasubjetiva.

2012.08.11 – Una cita de Gustavo Bueno: filosofía mundana y filosofía académica

Gustavo Bueno, El sentido de la vida, p. 8: la “filosofía mundana” como opuesta a la “filosofía académica”. “La «filosofía mundana» brota del tráfico propio de la vida política, científica, incluso religiosa (en ciertos estadios de su desarrollo) y, sobre todo, la filosofía mundana no se expresa por medio de «lecciones» o de «lecturas». Son «lecturas» [las que forman el libro] que están más cerca, indudablemente, de la «filosofía académica», pero siempre que no se interprete este concepto (como es frecuente) como un sinónimo de la «filosofía universitaria».

Por filosofía académica entendemos nosotros, con todo el derecho que nos confiere la historia, la filosofía de tradición platónica. Platón fue el fundador de la Academia, y con ella, de un método característico de filosofar: el método dialéctico. Un método que comporta, entre otras cosas, la exposición del «estado de la cuestión» en el presente (científico, político, religioso, &c.), la determinación de las diversas alternativas (generalmente en la forma de una taxonomía de teorías, o, en general, de una «teoría de teorías» pertinente) y el análisis crítico de todas ellas, tomando partido, si es posible, por alguna, bien sea atraídos por la evidencia intrínseca de sus fundamentos positivos, bien sea huyendo de la debilidad de los fundamentos que apreciemos en las alternativas rechazadas.

Platón, en la Academia, instituyó el método formal de proceder de una filosofía que, hasta entonces, se había manifestado «informalmente» en la plaza pública, como «filosofía mundana». Sócrates es la encarnación más pura de este modo «mundano» de filosofar. Un modo mundano que no podía acabar con Sócrates: de hecho renace una y otra vez en cualquier tiempo. Pero también es verdad que esta misma filosofía mundana inspira, desde su propio ejercicio, la conveniencia de crear instituciones (o de reutilizar instituciones ya establecidas, [p. 9] incluyendo aquí la casa de Calias) como espacios capaces de favorecer y desarrollar su propia vida. El mismo Sócrates había hablado ya, aunque irónicamente, de esta conveniencia:

«Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor, y que necesita tener ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas.» (Platón, Apología de Sócrates, 36d)

Lo había dicho irónicamente, como previendo que la «institucionalización» de la filosofía abriría una dialéctica en virtud de la cual la «conveniencia» llevaría aparejada, como el reverso al anverso, una «inconveniencia» de alcance muy diverso, y, en el límite, la de-generación de la filosofía, a partir precisamente del «cierre sobre ella misma» (o, lo que es lo mismo, a partir de su alejamiento de la filosofía mundana del presente). A este «cierre sobre sí misma» podrá llegar la filosofía institucionalizada de muchas maneras: la primera, por la vía del dogmatismo; la segunda por la vía del engolfamiento en su propia tradición histórica. Estas dos vías permitirían hacer creer a la filosofía institucionalizada que ella, viviendo exenta del presente que la envuelve, puede alimentarse de sí misma, de sus principios axiomáticos o de su misma sustancia histórica.

En cualquier caso, será preciso constatar que, en muy poco tiempo, el proceso de institucionalización de la filosofía iniciado por la Academia platónica fue extendiéndose a un ritmo constante. Todo sucedió como si el propio poder político hubiese atendido a la irónica propuesta de Sócrates. En Alejandría, en Roma, en el Imperio de Oriente (sin perjuicio del paréntesis abierto por Justiniano) y, desde luego, en el ámbito de la Iglesia católica o del Islam, la filosofía fue institucionalizándose en formas cada vez más rígidas, como filosofía escolástica. Dicho de otro modo: alcanzó la situación de una «filosofía administrada» por las instituciones privadas, por las instituciones públicas o por las eclesiásticas.

A diferencia de la «espontánea» y, por así decir, arbitraria o asistemática forma propia del filosofar mundano (a partir de la política, de la ciencia, de la medicina, del ejercicio de la abogacía, &c.), la filosofía fue «sometida» a una organización sistemática, a una «programación», a una ratio studiorum, que no tendríamos tampoco por qué descalificar a priori, desde el punto de vista filosófico. Por el contrario, la filosofía administrada, como resultado de una dialéctica propia, habrá contribuido decisivamente a alcanzar el rigor y la precisión en los análisis de las ideas que la historia nos ha arrojado, y que son inalcanzables en su vida mundana. Pero, simultáneamente, la tendencia de la filosofía administrada a aislarse de la filosofía mundana del presente (que es siempre fuente suya) y la tendencia a acogerse a los intereses de la «Administración» que la ha incorporado a sus fines propios, orientará su evolución hacia formas anquilosadas y la conver- [p. 10] tirá en vehículo meramente ideológico (aun cuando tampoco se reduzca, en modo alguno, a este servicio). No puede olvidarse que esa serie de grandes filósofos que son considerados habitualmente como los fundadores de la filosofía moderna (Francisco Bacon, Descartes, Espinosa, Leibniz, &c.) actuaron al margen de la «filosofía administrada», concretamente al margen de la Universidad. Ni Bacon, ni Descartes, ni Espinosa, ni Leibniz fueron «filósofos universitarios».

Ahora bien: la misma dialéctica que determinó la constitución de la filosofía como «filosofía administrada» determina también la tendencia a una diversificación de la filosofía, en este régimen, en dos direcciones hasta cierto punto divergentes: la que conduce a su «ensimismamiento» (si puede hablarse así) en el conjunto de la sociedad que la sostiene, y la que conduce a su «apertura» constante hacia esa misma sociedad.

La «filosofía ensimismada», como institución administrada (y tendiente por cierto hacia la autoadministración), es la que cree poder nutrirse de su propia sustancia, de sus principios o de su historia; la que confía que el decurso de su desarrollo autónomo será el proceso mismo de una progresiva aproximación «a la verdad».

La «filosofía abierta» actuará, en cambio, con la voz dirigida, desde el principio, hacia el público que la rodea.

Las formas sociológicas e históricas en las que se manifiestan estas dos direcciones de la «filosofía administrada» son muy diversas; pero sólo tomaremos en cuenta aquí las formas hoy más notorias o significativas (en España y en otros muchos países europeos), a saber, la Universidad y las Instituciones (o Institutos) de Enseñanza secundaria. No se trata de establecer una correspondencia biunívoca, pero sí de subrayar que, por estructura, la filosofía administrada por la Universidad tiende a «ensimismarse», mientras que la filosofía administrada por las Instituciones secundarias, tiende a «abrirse». Y estas tendencias (decimos: tendencias) se explican muy bien desde nuestras premisas:

La filosofía universitaria, que en modo alguno debe confundirse con la filosofía académica, tiende, por estructura, a ser una filosofía «de profesores para profesores». Y ello debido a que el público que acude a sus aulas es, en su inmensa mayoría, un público formado por futuros profesores que, aun cuando no vayan a dedicarse a la Universidad, sin embargo está formándose en un ambiente en el cual las exposiciones, los análisis, los debates, las publicaciones, se mantienen en el círculo de los profesores de filosofía que conviven con otros profesores de filosofía. Es obvio que esta situación es la que hace posible el cultivo, cada vez más refinado, de un saber de especialistas, que es, o tiene que ser, eminentemente doxográfico-filológico, precisamente para que el «ensimismamiento» pueda mantenerse y alimentarse con las realizaciones propias (que, de otro modo, desde luego, no se producirían).

La filosofía administrada por las Instituciones consagradas a la enseñanza secundaria, en cambio, se dirige a un público en principio no definido profesionalmente. Esto significa que el público de los Institutos representa en realidad «a toda la nación», simbolizada en los jóvenes que todavía no se han profesionalizado. La enseñanza secundaria obligatoria así lo reconoce de hecho: el Instituto [p. 11] es un fractal de la Nación. En él, el «profesor de filosofía» no puede vivir ensimismado en el círculo de los profesores de filosofía, sino que se ve obligado a con-vivir con profesores de otras disciplinas científicas o literarias. Y sus alumnos no son futuros profesores de filosofía, sino futuros electricistas, sacerdotes, médicos, políticos, aviadores, militares, empresarios… o desempleados.

La gran dificultad estriba en acertar con fórmulas capaces de representar el sentido exacto de las diferencias entre estas dos formas de la filosofía administrada, porque los peligros de aplicar al caso fórmulas inadecuadas, que todo lo confunden, son muy grandes. Subrayamos los dos siguientes:

El primer peligro es el utilizar la distinción entre los conceptos de filosofía académica y filosofía mundana para expresar la diferencia entre los dos modos de comportarse la filosofía administrada, como si la «filosofía universitaria» fuese precisamente la filosofía académica, mientras que la «filosofía abierta» debiera entenderse como una filosofía mundana. Sin duda, así lo entienden algunos profesores de filosofía, que tratan a sus alumnos como si fueran las fuentes de la verdadera sabiduría ética o metafísica. Pero, según lo que hemos dicho, no hay ninguna razón para que la «filosofía abierta» no sea, y no deba ser también, filosofía académica.

El segundo peligro es acaso todavía mayor. Procede de la utilización de la distinción, común en la «administración de las disciplinas científicas», entre un nivel universitario (el propiamente científico, al menos en teoría) y un nivel medio (en el que la ciencia deja paso a la divulgación y, a lo sumo, a la formación general de los futuros investigadores).

De acuerdo con este criterio es frecuente sobrentender que la filosofía universitaria representa el «nivel superior» (auténticamente filosófico o, acaso, incluso científico) mientras que a la filosofía del Instituto le corresponderá sólo el nivel propio de la divulgación de los estudios superiores.

La confusión que este modo de entender las relaciones entre las dos formas de la filosofía administrada que hemos distinguido es fatal. El profesor de filosofía de Instituto que se guíe por este modo de entender, tenderá a condensar los contenidos universitarios (prácticamente: su doxografía) y verá cómo fracasa en el intento una y otra vez. Y lo que es peor: si dice tener, como es frecuente, «vocación filosófica», verá sus tareas en la enseñanza media como una simple pérdida de tiempo: su «vocación» o «misión» de filósofo no tiene que ver nada, pensará, con la «cura de almas adolescentes», sino con la «investigación»; y ésta ha de hacerla en la Universidad o, por lo menos, fuera del Instituto. Muchos profesores de filosofía se consideran fracasados como filósofos precisamente por tener que permanecer ligados al Instituto.

Es necesario destruir por completo semejantes esquemas confusionarios. La filosofía no es una ciencia: por consiguiente, no cabe distinguir en ella un nivel de «investigación» y un nivel de «divulgación». Cuando la filosofía se hace «ciencia» es precisamente cuando deja de ser filosofía, convirtiéndose en filología o en doxografía (una especialidad, por otro lado, imprescindible). Y deja de ser filosofía en virtud de la dialéctica interna de la que ya hemos hablado: su necesario alejamiento de las fuentes mundanas, elementales; alejamiento simultáneo al pro- [p. 12] ceso de com-posición [sic] o análisis de unas ideas o sistemas, dadas por la tradición, con otras ideas o sistemas. Por tanto, por su tendencia al alejamiento de los principios «elementales» a medida que ella se interna en las construcciones ya formadas sobre tales elementos.

Pero ocurre que la filosofía no puede jamás alejarse de sus «elementos», de los orígenes que alientan siempre en su «presente». A estos elementos regresa una y otra vez la filosofía mundana que desde el presente percibe el proceso de constitución de Ideas «originales» actuales (es decir, determinadas por el presente, sean nuevas, sean idénticas a otras Ideas del pretérito). Y, en régimen de filosofía administrada, la situación más favorable para este regressus a los elementos, que nada tiene que ver en principio con una «divulgación», es precisamente la situación en la que, por institución, ella se orienta «hacia la nación», y no hacia los otros profesores de filosofía.

Según esto, el profesor de filosofía que se enfrenta con jóvenes que ya han alcanzado «la edad de la razón», no tiene por qué pensar que está apartándose de la investigación filosófica, abrumado por unas obligaciones de humilde divulgación «para principiantes». Porque los principiantes que tiene delante son precisamente los que le obligan a él a regresar continuamente a los elementos, y, por tanto, a filosofar en el sentido más genuino. Al «formar» el juicio de los jóvenes, reforma sus propios juicios filosóficos, los cambia o los corrobora. Otra cosa es que pueda llevar adelante una misión de semejante importancia; más fácil es atribuirse la misión de divulgador de unos saberes especializados que, cuando el divulgados tiene deseos de trabajar, incrementará cada día, a la vez que comprobará la imposibilidad de transmitirlos, ahora sí, por falta de tiempo, y porque está tratando con principiantes.

Es ahora cuando se hace posible definir mejor el significado que hemos querido dar a las lecturas filosóficas (como género característico de prosa filosófica) contenidas en este libro. Estas Lecturas, en cuanto proceden de lecciones, están redactadas desde la perspectiva de una filosofía administrada, pero no propiamente desde aquella que está orientada a la in-formación de futuros profesores de filosofía, sino la que se orienta a la con-formación del público en general. No son, por tanto, lecturas de divulgación; no tienden sólo a reexponer ideas ya conocidas (en ocasiones incluso se presentan como ideas «nuevas»). Pretenden plantear las cuestiones titulares en toda su amplitud, del modo más elemental (es decir, por tanto, más profundo) posible, siguiendo el método dialéctico de la Academia platónica al que los siglos han ido confiriendo una intensa coloración escolástica.”

2012.08.06 – Sobre el sentido de la existencia

Necesidad de plantear la cuestión del sentido de la existencia de forma directa, sin disimulo. El hecho de que esa cuestión se convirtiera en tópico de actualidad, en tema de conversación, ha conducido a su ocultamiento o a su disimulo, como si diera vergüenza plantearlo de forma radical. Sin embargo, se trata del “tema de nuestro tiempo”: el para qué de la vida en un mundo desencantado, un mundo sin dioses. El problema no está solo en el para qué de la vida, sino también en el qué hacer: la ética no puede fundamentarse en la razón humana; todos los intentos por conseguirlo han fracasado. El lema de Dostoievski, “si Dios no existe todo está permitido”, tiene plena validez. Una película reciente, Match Point, plantea la cuestión de forma directa, señalando además la conexión entre el vacío ontológico y el vacío ético que está detrás del planteamiento de Dostoievski.

Una posible solución al problema estaría en asumir ese vacío, en tomar conciencia plena de él y no intentar negarlo o saltárnoslo mediante cualquier subterfugio. Si aceptamos la contingencia de nuestros valores y creencias habremos ganado en honradez lo que perdemos en seguridad. Al hacerlo asumiríamos nuestros valores como creación nuestra, pero no veríamos eso como un defecto, sino como un honor, como algo de lo que sentirnos orgullosos (ese es el sentido último de la “ética” de Nietzsche). Nuestros valores son contingentes, pero son nuestros, y en ello radica precisamente su auténtico valor.

De este modo nuestra ética encontraría una justificación que no es ontológica, sino estética. Hasta Nietzsche se presuponía que nuestros valores, la justificación de nuestros actos, se deducían o estaban en coordinación con el orden del mundo, con su estructura íntima. Una vez que las categorías con las que conceptualizamos la realidad se nos han revelado como contingentes también pasan a serlo las categorías morales, los valores: todo es relativo. Ahora bien, la contingencia no es un defecto; el considerarlo así implica ya una valoración previa imposible de justificar por sí misma (es un pre-juicio, un dogma de fe). De lo que se trataría es de aceptar esa contingencia como tal y considerarla como un valor en sí mismo: el valor de lo que es pero podría ser de otra manera. Lo contingente debe valorarse precisamente por su “diferenciabilidad”, por su posibilidad de cambiar: lo contingente puede dejar de ser en cualquier momento. De este modo la contingencia (la finitud) pasa a ser percibida como una “virtud”, como un valor positivo. En el fondo de todo esto está la adopción de una perspectiva estética que juzga lo que es en tanto que es: lo real no se justificaría por su adecuación a unas determinadas normas trascendentes, sino que tendría su justificación en sí mismo, en su mero existir como tal; el hecho de que pueda ser justificado ya lo hace digno de justificación. Ahora bien, llevado a su extremo acabaríamos en el optimismo leibniciano: “todo lo que es merece ser”. Sin embargo, el reconocimiento de la contingencia de lo real conlleva también el de la contingencia de nuestras valoraciones, que tienen valor precisamente porque podrían distintas (caso análogo al del criterio de cientificidad de Popper: una verdad científica es la que puede ser “falsada”; la certeza absoluta sería lo contrario de la ciencia, adoptando así un punto de vista diametralmente opuesto al de Descartes, aunque manteniéndose en su misma perspectiva: una visión lógica y proposicional de la ciencia).

Volviendo a la cuestión del sentido de la existencia: la aceptación de nuestra esencial contingencia (no solo de nuestro existir, de nuestra conciencia y nuestra corporeidad, sino también de nuestros valores y creencias, de todo lo que tradicionalmente se había considerado como “trascendente”, eterno) conduce a una valoración de lo contingente como tal. En el plano de la acción esto se traduce en una valoración de la permanencia de todos nuestros actos, de su esencial eternidad e irreversibilidad: cuando hacemos algo siempre hay infinitas posibilidades de haber hecho otras cosas. Elegir una opción conlleva descartar otras. En eso consiste el carácter contingente de nuestras acciones. El hecho de que no podamos recurrir a normas de conducta trascendentes para justificar nuestras acciones aumenta nuestra responsabilidad sobre ellas: nos hace tomar consciencia de su irreversibilidad y de su “eternidad” en sentido spinoziano (todo lo presente es eterno, todo lo que es no puede no haber sido). En tanto que responsables de esas acciones, se nos aparecen como llenas de un valor que no es ya ético sino estético, esto es, no se deriva de su atenimiento a normas de conducta trascendentes, sino del reconocimiento de la ausencia de esas normas y del valor para, a pesar de ello (o quizás gracias a ello), optar por una acción determinada en lugar de otras, preferirla, aun a riesgo de equivocarnos. Desde esta perspectiva lo positivo sería la acción y lo más negativo, el mal absoluto, sería la inacción, la pasividad, la pereza. (Hay que entender a Nietzsche desde estas coordenadas). Toda acción implica valoración, y toda valoración implica creación previa de valores, de una jerarquía para uso personal o provisional. Esos valores no los construimos ni los heredamos pensando en su posible universalidad, a la manera kantiana: al contrario, los aceptamos porque nos parecen válidos para nuestra contingencia. La universalidad, sin embargo, sigue estando presente en la medida en que debe entenderse que nuestra elección sería la que tomaría cualquier persona de encontrarse en nuestra situación (no solo externa sino interna, esto es, no solo determinada por nuestras circunstancias biográficas, sociales e históricas sino también por nuestra personalidad, nuestro carácter). El objetivo último no es el bien sino “lo interesante”: nuestras acciones pueden ser juzgadas como horribles, pero ello ya implica una elección, una valoración. Esa valoración tiene interés por sí misma, en la medida en que nos ilumina sobre el problema de la contingencia y la irreversibilidad de nuestras acciones (idea que estaba implícita en la célebre boutade de Stockhausen: el atentado del 11/S fue la mayor obra de arte de la historia). [Esto es un error, no se trata de justificar filosóficamente la existencia del mal, o de amparar a través de la estética la arbitrariedad ética].

[En realidad estoy confundiendo dos niveles: en uno, más abstracto, la contingencia de todo lo que es deriva en una comprensión estética de nuestras acciones; en otro, más concreto, intento realizar una valoración de esas acciones, una jerarquía en la que el puesto superior lo ocupa “lo interesante” y el inferior “lo trivial”. En realidad caben múltiples valoraciones: cualquier valoración podría ser distinta. De que las cosas sean contingentes no se deriva que deban ser de una manera o de otra: la falacia naturalista puede aplicarse al presente caso.]

2012.06.08 – Conocimiento y contexto

J. Marías, fragmento del artículo “Soria vivida”, citado en sus memorias, p. 515: “aquello que es el ámbito constante, permanente, acaba por no ser visto: se lo da por supuesto”.

Expresión de la diferencia entre lo visto y lo supuesto, lo consciente y lo inconsciente: el ámbito es incosciente. Relacionar con los paradigmas de Kuhn y con la estructura del conocimiento: nunca somos plenamente conscientes del “ámbito” en que pensamos, de todo lo que presuponemos al conocer algo; si lo fuéramos, ese “ámbito” dejaría de ser tal, pasaría a ser objeto de conocimiento; pero eso no significa que desaparezca el ámbito de conocimiento porque ello implicaría la desaparición del conocimiento en cuanto tal (sería la “intuición sensible” de Kant: un imposible epistemológico, un concepto límite, algo contradictorio e incomprensible), lo que sucedería es que nos habríamos situados dentro de otro ámbito, también desconocido porque lo damos por supuesto. Todo conocimiento se sitúa en un ámbito supuesto y no conocido (el descubrimiento y el encubrimiento en Heidegger).

Lo pensado y lo no pensado (o lo impensable): dialéctica esencial a toda la historia de la filosofía. Relacionar con la “diferencia ontológica”, el ser y el ente (lo que está presupuesto en cada ente, sin que sea ente en sí mismo).

La epistemología contemporánea como una toma de conciencia progresiva sobre las limitaciones del conocimiento racional: frente a la absoluta confianza en la razón de Descartes y Spinoza, el empirismo inglés y luego Kant señalan las fronteras de la razón, su condicionamiento por lo que según el empirismo son limitaciones inherentes a la propia lógica del conocimiento y que según Kant están enraizadas en la estructura misma del “sujeto trascendental”. La novedad posterior a Kant, la gran novedad introducida por el romanticismo, es que esas limitaciones no se entienden como inmutables y trascendentales (la tabla kantiana de las categorías), sino como históricas, ligadas a la evolución del hombre y de las culturas. Hegel es el que consagra esa perspectiva; más tarde Marx dará el salto decisivo que supone “enraizar” esas limitaciones con la lucha entre las clases sociales y con las condiciones materiales de existencia: las limitaciones del conocimiento racional se deben a su origen social, a su enraizamiento en un determinado momento histórico y social. Sin embargo, en Marx sigue operando la distinción ciencia/ideología: el propio marxismo sería trascendente a las condiciones materiales de su surgimiento, de modo que no le afectarían las limitaciones propias de todo conocimiento en tanto que producto de una situación social e histórica. La sociología posterior (y la filosofía: Nietzsche, etc.) dará el paso decisivo de entender que no existe limitación alguna a esas limitaciones: todo conocimiento está enraizado en una situación histórica determinada, sin excepción. Esa situación, ese contexto, es condición de posibilidad ineludible de cualquier conocimiento. De la misma manera que las limitaciones que Kant señalaba para el “conocimiento absoluto”, para la “intuición sensible”, servían a su vez de legitimación para el “conocimiento objetivo” (la objetividad no es el conocimiento de la “cosa en sí”, sino de lo real conformado por el sujeto), la toma de conciencia de la historicidad del conocimiento no desemboca en el nihilismo epistemológico, sino en la más adecuada comprensión de las condiciones de posibilidad del conocimiento verdadero. De lo que se toma conciencia es del carácter no solo lógico, sino también histórico y social de esas condiciones (desarrollo de un sistema científico autónomo, carácter colectivo y acumulativo del conocimiento, necesidad de un “ocio creador”, etc.).

2012.03.05 – El problema del relativismo

El problema del relativismo como el “tema de nuestro tiempo”.

Es paradójico que la sociedad contemporánea se fundamente en gran medida en el desarrollo tecnológico alcanzado a través de un conocimiento científico firme y seguro, mientras que en lo social e ideológico se desarrolla simultáneamente el relativismo en todas sus dimensiones (moral, religioso, epistemológico, etc.). Sin embargo, la paradoja solo es aparente: el conocimiento científico se caracteriza por ser falsable, esto es, cualquier conocimiento científico es susceptible de ser refutado. Por tanto, la ciencia misma se fundamenta en su “falta de fundamento”, esto es, en su negación de la posibilidad de un conocimiento absoluto, de una perspectiva única sobre lo real. Desde la perspectiva del positivismo más ingenuo la ciencia es la verdad que surge frente al error, representado por la visión religiosa del mundo (ese es el relato típico de la Ilustración en el mundo moderno: la lucha de la razón frente al oscurantismo). Sin embargo, no se trata de un enfrentamiento de la verdad frente a la mentira, sino, por decirlo de otro modo, de la “verdad construida” a la “verdad revelada”: lo que cambia es la forma misma de considerar lo verdadero. Estamos ante un modo distinto de construir la oposición verdadero/falso.

¿En qué consiste esa “verdad construida”? En primer lugar, en el reconocimiento reflexivo del carácter constructivo del conocimiento; en la conceptualización típica de la filosofía moderna, ese carácter reflexivo se muestra a través del enfrentamiento entre sujeto y objeto. Posteriormente se reconoce también el carácter histórico y social de ese sujeto, frente al “sujeto puro” de Descartes o Kant. En segundo lugar, en una etapa más reciente, se reconoce la pluralidad de las “regiones de conocimiento”: la reflexividad avanza al hacerse consciente de los diversos modos que tiene el sujeto de construir al objeto (hechos físicos, históricos, literarios, etc.). Ese carácter reflexivo hace imposible la consideración de un fundamento único, absoluto e inmutable del conocimiento: solo un hipotético “sujeto absoluto” sería capaz de ello, pero su misma existencia conllevaría la anulación de la distinción entre sujeto y objeto, por lo que no cabría hablar de conocimiento (relacionar con Kant y su idea imposible del conocimiento directo de la “cosa en sí”). Por tanto, el rasgo esencial que diferencia la “verdad construida” de la “verdad revelada” es la reflexividad, la toma de consciencia del propio método de conocimiento. Una visión dogmática de la realidad solo es posible prescindiendo de cualquier autocrítica sobre el sujeto cognoscente.

Frente a ello parece alzarse la aparente objetividad absoluta del conocimiento científico, especialmente de las ciencias formales, de la lógica y las matemáticas. Sin embargo, el propio hecho de que se trate de ciencias que han evolucionado históricamente debería ser suficiente para mostrar que ese carácter absoluto es solo aparente. A ello podría objetarse que, a pesar de tener un origen histórico, las verdades mostradas (construidas) por esas ciencias parecen tener un valor autónomo, independiente por completo de su génesis. Sin embargo, esto no es así: nuestra comprensión del teorema de Pitágoras difiere radicalmente de la que podían tener los griegos antiguos, aunque solo sea porque nuestra concepción de los números y de las relaciones entre ellos han cambiado (para empezar, los griegos no daban una interpretación aritmética del teorema, sino exclusivamente geométrica). Podría seguir alegándose que las diferencias de interpretación en realidad corroboran la autonomía del teorema, ya que su validez es independiente de cómo se interprete. Pero se sigue cayendo en el error de tomar el punto de vista “emic” como un punto de vista “etic”. El concepto mismo de “conocimiento objetivo”, universalmente válido, tiene un origen y una validez histórica muy determinadas: está en función de toda una serie de presupuestos epistemológicos que no son tomados en consideración por quienes tienen una visión dogmática de las verdades científicas. (Aún así, la explicación de la pervivencia histórica de esas verdades es un problema filosófico de primera magnitud).

2007.10.14 – Manuel Granell y la creación artística

“El artista crea lo posible al mismo tiempo que lo real cuando ejecuta su obra” (Bergson, en La pensée et le mouvant; citado por Manuel Granell, entrevista en El Basilisco, nº 11, p. 50)

No se trata de actualizar potencialidades, sino de crearlas. La obra de arte como “creadora de mundo” (Heidegger, Ricoeur).

Granell: “No estamos dentro de misteriosa Mente que se realiza por misterioso modo, sino, al revés, partimos del choque con las cosas para forjar irrealidades mentales y lanzarlas fuera, tornando así habitable nuestra yacija. Intus in extus es la clave última de lo humano, pero justamente forjando el intus desde el extus, pensando con las cosas —como decía Ortega—. Palpando cuerpos, dijo a su modo Paul Valéry; la inteligencia necesita «formas sensibles y gracias corporales para alcanzar un estado más alto». {Eupalinos o el Arquitecto).

“Y así entra de raíz y por derecho el poeta. Trátase de una creación, de una poíésis. La poesía, la luz maravillosa del poetizar, otorga al hombre su voluntad ontológica. No la poesía del decir, del repetir —la retórica con su seca hojarasca—, sino la poesía auténtica, la del sentir, la del iluminar las sombras, que goza de una capacitas cuasi divina, pues in-venta (de in-venió), hace venir, torna posible, posibilita. Cuanto nos llameinvoque— irá generando, posibilitando, ex-aliquo, desde el algo previamente logrado, nuevas «realidades artificiales» —si me permiten la aparente contradicción—. Es que «la realidad», ella misma, «en persona», como diría Husserl, se escapa siempre a nuestra vista, se oculta. Justo por eso debemos imaginarla, inventarla, falsificarla. No asuste este término. Y para aclararlo, me valdré del decir de un poeta asturiano muy desconocido, Andrés Carbayu: «¡Cosas de la realidad! /Pues se oculta, falsifícala, / arráncale su verdad». (…) Por delante de los filósofos, y al movimiento y tanteo de la mano ejercitada, los artistas van creando, in-ventando el mundo de mañana. No es otra la misión del arte. Y no hay misión más excelsa.”

“Obsérvese que la ciencia, incluso la más pura y exacta, sea geométrica o algebraica, genérase mediante el imaginar metafórico, que es un imaginar lo inimaginable en modo recto, al modo de Galileo, cuando insiste en medir indirectamente lo inmedible. Con sobrada razón dijo Ortega que «el físico sabe muy bien que lo que dice su teoría no lo hay en la realidad», siendo así la física un «orbe imaginario», un «mundo interior», poético, como todos los mundos científicos. Y el «mundo poético» —añade—, el más transparente de todos, pues en él aparece «con descuidado cinismo y como a la intemperie», el secreto esencial (Cf Ideas y Creencias).”

“La arquitectura —que podría definirse como concreto orden matemático, distribución armónica en un vertiente de las inferencias, de la lógica, del sistema. Para este enfoque y quehacer los griegos decían lógos y diánoia; mucho más tarde Descartes dirá, para tal discurrir, deducción y sagacidad. Ahora bien: sin duda se desciende con seguro paso mediante este estilo del quehacer pero jamás se alcanzará la trascendencia a lo dado, jamás se lograrán nova. Para este quehacer superador se precisa otro estilo complementario, consistente en sacar de las sombras, obligar a ver lo invisible, in-ventar, poetizar. Quehacer ascendente —en sentir de Platón— que los griegos llamaron nóesis, y a su órgano nous; y que Descartes, a su vez, llamará intuición y perspicacia. Pues bien: obsérvese que Aristóteles no hubiera podido construir su famosa Lógica —que desciende— sin la Dialéctica platónica, la que previamente le obligó a ver, la que en su ascender alcanza lo visto, el eidos, esa auténtica realidad que era para Platón la Idea. Y ahora me pregunto: ¿No indica esto, a otro giro innegable, un primado del poetizar?. Entiéndase bien: un primado, que no una exclusión. Intuir primero y discurrir después. Para reiterar el primado desde más alto escalón del conocimiento, y así intuir más y discurrir mejor. ¿Y no se advierte también que, en el expuesto modo de mi pensar alienta un poético sentir, máxime si tal sentir discurría ya, a su modo, por sendas muy cercanas al creacionismo de Huidobro y Gerardo de Diego?.”

La filosofía y el arte como invenciones: constructivismo, a la manera de Deleuze.