2012.07.07 – Lo central y lo marginal en la historia. Verdad e historicidad

El concepto de intrahistoria sería perfectamente aplicable a la historia de la ciencia: más allá de los grandes nombres, de los teóricos de moda, los que realmente hacen avanzar la ciencia son los que componen la masa anónima, los “proletarios” de la ciencia encargados de investigaciones pequeñas y aparentemente insignificantes, pero minuciosas y rigurosas, con un valor científico mucho mayor que las especulaciones más o menos gratuitas con las que el star-system académico consigue llamar la atención más allá de su propio ámbito académico.

Es curioso comprobar cómo muchos de los autores más célebres del siglo XX son ensayistas, especuladores, diletantes que se aprovechan del conocimiento acumulado por las “masas anónimas”: Ortega, Spengler, Foucault, etc. Por mucho que su labor se justifique como filosófica, esto es, como no científica, lo cierto es que su celebridad, su éxito en vida, se debe en gran parte al aprovechamiento del saber acumulado por el trabajo sucio de otros. Por desgracia, el prestigio social y el interés del público por este tipo de obras siempre será mucho mayor que el que se sienta hacia los trabajos más especializados y rigurosos: para tener un éxito amplio de público no queda más remedio que crear una obra no especializada; en la medida en que en la ciencia moderna la especialización es una condición de posibilidad de la creación científica, estas obras son por definición no científicas. Por tanto, una obra científica no puede ser un best-seller (lo cual puede comprobarse en la práctica; los científicos solo han alcanzado la celebridad y el éxito de ventas con escritos divulgativos, como la Historia del tiempo de Hawking, o con textos en los que la ciencia sirve de base a reflexiones filosóficas, como El azar y la necesidad, de Monod).

Lo central y lo marginal en los conceptos historiográficos: cuando se establece y se desarrolla un concepto (p. ej. “generación del 98”, “grupo de Escorial”, etc.) se señalan unos determinados materiales históricos (en este caso, unas personas) como principales y otros, los que no son comprendidos dentro del grupo, como marginales, condenados tan sólo a ser el telón de fondo de los protagonistas del relato. Por ello, toda conceptualización historiográfica es una selección, una discriminación entre lo central y lo marginal; a ella siempre le es consustancial una jerarquía entre lo relevante y lo que no lo es, lo que merece la atención del historiador y lo que no la merece, o la merece de un modo secundario y relativo. Es en esta dimensión “metahistoriográfica”, de selección de la realidad estudiada, de valoración previa de la realidad histórica, donde más operan los valores ideológicos no sólo del investigador, sino de todo el campo académico: de la misma forma que en las investigaciones literarias está presente un “canon”, una jerarquía entre aquellos autores y obras que merecen atención prioritaria y aquellos otros que no la merecen, también en un nivel más general cabe hablar de un “canon” de realidades historiográficas, de materias y materiales históricos más interesantes que otros. La evolución de la disciplina conlleva necesariamente modificaciones en ese canon (p. ej. con la difusión de la visión marxista de la historia pasan a ser centrales los materiales económicos; con la difusión de la historia de la vida cotidiana pasan a serlo los textos literarios, biográficos, etc.).

Lo importante de todo esto es que de estos dos niveles, el de la investigación propiamente dicha y el de la selección de la investigación y lo investigado (método y objeto), tan sólo el primero es susceptible de un análisis científico, explicativo: las afirmaciones del texto historiográfico sobre los materiales históricos son susceptibles de ser consideradas verdaderas o falsas; sin embargo, en el otro plano, el de la selección del método y objeto de estudio, no cabe ese tipo de planteamiento: este plano se sitúa más allá de la visión positivista de la historia. Pese a ello, le es indispensable como su condición de posibilidad. Por tanto, queda demostrado que en el análisis de la realidad histórica hay dos planos de distinta entidad epistemológica. (Lo mismo podría decirse de los estudios literarios y, en general, de cualquier estudio de materiales históricos).

Dos planos: el de la investigación y el de la selección (del método, del objeto (finalidad), de los materiales). Diferente nivel metodológico: en el primero cabe la discusión científica, en el segundo no, la discusión es necesariamente ideológica, no es posible llegar a consensos basados en pruebas empíricas (o en el concepto de prueba empírica, de verificación o falsación).

Además de estos dos planos hay que tener en cuenta todas las afirmaciones que en el texto resultado de la investigación se refieren a cuestiones no susceptibles de consenso científico (valoración de personas, obras y sucesos, etc.). En realidad ese plano “positivo” solo afecta a los “enunciados nucleares” sobre los materiales históricos, del tipo “el 23 de febrero de 1981 tuvo lugar un golpe de Estado”. Todo lo demás es interpretativo, susceptible de discusión. Desde este punto de vista, el plano “positivo” es el de menor relevancia, ya que los hechos históricos son “usados” para conformar un relato con una determinada finalidad ideológica (se cuenta porque se considera interesante desde la perspectiva del investigador, por ser ilustración de una tesis teórica más general o por otro motivo). Sin embargo, a la larga es esa acumulación de “datos” lo que hace progresar la historia, lo que explica que, más allá del cambio de “paradigmas” y de la evolución ideológica de los historiadores, pueda hablarse de un avance. No se trata de que se comprenda mejor una época, un personaje o un hecho histórico: lo que sí es cierto es que se saben más cosas, con mejor detalle y con mayor rigor.

La filosofía de la comprensión (hermenéutica) ha puesto en exceso el acento en los aspectos “ideológicos” de la investigación histórica, despreciando el lado positivista, la historia en tanto que relato de hechos históricos (el aspecto en el que la historia más se acerca a las ciencias naturales). Hay motivos ideológicos que explican esa consideración de lo positivo como marginal: necesidad de distinguirse del cientificismo para evitar la hegemonía de las ciencias naturales sobre las humanas, razones ideológicas de todo tipo (humanismo, idealismo, etc.): la defensa de las “ciencias del espíritu” es la defensa de todo lo específicamente humano, de la cultura, de toda una ideología que va mucho más allá de la metodología científica. Es necesario “desideologizar” la metodología historiográfica, contemplarla desde una perspectiva más desapasionada, limitándonos a observar en qué se parece el método del historiador al del investigador de la naturaleza. A pesar del énfasis de la mayor parte de la tradición en la separación entre ambas, lo cierto es que hay muchas afinidades; ese silencio nos obliga a subrayarlas, aunque solo sean una parte de la tarea del historiador.

Tomemos como ejemplo La generación del 98, de Laín. La obra se escribe con una evidente intención ideológica: no se trata del “saber por el saber” (esa es la finalidad de la investigación en el ámbito académico “cerrado”: la investigación tiene su justificación en sí misma), la investigación sobre la generación obedece a motivos ideológicos, a la intención de mostrar la “deuda española” de los intelectuales de la generación de Laín con los del 98, analizando de forma crítica su visión de España. Lo que se ofrece es una pauta de interpretación que será seguida por toda una tradición posterior de estudios sobre esos autores (y que no es creada por Laín: ya estaba presente en los análisis de Azorín, Azaña o Salinas). Pese a ello, podemos reconocer en la obra un valor historiográfico: el de la descripción de realidades históricas (los autores y las obras analizadas) y el del análisis de un determinado aspectos de esas vidas y de esas obras (la presencia del tema de España). La ideología de fondo condiciona la percepción y la selección de esos materiales, pero no niega su validez (no se puede decir que Laín falsifica la historia, salvo en casos puntuales de sobreinterpretación, que podrían (o no) ser justificables en base al desconocimiento histórico del contexto inmediato de producción y recepción de los textos). La cuestión principal está en discriminar esos dos planos: el científico y el ideológico. El primero seguiría vigente, el segundo solo tiene valor en tanto que expresión del contexto de producción de la obra, esto es, expresión de la ideología de Laín y de todo un sector de la intelectualidad española de la posguerra (toda obra científica se puede contemplar desde una doble perspectiva: en tanto que obra científica y en tanto que creación histórica; desde la primera perspectiva resulta de plena actualidad, desde la segunda es un anacronismo; en las obras científicas que han perdido toda vigencia solo está presente el valor histórico, de ahí que los científicos no les presten atención).

Primer plano: toda creación humana es por definición histórica y social, resultado de unos condicionamientos históricos y sociales concretos, no trasladables a ningún otro momento histórico o social. Segundo plano: esas creaciones pueden sernos actuales, esto es, podemos ver en ellas valores que nos aparecen como actuales, contemporáneos, más allá de su específico valor historiográfico y sociológico; los ejemplos más importantes son la ciencia y el arte. Ahora bien, esa percepción de lo histórico como actual (en otras palabras, como trascendente, como suprahistórico) es de por sí histórica, esto es, va ligada a las condiciones históricas y sociales del intérprete. Lo trascendente, lo “objetivo”, solo puede aparecer como tal a un sujeto; esto significa que la objetividad, la trascendencia, sólo se da en un contexto histórico y social. El cambio de ese contexto conlleva el cambio de lo que se percibe como trascendente y objetivo; de ahí la sorpresa hacia las teorías vigentes hoy en día que sin embargo fueron despreciadas en el pasado, y hacia las obras de arte hoy admiradas y en su momento despreciadas: nos cuesta entender cómo es posible que en otras épocas no se valoraran, esto es, que hubiera criterios de objetividad y de trascendencia distintos.

  • Atención: ¿lo que cambia es “qué” se considera como objetivo, como trascendente, o los conceptos mismos de “objetividad” y “trascendencia”? Cabría pensar que esto es típico de la modernidad (contraposición sujeto/objeto) pero no de épocas anteriores. En cualquier caso esta cuestión solo tiene interés histórico: desde nuestra situación actual, desde nuestra perspectiva, no podemos pensar en otros términos: nos vemos como sujetos enfrentados con objetos, con una realidad que aspiramos a conocer objetivamente. Ese es el punto de vista de todas las ciencias modernas. Otros puntos de vista pueden ser posibles, pero ya no son científicos.
  • Por otra parte, la “objetividad” no deja de ser en cierto modo una ilusión: consideramos algo como absolutamente verdadero “hasta que no se demuestre lo contrario”, toda verdad científica es susceptible de ser falsada (y así lo prueba la historia de la ciencia). No cabe estar seguro de nada. Además de esa ilusión de permanencia, hacia el futuro, está la permanencia en la otra dirección, en el pasado: nos parece que esas verdades ya eran pensadas del mismo modo por la gente que las formuló en el pasado (por ejemplo, el teorema de Pitágoras). Sin embargo, el cambio de contexto histórico y social conlleva necesariamente la imposibilidad de que esas verdades sean idénticas, sean pensables del mismo modo. Esa identidad entre el teorema formulado por Pitágoras y el que hoy aprendemos en las escuelas es resultado de una reconstrucción realizada desde el presente: en realidad no se trata del mismo teorema, sino que lo percibimos como si fuera el mismo (para empezar, en Pitágoras es un teorema geométrico y no aritmético, una relación entre figuras y no entre cantidades). Lo percibimos como “etic”, pero todo lo “etic” es siempre “emic”, es siempre la creencia o la percepción de un sujeto histórico.
  • Teniendo todo esto en cuenta, ¿por qué unas determinadas realidades históricas se nos aparecen como actuales, como válidas, como “etic”, y otras no? ¿Por qué esa percepción cambia? La respuesta es imposible porque un sujeto no puede contestarla: todo lo que diga, todo lo que piensa y perciba está vinculado necesariamente a su contingencia histórica y social. En el caso del arte podríamos acudir a la permanencia de los valores y realidades sociales que se manifiestan en las obras, o incluso a valores intrínsecos como su calidad técnica o lingüística; en el de la ciencia, a la desconexión de los resultados de la investigación respecto de su “contexto de descubrimiento”. Pero estas son teorías a posteriori que surgen para explicar la realidad inmediata y problemática: la consideración de las teorías científicas y de las obras de arte del pasado como actuales o como desfasadas.

Todo lo anterior se basa en la idea de que el conocimiento se da en un sujeto que necesariamente está ligado a una situación histórica y social que condiciona de forma decisiva el propio conocimiento: no existe conocimiento objetivo, aunque algunos conocimientos se nos aparezcan como tales.

Una tercera forma de suprahistoricidad es la ética, el reconocimiento de la virtud en la conducta humana (cercanía con lo estético; hasta el Romanticismo lo ético se identificaba con lo estético, el Bien con la Belleza; hoy en día se contemplan como esferas autónomas, aunque habría que discutir si esto es realmente así).

Nuestra perspectiva no es normativa sino descriptiva: no pretendemos decir qué es verdadero, qué es correcto o qué es bello; lo único que hacemos es constatar que ciertas realidades históricas son consideradas de este modo. En la medida en que pretendemos estar describiendo una realidad, aspiramos a que nuestra descripción sea considerada como verdadera. No podemos establecer nuevos criterios de suprahistoricidad: necesariamente tenemos que atenernos a los de nuestro momento histórico y social. Entendemos la verdad como correlativa de un consenso entre sujetos autónomos (verdad como intersubjetividad); esa nos parece la descripción más acertada del funcionamiento de la verdad en la sociedad actual: es verdadero aquello sobre lo que todo el mundo está de acuerdo en que es verdadero (habría que matizar muchísimo esta tesis: el consenso no es causa de la verdad, sino su consecuencia; es necesario que haya pruebas, que haya una posibilidad de verificación que respete los presupuestos científicos aceptados).

Deleuze, diferencia entre lo verdadero y lo interesante: el plano de la filosofía sería el de lo interesante, la verdad quedaría reservada a otras esferas como la ciencia (también la verdad en sentido jurídico, o en el sentido de la vida cotidiana). En la medida en que aspiramos a un reconocimiento de una verdad, nuestra perspectiva no es estrictamente filosófica.

Lo que ofrecemos es una “reconstrucción racional”. ¿Realmente puede aspirar a considerarse como verdadera? ¿No habría que conformarse con que se percibiera como interesante? Lo que sí esta claro es que nuestra perspectiva (como la del Deleuze de ¿Qué es filosofía?) es externa, no aspira a establecer “trascendencias” sino a reconocer que ciertos elementos históricos son reconocidos como tales.

Lo que se plantea es el problema de explicar cómo es posible la existencia (o, mejor dicho, la percepción) de ciertas realidades históricas como con valor suprahistórico. En realidad es un problema fundacional en la historia de la filosofía y de la ciencia: el problema de distinguir lo verdadero de lo falso. Lo que cambia es el planteamiento de la cuestión. Hasta ahora, no se discutía la realidad de lo trascendente; con la crisis de la modernidad y la toma de conciencia de la historicidad del hombre y de sus productos, esa trascendencia comienza a percibirse como problema. Ante la evidencia de la historicidad se cuestiona la otra evidencia, la de la permanencia de lo verdadero. (El problema que se planteaba antes era el inverso, lo problemático no era lo trascendente sino lo histórico).

Interesante: el último Zubiri, el último Laín y Rahner sobre el dinamicismo de lo real (emergencia de realidades cada vez más complejas) y el salto que se produce con la aparición del ser humano, del “espíritu”. Se plantea el problema clásico de intentar reducir lo intelectual a lo material.

Deja un comentario