2012.06.14 – Comentarios a «Mirabeau o el político», de Ortega y Gasset, y alguna cosa más

Ortega, “Mirabeau o el político”, 1927, citado en Gracia, libro sobre Laín, páginas 83-84:

“Nada capaz para la política, presumo en Mirabeau algo muy próximo al arquetipo del político. Arquetipo, no ideal. No debiéramos confundir lo uno con lo otro. Tal vez el grande y morboso desvarío que Europa está ahora pagando proviene de haberse obstinado en no distinguir los arquetipos y los ideales. Los ideales son las cosas según estimamos que debieran ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad. Si nos habituásemos a buscar de cada cosa su arquetipo, la estructura esencial que la Naturaleza, por lo visto, ha querido darles, evitaríamos formarnos de esa misma cosa un ideal absurdo que contradice sus condiciones más elementales. Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre que, además de ser un gran estadista, fuese una buena persona. Pero ¿es que esto es posible? Los ideales son las cosas recreadas por nuestro deseo – son desiderata. Pero ¿qué derecho tenemos a considerar lo imposible, a considerar como ideal el cuadrado redondo?

  • Los ideales son “creados” mientras que los arquetipos son “reales”; el “perspectivismo” brilla por su ausencia, Ortega contrapone lo real a lo irreal como lo haría cualquier positivista o cualquier “metafísico” (religioso o filosófico).

Hace mucho tiempo he postulado una higiene de los ideales, una lógica del deseo. Tal vez lo que más diferencia la mente infantil del espíritu maduro es que aquélla no reconoce la jurisdicción de la realidad y suplanta las cosas por sus imágenes deseadas. Siente lo real como una materia blanda y mágica, dócil a las combinaciones de nuestra ambición. La madurez comienza cuando descubrimos que el mundo es sólido, que el margen de holgura concedido a la intervención de nuestro deseo es muy escaso y que más allá de él se levanta una materia resistente, de constitución rígida e inexorable. [p. 604] Entonces empieza uno a desdeñar los ideales del puro deseo y a estimar los arquetipos, es decir, a considerar como ideal la realidad misma en lo que tiene de profunda y esencial. Estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza y no de nuestra cabeza: son mucho más ricos de contenido que los píos deseos y tienen mucha más gracia.

  • Ese “carácter infantil” podría ser el propio de los artistas (de ahí que con frecuencia den lo mejor de sí en su juventud, y su madurez vital sea una época de decadencia artística). Ortega parece contradecirse, va en contra de su visión estética de la ética, del énfasis en el carácter creador del ser humano (la estética romántica del genio).
  • “estos nuevos ideales se extraen de la Naturaleza”, con mayúsculas: metafísica pura.

En definitiva: el “idealismo” vive de falta de imaginación. Todo el que sea capaz de imaginarse con exactitud realizado su abstracto ideal sufre una desilusión, porque ve entonces cuán sórdido y mísero era si se compara con la fabulosa cuantía de cosas deseables que la realidad, sin nuestra colaboración, ha inventado. (…) El “ideal” al uso es menos, y no más, que la realidad.”

  • Lo “ideal” y lo “real” se contraponen de forma correlativa al hombre y la “naturaleza”; el primero de los polos se valora negativamente y el segundo de forma positiva: la “invención” de la “Naturaleza” es siempre superior a la imaginación humana (visión romántica de la naturaleza, como “natura naturans”, como creadora de formas.)

[p. 605] “Sin preverlo él mismo, Mirabeau encuentra en sí, mágicamente presto, el formidable instrumento para la nueva forma de vida pública [la monarquía parlamentaria]: la oratoria romántica, la magnífica musa vociferante de los Parlamentos continentales, que sopla, como el espíritu divino sobre las aguas, sobre el alma líquida de las muchedumbres, haciendo tormentas e imponiendo calmas”.

  • La oratoria como elemento fundamental de la “política pública”; sería interesante estudiar su evolución (y degradación) hasta la actualidad, como consecuencia del desarrollo de los medios de comunicación de masas y la aceleración y fragmentación de la información política (no interesan los grandes discursos sino las frases sentenciosas, los “slogans”); además, lo visual pasa a un primer plano frente a la hegemonía indiscutida de lo verbal.
  • Por otra parte, cabría preguntarse sobre el papel previo de la oratoria, incluso en las monarquías absolutistas: ¿en qué medida era un fenómeno público? ¿Había discursos a las masas?

[p. 606] “Más clarividente que los historiadores de un siglo después, no se dejó engañar por las quejas de hambre y carestía, tópico de la época que aquéllos han tomado en serio, enalteciendo ambas plagas hasta el rango de causas de la revolución. Francia estaba mejor que nunca, y, por lo mismo, necesitaba un Estado más ancho (…). Había inexorablemente llegado el tiempo de constituir la nación por medio de la nación misma”.

  • Las causas de la Revolución Francesa no son “materiales” sino estructurales e ideológicas.

“…la Revolución Francesa (…) fue un completo fracaso. Los [p. 607] principios por ella defendidos tardaron casi un siglo en lograr una aproximada y tranquila instauración.”

  • Ortega parece estar de acuerdo con los principios, pero no con los métodos que, según él, fueron causa de la lentitud de instauración de aquéllos.
  • Decir que fue un “absoluto fracaso” es una boutade inaceptable; ejemplo de cómo Ortega prefiere la originalidad y la brillantez antes que la exactitud y la veracidad, por convencionales que sean.

“…Mirabeau era un organizador nato. Donde llegaba ponía orden, síntoma supremo del gran político. Ponía orden en el buen sentido de la palabra, que excluye como ingredientes normales policía y bayonetas. Orden no es una presión que desde fuera se ejerce sobre la sociedad, sino un equilibrio que se suscita en su interior.”

  • El orden como objetivo de la política: visión claramente conservadora de la política, frente a la dimensión creadora de la política (impulso de novedades, reforma de la realidad) Ortega opta por una visión más “cobarde”: lo importante es la estabilidad.

[p. 608] “…durante mucho tiempo, el europeo ha necesitado para vivir respirar frases como balones de oxígeno”.

  • Se podría aplicar al propio Ortega, obsesionado en su obra por la frase brillante (el propio texto lo confirma).

Sobre los “grandes hombres”: “Si en algún momento, por descuido trivial, se nos ocurre calificar sus acciones de egoístas, nos corregimos al punto avergonzados, porque caemos en la cuenta de que en estos hombres el ego está ocupado casi totalmente por obras impersonales, mejor dicho, transpersonales. ¿Tiene sentido decir de César que era egoísta, que vivía para sí mismo? Pero ¿en qué consistía el “sí mismo”, el “yo” de César? En un afán indomable de crear cosas, de organizar la historia. Por eso toma sobre sí, con la misma naturalidad, los grandes honores y las grandes angustias. Y es inaceptable que el hombre mediocre, incapaz de buscar voluntariamente y soportar estas últimas, discuta al grande hombre el derecho al grande honor y al gran placer.”

  • Distinción entre el “hombre mediocre” y el “gran hombre”; lo que caracteriza a éste es el “afán indomable de crear cosas”, “obras transpersonales”.

“Nuestro tiempo no hubiera nunca inventado dos palabras: magnanimidad y pusilanimidad. Más bien lo que ha hecho es olvidarlas, ciego para la distinción fundamental que designan. Desde hace siglo y medio todo se confabula para ocultarnos el hecho de que las almas tienen diferente formato, que hay almas grandes y almas chicas, donde grande y chico no significa nuestra valoración de esas almas, sino la diferencia real de dos estructuras psicológicas distintas, de dos modos antagónicos de funcionar la psique. El magnánimo y el pusilánime pertenecen a especies diversas: vivir es para uno y para otro una operación de sentido divergente y, en consecuencia, llevan dentro de sí dos perspectivas morales contradictorias. Cuando Nietzsche distingue entre “moral de los señores” y “moral de los esclavos”, da una fórmula antipática, estrecha y, a la postre, falsa de algo que es una realidad innegable.

El magnánimo es un hombre que tiene misión creadora: vivir y ser es para él hacer grandes cosas, producir obras de gran calibre. El pusilánime, en cambio, carece de misión: vivir es para él simplemente existir él, conservarse, andar entre las cosas que están ya ahí, hechas por otros – sean sistemas intelectuales, estilos artísticos, instituciones, normas tradicionales, situaciones de poder público –. Sus actos no emanan de una necesidad creadora, originaria, inspirada e ineludible – ineludible como el parto –. El pusilánime, por sí, no tiene nada que hacer: carece de proyectos y de afán riguroso de ejecución. De suerte que, no habiendo en su interior “destino”, forzosidad congénita de crear, de derramarse en obras, sólo actúa movido por intereses subjetivos – el placer y el dolor –. Busca el placer y evita el dolor. Este modo de funcionar vitalmente que en sí encuentra, le lleva [p. 84] a suponer, por ejemplo, que si un pintor se afana en su oficio, es movido por el deseo de ser famoso, rico, etc. ¡Como si entre el deseo de fama, riqueza, delicias, y la posibilidad de pintar este o aquel gran cuadro, de inventar un estilo determinado, existiese la menor conexión! El pusilánime debía advertir que el primer pintor famoso no se pudo proponer ser un pintor famoso, sino exclusivamente pintar, por pura necesidad de crear belleza plástica. Sólo a posteriori de su vida y obra se formó en la mente de los otros, especialmente de los pusilánimes, la idea o ideal de ser “famoso pintor”. Y entonces, sólo entonces, atraídos en efecto por las ventajas egoístas de ese papel – “ser famoso pintor” –, empezaron a pintar los pusilánimes, es decir, los malos pintores”.

“Esto es lo que no comprenderá nunca bien el pusilánime: que para ciertos hombres la delicia suprema es el esfuerzo frenético de crear cosas – para el pintor, pintar; para el escritor, escribir; para el político, organizar el Estado.

  • La política se equipara con el arte: el político es un “creador”.

La oposición entre egoísmo y altruismo pierde sentido referida al grande hombre, porque su “yo” está lleno hasta los bordes con “lo otro”: su ego es un alter – la obra. Preocuparse de sí mismo es preocuparse del Universo.

  • Ortega muestra tener una concepción radicalmente idealista (y romántica) de la creación; no considera que los “grandes hombres” también pueden moverse por fines egoístas (de los cuales el más importante será el prestigio, la fama) sin que ello desvirtúe la calidad de sus obras. Considera al “genio” como alguien al margen de la sociedad, no “contaminado” por sus necesidades y motivaciones, entregado en exclusiva a la “creación”. La postura de Ortega es muy significativa de la idealización del artista entre la intelectualidad de la época; más importante todavía, al considerar al político como creador, como artista, es un signo de la “estetización de la política” que se presentará de forma extrema en los fascismos pero que ya podía percibirse en la dimensión pública de la política, en su condición de espectáculo y de materia narrativa.

“No se me ocurre disputar el título de virtudes a la honradez, a la veracidad, a la templanza sexual. Son, sin duda, virtudes; pero pequeñas: son las virtudes de la pusilanimidad. Frente a ellas encuentro las virtudes creadoras, de grandes dimensiones, las virtudes magnánimas. (…) …no es sólo inmoral preferir el mal al bien, sino igualmente preferir un bien inferior a un bien superior. Hay perversión dondequiera que haya [p. 611] subversión de lo que vale menos contra lo que vale más. (…) Ni fuera exagerado afirmar que la inmoralidad máxima es esa preferencia invertida en que se exalta lo mediocre sobre lo óptimo, porque la adopción del mal suele decidirse sin pretensiones de moralidad, y, en cambio, aquella subversión se encarece casi siempre en nombre de una moral, falsa, claro está, y repugnante.”

  • No se trata de una moral de “lo bueno frente a lo malo”, sino de una moral de “lo mediocre frente a lo óptimo”: una moral estética, en la que encuentran su justificación los “pequeños vicios”. El genio está “más allá del bien y del mal”.
  • Es interesante percibir la persistencia de ese carácter “supramoral” del artista en la actualidad, personificado en las estrellas del rock.

“Es posible que el régimen de magnanimidad – sobre todo en el hombre público – incapacite para el servicio a las virtudes menores y arrastre consigo automáticamente la propensión para ciertos vicios.”

  • “Virtudes menores” que “estorban” a los grandes hombres.
  • Quizás sería más preciso que para Ortega la contraposición entre lo “bueno” y lo “malo” sigue teniendo vigencia, pero cambiando su ámbito de aplicación: lo bueno es lo “creador” y lo malo es lo “mediocre”. Las afinidades con Nietzsche, con la “moral de artista”, son evidentes.

“Es preciso ir educando a España para la óptica de la magnanimidad, ya que es un pueblo ahogado por el exceso de virtudes pusilánimes. Cada día adquiere mayor predominio la moral canija de las almas mediocres, que es excelente cuando está compensada por los fieros y rudos aletazos de las almas mayores, pero que es mortal cuando pretende dirigir una raza y, apostada en todos los lugares estratégicos, se dedica a aplastar todo germen de superioridad”.

  • Ejemplo máximo de “fascismo moral”, de ética elitista (expresión contradictoria, como “inteligencia militar”). Hay virtudes “de primera” (las “grandiosas”) y “de segunda” (las “pequeñas”).
  • Influencia evidente de Nietzsche, y de todo lo que está implícito en Nietzsche: la visión estética de la sociedad y de la existencia, el malestar del intelectual ante la sociedad moderna, la sociedad “de masas” y sus formas políticas y jurídicas (la democracia y el estado de derecho, que igualan a todos los ciudadanos, sean “grandes” o “pequeños”).
  • Carácter metafísico, en el peor sentido, de las afirmaciones de Ortega: la “grandeza” de una tarea o de una persona son absolutas, naturales, no aparecen en función de un contexto social e histórico. Parece como si la gente estuviera predestinada a ser “grande” o “pequeña”, como si fuera algo “natural”.
  • El perspectivismo de Ortega se concibe como “individual” y no como “social”, esto es, Ortega es sensible a las distintas perspectivas individuales sobre lo real, pero no lo es tanto a lo que esas perspectivas individuales tienen de sociales, esto es, de expresión de determinadas realidades que trascienden al propio individuo. Sobre todo, no es consciente del carácter “social” de sus propias teorías y valoraciones, de en qué medida son una consecuencia de su puesto en la sociedad como “intelectual”.
  • Las teorías de Bourdieu sobre el “capital cultural” obligan a una relectura crítica de toda la tradición intelectual previa; la hipervaloración de lo intelectual y de la sumisión a las “grandes tareas” propias de los “grandes hombres” deben verse como una excrecencia ideológica de la propia posición del intelectual en la sociedad de la época (eso mismo es lo que intentó hacer Bourdieu con Heidegger). Sin embargo, no pueden reducirse a esa condición (lo teórico no es reducible a lo social): esa ética “estética” y elitista responde también a condicionamientos propios del orden de las ideas (crisis de la fundamentación de la ética en valores trascendentes, que antes estaba garantizada por la creencia religiosa; se buscan criterios éticos inmanentes; imperativo romántico de la acción; necesidad de distinguirse de la “masa”; además de la masificación y democratización de la sociedad moderna, hay que tener en cuenta la difusión de la cultura que acrecienta aún más el “peso de la tradición” y la necesidad de distinguirse, de no confundirse con ella, de ser original, de crear algo distinto).
  • La parte central viene a cuento de una frase a la muerte de Mirabeau, crítica con éste: “no hay grande hombre sin virtud”. Podría considerarse el procedimiento de Ortega como análogo al de Derrida: atender a aspectos marginales de una cuestión con objeto de mostrar lo esencial pero oculto, lo que no se ve a primera vista si se atiende a lo central.

[p. 618] “una política es clara cuando su definición no lo es. Hay que decidirse por una de estas dos tareas incompatibles: o se viene al mundo para hacer política, o se viene para hacer definiciones. (…) La política (…) es clara en lo que hace, en lo que logra y es contradictoria cuando se la define”. Al igual que en la física “lo real ejerce su imperativo sobre lo ideal o conceptual”.

  • Esquema del razonamiento de Ortega: la Política/lo real y las definiciones/lo ideal. La política se entiende como acción, y no como teoría: teoría política sería una expresión contradictoria. Distancia entre lo real y lo teórico; habría que decir que en la física esa distancia puede achacarse al hecho de que el hombre no ha creado la realidad; sin embargo, la realidad política sí que es creación y (al menos en teoría) resultado de la decisión del hombre. Sin embargo, Ortega prescinde de ese matiz para considerar la realidad política, los hechos, como algo inasequible al pensamiento.
  • Irracionalismo de la política: ésta no puede atenerse a normas racionales ni ser comprendida plenamente por la razón. (Relacionar con Weber, diferencia entre el político y el científico, la praxis y la teoría).

La política de Mirabeau, como toda auténtica política, postula la unidad de los contrarios. Hace falta, a la vez, un impulso y un freno, una fuerza de aceleración, de cambio social, y una fuerza de contención que impida la vertiginosidad.”

  • Paralelismo con la “síntesis” fascista: lo esencial es el orden, la política ideal como síntesis de contrarios.

Mirabeau [p. 620] “sentía en su propio interior la necesidad de actividad. En la inercia, su torrencial activismo le ahogaba. He aquí lo más característico en todo grande hombre político.

El intelectual no siente la necesidad de la acción. Al contrario: siente la acción como una perturbación que conviene eludir, y sólo, cuando es forzosa, a regañadientes y de mala manera, ejecutar. Se complace, por el contrario, en intercalar cavilaciones entre la excitación y la actuación. Hay hombres que es preciso no ocupar en nada, y éstos son los intelectuales. Esta es su gloria y tal vez su superioridad. En última instancia, se bastan a sí mismos, viven de su propia germinación interior, de su magnífica riqueza íntima. El intelectual de pura cepa no necesita de nada ni de nadie, porque es un microcosmos.”

[p. 621] “Hay, pues, dos clases de hombres: los ocupados y los preocupados; políticos e intelectuales. Pensar es ocuparse antes de ocuparse, es preocuparse de las cosas, es interponer ideas entre el desear y el ejecutar. La preocupación extrema lleva a la apraxia, que es una enfermedad. El intelectual, es en efecto, casi siempre, un poco enfermo. En cambio, el político es – como Mirabeau, como César –, por lo pronto, un magnífico animal, una espléndida fisiología.

  • Contraposición político/intelectual, acción/reflexión que se superpone a las anteriores, real/ideal.
  • Irracionalismo de la política, falta de reflexión. Para Ortega eso no es un rasgo negativo sino todo lo contrario: el político es el hombre de acción.
  • Paralelismo con las reflexiones sobre Don Juan: también un hombre de acción.

“La moral, psicológicamente, representa una preocupación, puesto que implica la detención de nuestras impulsiones hasta determinar si son debidas o indebidas. En el hombre normal, el acto no se dispara tan rápidamente después de deseado que no deje tiempo para hacerse cuestión moral de él, para preguntarse si es bueno o malo, para ver su cariz ético. Pero imagínese el funcionamiento de un alma impulsiva: su primer momento no es de ver ese cariz del acto, sino de comenzar desde luego su ejecución. Hay, pues, mucha injusticia en llamarle inmoral por haber querido aquel acto incorrecto. ¿Es que lo ha querido; es decir: que ha habido un instante en que lo ha visto, en que se ha colocado ante él contemplativamente? Eso es lo que hace el intelectual, el moral: contemplar sus propios actos. Por eso suele no ejecutarlos. Pero el impulsivo no se anda en contemplaciones. En él lo primario es ya el operar. Desde un punto de vista moral, lo único que cabe exigirle es que se arrepienta después de la acción consumada, ya que sólo entonces le es dado contemplarla.

No acusemos, pues, la inmoralidad al gran político. En vez de ello, digamos que le falta escrupulosidad. Pero un hombre escrupuloso no puede ser un hombre de acción. La escrupulosidad es una cualidad matemática, intelectual: es la exactitud aplicada a la valoración ética de las acciones. Si se examina con cuidado la vida de Mirabeau, de César, de Napoleón, se ve que la presunta maldad no es sino la inevitable falta de escrupulosidad aneja a todo temperamento activista y, por tanto, impulsivo. El mundo antiguo, que iba en todo hasta las últimas consecuencias, cuando decidió ser escrupuloso – en el estoicismo – tuvo que elegir como norma superior la epoché, la inacción.”

  • Parecería que Ortega sitúa al político “más allá del bien y del mal” pero habría que matizarlo: no es que el político sea “inmoral” o “amoral”, es que “le falta escrupulosidad”. Sus acciones siguen siendo objeto de juicio moral, pero Ortega no se refiere a esto sino al juicio a su persona, a sus intenciones; es ahí donde, según él, encontrarían disculpa los “pequeños vicios” del político, justificados por su carácter de hombre de acción.
  • Lo esencial para Ortega es distinguir entre varias categorías de hombre: el “hombre normal”, el intelectual, el político. Cada uno parece tener una moralidad propia; no hay una moral absoluta, válida para todo ser humano sin excepción: depende de la naturaleza de cada ser humano concreto. Lo que subyace es una visión “esencialista” del ser humano: éste no elige sino que parece condenado a ser un mediocre o un gran hombre (relacionar con la importancia de ideas como “vocación” en Ortega). Por tanto, hay que disculparles por los errores inherentes a su condición, a su naturaleza (con una excepción: Ortega no perdona la “moral pequeña”, resentida, del hombre mediocre).
  • No hay aquí una “instalación social” de la moral, un juicio de las acciones humanas en función de las “vigencias”, de las ideas sociales vigentes distribuidas según las clases sociales y las funciones que se les asignan; la moral no se relaciona con eso sino con la “naturaleza” del hombre, con su “carácter” de político, de intelectual o de “hombre normal”, como si esos fueran tipos fundamentales, “naturales”, y no fenómenos sociales.
  • Ortega justifica las “pequeñas inmoralidades” de los “grandes políticos” en base a su carácter de hombres de acción, pero ¿justificaría también las inmoralidades, pequeñas o grandes, de los políticos mediocres? No se aclara en qué medida los juicios de Ortega se aplican a todo hombre en función de su “naturaleza” de hombre normal, político o intelectual o en función de su dimensión, “pequeña” o “grande”. Hay, por tanto, una cierta confusión en el texto en base a los dos criterios de clasificación; en realidad habría que pensar que la justificación de la inmoralidad ocasional del político se debe no tanto a su carácter de político como a su carácter de “gran hombre”, esto es, las tesis de Ortega no serían aplicables a los políticos mediocres, que Ortega consideraría como “hombres normales”, “hombres mediocres”.

[p. 622] “El contemporáneo o el lector de la biografía son injustos con la juventud del grande hombre político, que es semilla y raíz de su madurez fructuosa. Se quiere ignorar que no ha esperado para ser hombre público a que llegue la hora de su popular epifanía, sino que lo fue desde luego, y que la turbulencia y absurdo sesgo de su mocedad provienen precisamente de que, siendo ya, por su constitución orgánica, hombre público, tuvo que moverse en el angosto molde de la vida privada.”

  • Ortega adopta el punto de vista del “lector”: la vida se aparece como relato, se juzga del personaje histórico y de sus acciones como se haría de un personaje literario.
  • Se es un hombre público por “constitución orgánica”: de nuevo el “esencialismo” aplicado al ser humano, como si éste tuviera una “naturaleza”.

Ejemplos de “grande hombre político” con “juventud revuelta y atropellada, a veces tangente de la botaratería”: Temístocles, Alcibíades, César, Mirabeau. También Napoleón.

  • “Canon” de “grandes políticos”.

[p. 623] “Todas esas excelencias que se revelan en la hora ilustre suponen genio, ciertamente; pero también un substrato de ciertas condiciones orgánicas que aisladas parecen monstruosas. Tales son la impulsividad, el activismo e inquietud constantes, la falta de escrupulosidad. Sobre éstas va a caballo el genio; sin esas capacidades psicofisiológicas, que son como fuerzas brutas y poderes elementales – demoníacos, diría un antiguo –, no hay grande hombre político.”

  • El “genio” y las “condiciones orgánicas”: los dos supuestos en que se basa la teoría de Ortega sobre el “grande hombre”; en ambos casos se subraya su “necesidad”: no es algo que se elija, es un don natural (orgánico) o sobrenatural (genio).

“Cabe no desear la existencia de grandes hombres, y preferir una humanidad llana como la palma de la mano; pero si se quieren grandes hombres, no se les pidan virtudes cotidianas.

  • Dos tipos de virtudes: las “cotidianas” y las “extraordinarias”. Discriminación “estética» dentro de la ética.

La escrupulosidad es una forma de bondad; pero no es la única. Y hay incongruencia en exigirla al hombre de acción, que es de acción porque es impulsivo. En la acción hay que evitar el piétinement sur place, y esto es el escrúpulo. Sólo podemos reclamar en el hazañoso una bondad homogénea con su temperamento; ésta es la otra forma de bondad, la bondad impulsiva, que no resulta de una deliberación, como la escrupulosidad, sino de la sanidad nativa de los instintos. Ahora bien: es interesante observar que esta sanidad de instintos, esta generosidad ubérrima brota en todas las biografías de grandes políticos, y permite diferenciar al falso del auténtico, a Sylla de César.

  • De nuevo lo instintivo, la “sanidad nativa de los instintos”: la grandeza como algo natural, biológico. ¿En qué medida puede hablarse de “bondad impulsiva” cuando esa bondad no es resultado de una elección, no es responsabilidad de la persona? Ortega no juzga las acciones en función de las intenciones: el valor de las acciones parece serle intrínseco, algo es bueno o malo con independencia de la intención del actor. La ética no se enfoca desde el punto de vista subjetivo sino “objetivo”.
  • De nuevo, el político no está “más allá del bien y del mal”; lo que sucede es que hay más de una forma de bondad; “pluralidad moral” en función de la naturaleza del ser humano. A todas estas “morales” le subyace una distinción esencial: grandeza frente a mediocridad.
  • De nuevo, “las biografías de grandes políticos”: los personajes históricos como personajes literarios. Ortega no parece ser consciente del carácter legendario que le dan a los hechos históricos el tipo de relato y la distancia histórica: la biografía convierte al personaje histórico en personaje literario y para ello, sobre todo en las biografías “extraacadémicas”, se subrayan los rasgos más “novelescos” y atractivos para el lector, la parte menos convencional, lo más aventurero. Ortega toma lo literario como histórico.

Sobre conferencia de Julián Marías: se confirma lo que se deduce de sus Memorias: al igual que en la obra de Ortega, el método “intuitivo” que utiliza tiene defectos evidentes pero también tiene su interés: éste se debe sobre todo al valor de muchas de sus intuiciones. Sin embargo, estas intuiciones no deben ser entendidas como de valor absoluto, como “análisis de la estructura histórica del ser humano”, como “antropología metafísica”, sino como un autoanálisis excelente de su propia contingencia histórica y social, esto es, lo que revela el análisis filosófico no es la estructura del ser humano sino la estructura del pensamiento del autor, las “vigencias” a las que está sometido (p. ej. el machismo). Lo mismo puede decirse de la obra de Ortega: sus análisis no tiene valor “trascendental”, sino como expresión de las “vigencias” del intelectual español de la época.

¿En qué medida pueden resultar actuales esos dos autores? En la medida en que sus intuiciones puedan ser fértiles para “leer” nuestra propia situación social e histórica. El valor de su “fenomenología” no está en sus resultados, sino en su forma: lectura filosófica de lo real, irreductible a cualquier otra disciplina. Que nuestros planteamientos y conclusiones sean distintos no impide que podamos señalarlos como pertenecientes a nuestra misma tradición. Pese a ello, hoy en día resulta inaceptable todo lo que hay de “metafísica” en estos autores (en el peor sentido de la palabra: no en el que le da Ortega).

Sobre la visión de Marías de las “vigencias” y las edades: la juventud parece implicar una rebeldía; sin embargo, no es más que un cambio de vigencias: el joven se rebela contra las vigencias de los padres y pasa a someterse a las vigencias del grupo juvenil.

Sobre la autobiografía de Ignacio de Loyola: importancia (tanto en el mero hecho de que cuente su vida como en su contenido: lecturas de libros de santos que le determinan a imitarlos) de la imitación de modelos literarios. (Paralelismo con Don Quijote) La vida como obra de arte: San Ignacio se propone conscientemente que su vida sea digna de imitación, del mismo modo que él imita a los santos su objetivo es que algún día alguien le imite a él. Pretende situarse al mismo nivel que sus “ídolos”, mediante un mimetismo completo (incluso exagerado, a veces cercano a lo caricaturesco) en su conducta y en su pensamiento. ¿Podría ser que Cervantes tomara de aquí la idea para Don Quijote o que al menos fuera parte del sustrato inconsciente del que surgió la idea? Dejar de ser alguien “normal” para ser alguien extraordinario, digno de pervivir en la memoria colectiva, alguien digno de que se relaten sus hazañas (en este caso es el propio Ignacio el que lo hace).

2012.04.11 – Sobre el «Manifiesto contrasexual» de Beatriz Preciado

Sobre el Manifiesto contrasexual de Beatriz Preciado:

Más allá de que uno pueda estar de acuerdo con el fondo de la propuesta, no deja de ser problemática la forma utilizada y lo que el libro significa en tanto que tal: una expresión prototípica del ensayismo académico postmoderno (tan prototípica que a veces parece su caricatura). Derrida, Foucault y Deleuze como referentes, citas a Marx sin venir a cuento, juegos de palabras, voluntad emancipadora y subversiva… todos los rasgos típicos del “subgénero” aparecen aquí en su máxima expresión. Es evidente que el libro va destinado al grupo social y académico al que pertenece la propia autora; la paradoja está en que su supuesta voluntad de subversión afecta en exclusiva a ese público, el cual de antemano ya se mueve en ese territorio, por lo cual la subversión no es necesaria (aunque puede ser que el libro tenga cierto efecto provocador en feministas y postmodernos rezagados). Por tanto, el libro resulta totalmente inofensivo: quienes podrían sentirse ofendidos por su contenido serán incapaces de entender un solo párrafo debido al “dialecto postmoderno” en que está escrito.

Más allá del análisis de la propuesta de Preciado, es necesario tener en cuenta el significado de su obra en la actualidad: símbolo de la impotencia del intelectual, del “cierre académico” de la élite internacional de los estudios humanísticos. Sus propuestas no van más allá de su propio campo de producción, su público son ellos mismos: onanismo intelectual, “autosexualidad”. Símbolo también del callejón sin salida teórico y formal del discurso postmoderno.

2012.03.05 – Más anotaciones sobre ‘La voluntad de aventura’, de Pedro Cerezo Galán

Ortega, “Reforma de la inteligencia”, OC IV, Cerezo 64-65: interesante por la distinción entre lo público y lo privado en relación con la tarea del intelectual; Ortega llama a los intelectuales a volver a lo privado, a centrarse en la tarea en la que están especializados como su mejor contribución a la sociedad. Relacionar con vínculo entre ciencia y especialización.

Cerezo subraya siempre que puede la conexión de las tesis de Ortega con la crítica del racionalismo moderno en Heidegger, Adorno o Marcuse: interpretación generosa que ve a Ortega como “precedente” de este tipo de análisis críticos de la modernidad. Es en este tipo de detalles en los que se percibe cuál es la perspectiva desde la cual Cerezo “lee” a Ortega: la de la crisis de la modernidad que se ha convertido en tema central de la filosofía de la segunda mitad del siglo XX.

Lectura crítica de La rebelión de las masas en la que Cerezo “riza el rizo” al pretender que su lectura de la obra como crítica del racionalismo moderno es más fiel al pensamiento de Ortega que la lectura que hacía el propio autor: p. 72, “la conexión explícita que aquí se propone entra [sic; entre] la ideología racionalista y la rebelión de las masas pertenece a la médula del pensamiento orteguiano, aunque a su propio autor se le ocultaran a veces los implícitos de su posición.” Sólo “a posteriori”, tras las obras de Heidegger y la Escuela de Frankfurt, se puede hacer una lectura de Ortega en la que se subraye la crítica del racionalismo ilustrado frente al resto de componentes de su obra (p. ej. frente al énfasis de Ortega en la culpabilidad del hombre-masa por negarse a aceptar la hegemonía de las élites; Cerezo reconoce que Ortega ha errado en su diagnóstico, pero insiste en que ese error no es coherente con el resto de su obra en donde pone el acento tanto en el aspecto “desvitalizador” de la cultura moderna como en la culpabilidad de los intelectuales).

Ortega, “Misión de la Universidad” y polémica “Sobre el poder de la prensa”: la Universidad y la prensa como instituciones encargadas de proporcionar una imagen del mundo, completa la primera, momentánea la segunda. (Relacionar con la “realidad de los medios de masas” según Luhmann: los medios de comunicación como “creadores” de realidad; Ortega reclama una tarea similar para los “talentos sintetizadores” de la Universidad, aunque es solo un desiderátum ya que el propio Ortega reconoce la necesidad de especialización propia de la investigación científica; Cerezo,págs. 75-77). Lo interesante está en el reconocimiento del poder de la prensa en tanto creadora de una “imagen del mundo” y de la necesidad de que exista un “contrapoder” encargado de ofrecer una imagen rigurosa y completa, no limitada a las necesidades momentáneas y urgentes propias de la información periodística; Ortega asigna esta tarea a la Universidad.

Sobre “tipos de interpretaciones” (estudios sobre obras y autores): cabría distinguir entre las perspectivas más internalistas (centradas en la supuesta evolución autónoma de ideas y obras, presentándolas como un sistema autosuficiente cuyas transformaciones históricas se explican en términos del mismo sistema) y las más externalistas (las obras y su evolución se explican en función de factores externos: históricos, sociales, biográficos, políticos, etc.).

2010.11.09 – El conocimiento como factor de diferenciación social

Responsabilidad social y moral de los poseedores de “capital cultural”: el conocimiento debe ser difundido; no sólo eso, sino, aún más importante, debe difundirse el ansia de conocimiento: su mera valoración brilla por su ausencia hoy en día. En una sociedad de mercado el conocimiento es un arma de dominación. Quizás la principal virtud del sistema educativo para los poderes fácticos sea la difusión entre niños y jóvenes del desinterés por el conocimiento.

Paradoja: el conocimiento adecuadamente procesado implica la anulación de cualquier tentación de sentirse superior sobre la plebe inculta, esto es, la toma de conciencia del carácter social y arbitrario del “capital cultural” supone dejar al margen cualquier jerarquía establecida según ese baremo. Se trata del escepticismo, lindante con el cinismo, característico de todos los “sabios”. Ahora bien, ese escepticismo está en el extremo opuesto de otra consecuencia del “conocimiento adecuadamente procesado”: el desarrollo de una conciencia crítica, la cual nos obliga a considerar como inferiores a todos aquellos demasiado seguros de sus creencias, ignorantes de su propia ignorancia. La certeza de la inutilidad del conocimiento establece una jerarquía inevitable con respecto a aquellos que todavía “creen saber”. Siendo esto así, el escepticismo cínico supone una huida de la responsabilidad ética del “sabio”.

Pero también el ejercicio de esa responsabilidad ética, la difusión del talante crítico, la socavación de los dogmas por los que se rige la vida de los demás, implica una agresión a los fundamentos de su vida que se paga con el desprecio del sabio, de aquél que tiene la soberbia de proclamarse ante ellos como dotado de una jerarquía epistemológica contradicha por el escepticismo que defiende.

Quizás sea esta la gran contradicción del “intelectual” moderno en relación con las “masas”: por un lado el desprecio y la voluntad de guiarlas típicas del “intelectual comprometido”; por otro, la conciencia escéptica de su derecho a hacer lo que quieran, el cuestionamiento de su propia autoridad inherente al pensamiento crítico, y, con ello, la anulación de la diferencia élite-masa establecida tan sólo en base a criterios de “economía cultural”, que llevan a la postura vital del intelectual “pasota”, encerrado en su torre de marfil literaria, artística o académica. (Ese “pasotismo” explica la invisibilidad de esa postura frente a la sobreabundancia de ejemplos de la postura opuesta; la superioridad numérica de los “pasotas” es evidente, basta con considerar la inmensa cantidad de investigadores, profesores, etc., que nunca han tenido la menor relevancia pública). Donde no hay contradicción es entre las “masas”, que reaccionarán siempre con hostilidad ante cualquier individuo que pretenda guiarlas, decirles lo que tienen que hacer o que pensar; la base de ese desprecio está en ese sentimiento “democrático” que tanto despreciaban Ortega y los intelectuales europeos de entreguerras, la conciencia de que las diferencias sociales y culturales no hacen “mejor” a nadie. El prestigio irracional, casi místico, que a lo largo de los siglos ha tenido la cultura, las “divinas palabras”, desaparece con la alfabetización en masa y la nivelación social. Eso es lo que echan de menos los intelectuales de la época: el reconocimiento de una diferencia “aristocrática” que atañe a su principal posesión: el conocimiento. Sin dicha diferencia su posición social equivale a la de cualquier indigente.

  • Yo mismo recurro a la distinción élite-masa: adopto el punto de vista emic de Ortega y compañía.

2009.04.11 – Estudios literarios e historia cultural; visiones sobre el 98

La historia de la crítica literaria como parte de la historia cultural: en la visión que Laín tiene del 98 vemos hoy en día más la visión de España de la intelectualidad falangista que la de los autores comentados por Laín; lo mismo sucede con la interpretación realizada en los años 60: los del 98 como la oportunidad frustrada de una “inteligencia” de izquierdas en la España de la Restauración; y lo mismo con la interpretación “fin de siglo”: hoy en día vemos en ellos el signo de la crisis de la modernidad en que estamos instalados. Visión del pasado desde el presente que funciona como un espejo: vemos lo que somos en los textos del pasado, interpretar es siempre actualizar. (Se suele decir que Azorín, en sus artículos de 1913, ve en los autores de la generación los rasgos de su propia creación literaria; lo mismo, en mayor o menor grado, sucede en las siguientes “visiones” de la generación).

La pregunta que debe hacerse es: ¿en qué medida tienen valor científico esas visiones, esas lecturas condicionadas de forma decisiva por su propio horizonte histórico, por el presente en que se realizaron? ¿Cómo es posible que, a pesar de ese estar anclado en un presente, su valor vaya más allá de su condición de testimonio de una época (la de lectura), para ofrecer información pertinente a las investigaciones futuras? Por usar la expresión consolidada en filosofía de la ciencia: ¿en qué medida las “ciencias del espíritu”, interpretativas, funcionan como una ciencia acumulativa?

Respuesta: en lo que tienen de información “material” (datos históricos, estilísticos, temáticos, etc.). Pongamos por ejemplo el ensayo de Laín sobre la generación: ¿en qué medida puede resultar valioso para un investigador actual, más allá de su condición de testimonio sobre la recepción del 98 en un momento determinado de la historia de España? Su único valor residiría en su valor “documental”, material: compilación de textos en torno al “tema de España”, de forma que tras su lectura no puede negarse la importancia de ese núcleo temático, al menos en la obra de Unamuno y Azorín (más discutibles serían los casos de los restantes autores). Ahora bien, la presencia de ese tema ha sido documentada con mayor rigor por las investigaciones posteriores (“historia intelectual”), por lo que la lectura del libro de Laín puede considerarse prescindible por parte del lector actual cuyas preocupaciones difieran de las que dieron origen a ese texto.

¿Y qué sucede con el valor de la interpretación? Ese valor “comprensivo” sólo puede juzgarse en función de nuestro propio horizonte histórico; eso es lo que decide qué interpretaciones son “caducas” y cuáles siguen siendo actuales. Siguiendo con el mismo ejemplo: un investigador actual que haya atendido a las críticas al “problema de España” y a las tesis del “carácter nacional” que se han realizado en el ámbito de la historiografía en las últimas décadas no podrá considerar como actual la lectura de Laín, ya que éste comparte con los autores que analiza una visión esencialista, emocional y problemática de España, totalmente ajena a la que se ha consolidado en los estudios históricos de las últimas décadas. Sólo un investigador ajeno a esos desarrollos podría seguir considerando actuales las consideraciones de Laín (p. ej. Bernal Muñoz).

Más difíciles de detectar son otros elementos de la síntesis de Laín que han permanecido inadvertidamente como componentes metodológicos de la investigación sobre el 98. Pongamos algunos ejemplos:

  • La tesis del “ensueño” de España: tras una etapa de compromiso directo, los del 98 se refugiarían en una visión estetizante e idealista de España, ajena a sus problemas reales. La interpretación de Laín procede de la selección arbitraria de gran cantidad de textos de los autores de la generación, procedentes de momentos distintos de su trayectoria intelectual y en contextos textuales distintos (ejemplos en los textos seleccionados al inicio del libro). Sobre la ausencia de compromiso de los del 98 se había escrito bastante antes de la Guerra Civil: tanto por parte de los seguidores de Ortega como de los intelectuales de derechas (Salaverría o el propio Maeztu) se acusaba a los del 98 no sólo de no haber actuado de forma decidida ante la situación española tras el desastre, sino también de haber mantenido esa postura individualista y ajena al compromiso público en los años siguientes. La postura de Salinas cambia las tornas: al contraponer modernismo y 98 como un enfrentamiento entre “arte por el arte” y “arte comprometido”, pasa a primer plano lo que la obra de los del 98 tiene de vínculo con la problemática española (eso en una época en la que los del 98 se habían comprometido públicamente y sin excepciones a favor de la instauración de la República, y después de que Unamuno hubiera desempeñado una importante tarea (más desde el punto de vista simbólico que práctico) de oposición a la Dictadura y a la monarquía de Alfonso XIII). Las tornas volvieron a cambiar tras la guerra: la actitud tibia y ambigua de los del 98 hacia el bando nacional fue acompañada de multitud de ataques por parte de la prensa oficial del régimen (“tránsfugas”). La inteligencia falangista (el grupo de “Escorial”) respondería a esos ataques defendiendo el valor no sólo literario, sino “español” de la creación de los del 98. Hitos de esa reivindicación serán, en primer lugar, la introducción de Dionisio Ridruejo a la edición de las poesías completas de Machado; y, en segundo y definitivo lugar, el libro de Laín Entralgo. La hegemonía falangista en el campo cultural franquista (colaboración de Laín con el ministerio de educación) facilita la incorporación de los del 98 a los planes de estudio escolares. Finalmente
  • Ahora

Pensar con la polla (o con coño): ligar por ligar, da igual que sea un o una imbécil, ligar sólo por el placer de sentirse atraído, de “conquistar” y de poder luego presumir de ello (incluso ante uno mismo).


Ejemplo de la renovación metodológica de la historia intelectual académica de los años 60: Ramsden critica a Villegas (p. 108), artículo sobre ‘¡Muera Don Quijote!” de Unamuno, año 1898, por no tener en cuenta el contexto inmediato de su publicación: una campaña de Vida Nueva contra la guerra colonial en la que habían colaborado, entre otros, Vicente Blasco Ibáñez o Pablo Iglesias. Ya no basta con situar un texto en el contexto de la producción del autor: además hay que tener en cuenta su contexto inmediato de publicación.

2008.05.31 – El «freak» como modelo ético-estético

Man on the moon y Ed Wood: dos apologías de lo friki, pero muy distintas, en Ed Wood la anécdota se trasciende categoría, en Man on the Moon no se hace necesario dar ese paso: es el espectador el que puede deducir sin problemas el “mensaje” de la obra, a partir de la simple descripción de las vivencias de su protagonista. En ese sentido, la película de Milos Forman es, en su modestia, mucho más honesta que la de Burton.

El “freak” como modelo de comportamiento, como el esteta, el “dandi” de la actualidad; pero ya no se trata de una distinción estética con respecto al “mal gusto” de la plebe y la burguesía, ya no es un aristocratismo estético: el “freak” asume su anormalidad no como signo de superioridad, sino, sencillamente, como una mera diferencia con respecto a la “gente normal”. El freak se sabe distinto, y en lugar de asumir dicha diferencia como un problema, revierte esa valoración para convertirlo en algo productivo: es una diferencia creadora, creativa. Ni siquiera trata de convertir a la “gente normal” a sus postulados, se limita a crear una esfera propia de actuación al margen de las convenciones sociales, pero sin romper completamente con ellas.

Como en el caso del dandismo, el freakismo es una modalidad, una nueva variante de la visión estética de la vida, esto es, de la vida como obra de arte; no se trata de crear, de objetivarse en la obra, sino de vivir, de convertir la vida cotidiana en algo artístico. La norma ética deviene en un imperativo estético. Pero la finalidad de esa “vida estética” no es tanto la belleza como la divergencia en sí mismo: se trata de mostrar la posibilidad de otras opciones vitales al margen de las establecidas, de mostrar con la propia conducta que otras vidas son posibles al margen de las posibilidades que se ofrezcan en nuestro “mercado cultural”.

El Andy Kauffman de la película de Milos Forman es un “freak” por llevar su oficio, el de humorista, mucho más allá de los límites en los que la sociedad lo sitúa: el humorismo deja de ser un oficio para convertirse en una filosofía vital; el público circunstancial de los “shows” de Kauffman pasa ser, en general, cualquier persona que entre en relación con él. La relación con el prójimo pasa a estar situada en una dimensión estética más que ética: no se trata tan sólo de cumplir con determinadas reglas culturales de comportamiento, sino sobre todo de aprovechar las posibilidades extremas dentro de los márgenes permitidas. Con ello se muestra, indirectamente, el carácter relativo de dichos márgenes, su historicidad, la posibilidad de establecer nuevas normas en base a criterios radicalmente distintos. El humor se convierte en un arma para una posible transformación social, una forma inédita de derribar los valores vigentes y, además, plantear “nuevas tablas” de carácter mucho menos dogmáticas que las previas. El humor como característica esencial de una transformación de los valores; el humor como vía para una alteración de la sociedad.

No se trata de una nueva forma de mesianismo: el freak como líder de una hipotética revolución cultural. Se trata, sencillamente, de obligar a la sociedad a que acepte como normal lo anormal, alterando así su estructura valorativa. Un cambio aparentemente mínimo, de corto alcance, que podría considerarse una nueva modalidad del individualismo “burgués” del intelectual finisecular: alguien que se considera al margen la sociedad, condenado al “turrieburnismo”. Pero las justificaciones de ese tipo de pensamiento realizadas por Unamuno (entre otros) deben valorarse como se merecen: el artista se propone como modelo de una nueva sociedad (algo similar a lo del Zaratustra de Nietzsche al final de la primera parte: Zaratustra no quiere discípulos, lo que quiere es “crear diferencias”; cf. También Rubén Darío: el primer mandamiento es no imitar a nadie, y tampoco imitarse a sí mismo; hay que situarse en una diferenciación perpetua, negando cualquier ilusoria estabilidad tanto de la propia personalidad como de la creación artística (ambos aspectos se funden en esta concepción ético-estética).

Relacionar con Bourdieu: la vida social como juego; eso es lo que muestra el “freak” en su vida diaria, la posibilidad de subvertir sus reglas y establecer otras.

Críticas a la estandarización de la vida en la sociedad moderna: concepto de “masa” en Ortega o Canetti. Ese aristocratismo cultural que se propugna podría justificarse entendiéndolo de un modo estético; tesis corroborada por la idea orteguiana de la “vida como novela” de la que cada uno es autor y protagonista, y de la que se deriva la tesis de que, al igual que en la novela, los criterios valorativos que deben regir en nuestra vida son estéticos.

¿Una disolución de la ética? No, más bien su “sublimación estética”; una nueva forma de relacionarse con el “otro” al margen de imperativos morales dogmáticos.

“Esperpento”: Max Estrella como puente entre el dandi del XIX y el “freak” contemporáneo, la “diferencia” establecida por el protagonista (tanto respecto a la “plebe” como a sus semejantes, los poetas del Parnaso modernista, don Latino, etc.; quizás sea tan sólo Rubén Darío el único personaje que parece situarse al mismo nivel que Max Estrella en tanto que representante de una modalidad vital alternativa, de una “ética-estética”).

Por cierto, ética-estética de Juan Ramón, regeneracionismo estético, que también debe entenderse en esta dirección.

Plan de trabajo:

– La vida como obra de arte

  1. Ética y estética en el romanticismo alemán (tanto en la teoría como en la práctica, el poeta, el genio como ser sobrehumano tanto en su obra artística como en su conducta cotidiana).

(¿Y antes del romanticismo? Habría que remontar la temática a las biografías de filósofos, artistas y santos. P. ej. Diógenes Laercio, la filosofía no sólo como un conjunto de teorías sino también como grupo de “vidas”; biografías de santos, modelos de comportamiento (no se trata de establecer teorías éticas, sino sencillamente de “mostrar” lo que es una conducta ejemplar). Vidas ejemplares de Plutarco. Vidas de los artistas del Renacimiento (Vitruvio). “Vida de Samuel Johnson”. En realidad, se trata de hacer una historia de la biografía, del género que convierte la vida de una persona en su globalidad en objeto de interés no tanto por causas meramente cognoscitivas, por proporcionar información, sino sobre todo por hacer de dicha vida un objeto de contemplación estética.

  1. El “dandismo” en la modernidad estética francesa
  2. “Ética-estética” en el fin de siglo: el caso español (Unamuno, modernismo, etc.); Valle-Inclán como representante máximo de ese modelo, y a la vez como intuición de una nueva modalidad, mucho más irónica: el humor pasa a ser un componente esencial de la vida estética, suprimiéndose así la “grandiosidad” del poeta romántico.
  3. El “freak”, modalidad contemporánea.

Cuando se habla de la “muerte del autor” en la segunda mitad del siglo se alude a la autonomía de la obra artística con respecto a su creador; pero aceptar esta teoría conduce a que el propio autor se convierta, en sí mismo, en objeto de interés estético. Se separa lo que está unido, y de esa separación surge una nueva comprensión de los aspectos disociados, el subjetivo (la vida) y el objetivo (la obra). La vida deja de estar supeditada a la obra, pasa a ser tan autónoma como la obra, y, con ello, objeto también de comprensión estética.

(Ese carácter estético de la vida sólo puede comprenderse si dicha vida se “objetiva” en un relato, una biografía; quizás el paso que da el “freak” es prescindir de ese carácter “objetivo” de la creatividad vital, asumir que su vida cotidiana no trascienda más allá de su círculo de actuación. El “freak” ni siquiera piensa en que sus acciones son sólo un medio para alcanzar, algún día, la gloria de la “biografía”; se limita a actuar, sin más.)

Frase de Homero, tan querida de Unamuno: la vida sucede para que luego los poetas puedan cantarla, justificación estética de la existencia.

Rubert de Ventós, la ética como juego.

2008.02.18 – «La posibilidad de una isla», de Houllebecq

Houllebecq, La posibilidad de una isla

Nihilismo fin-de-siècle, resulta interesante compararlo con el pesimismo del cambio de siglo anterior: aquí el humor y el cinismo mitigan la dosis de pesimismo, le dan un cariz que sólo se puede calificar de posmoderno. Nihilismo cósmico, no ligado a la existencia humana, sino a la existencia en general (final de la obra). Al mismo tiempo, una obra que refleja a la perfección el Zeitgeist actual del mundillo intelectual, de los que tienen un amplio bagaje cultural pero están condenados a una existencia mediocre, sólo mitigada, si hay suerte, por el dinero y la fama. El retrato de Daniel es el del artista contemporáneo, cínico pero que no consigue desligarse de la sentimentalidad romántica heredada de nuestros ancestros: el problema de mantener anhelos de épocas pasadas en un momento histórico en que se hace evidente la imposibilidad de realizarlos.

En el fondo, no es más que lo mismo: la única novedad es el tono humorístico, que misteriosamente se hace compatible con la enorme pretenciosidad de la novela. Discurso filosófico plagado de referencias intelectuales, que sin embargo se hace llevadero gracias a los chistes de actualidad y al tratamiento desenfadado del sexo. Indiscutible lucidez a la hora de describir la sociedad actual, si bien con grandes dosis de “brocha gorda”, simplificaciones tendentes a provocar la risa más que la reflexión. La perspectiva del humorista sirve de contrapeso ideal a la del filósofo del ‘no future’, haciendo que su discurso no caiga en la habitual autocompasión de este tipo de relatos. Tópicos nihilistas, pero con gracia, incluso con cierta grandeza en la parte final de la obra. Incluso logra emocionar sin cargar las tintas. Es fácil sentirse identificado con el protagonista: su visión del mundo es la típica de cualquier persona medianamente informada y culta de una sociedad desarrollada actual.

Limitaciones de la novela: en lo esencial no aporta nada nuevo desde un punto de vista intelectual, asume sin complejos su condición de ser a la novela lo que Nietzsche fue a la filosofía. El humor, lo más valioso de la obra desde el punto de vista estético, no es más que un ingrediente en la receta; al final, lo patético le gana la partida a lo humorístico o lo esperpéntico. En cierto modo, ello convierte a la obra en una “rara avis” dentro de la estética contemporánea: cine ‘freak’, etc. En suma: una obra “seria”, que sigue la venerable tradición de la novela filosófica, la novela de pretensiones. Houllebecq utiliza la novela para alcanzar esa inmortalidad por la que suspira declaradamente: su visión de la literatura es la tradicional desde el romanticismo: un vehículo de expresión personal, una forma de inmortalizarse en vida. Quizás sea eso más nihilista que el propio discurso de su obra: la voluntad de Houllebecq de ser un autor es el principal testimonio de la crisis del intelectual contemporáneo, incapaz de asumir su condición subsidiaria y residual en una sociedad que ha dejado de necesitar sus consejos, y que sólo les escucha a condición de que sepan dorar sus especulaciones con píldoras de humor grueso y sexo explícito. En ese sentido, Houllebecq sabe perfectamente lo que su público espera de él. Ahora que ya lo ha conquistado, no tardará en escribir su Obra Magna, la gran novela que le garantizará un puesto de honor en ese Panteón de la Fama que para cualquier intelectual es el gran objetivo de su existencia; quizás ‘La posibilidad de una isla’ ya surgía con ese planteamiento: una novela que es a la vez un texto religioso, una nueva Biblia para los últimos hombres, mucho más que un simple relato. Pero, si esa era su intención, el fracaso ha sido casi absoluto. Si Houllebecq aspira a ser profeta, su destino será el de todos aquellos intelectuales que pretendieron ir más allá de la posición de “obreros de la pluma” que la sociedad de masas les ha reservado: la frustración del escritor que no encuentra a su público. Aunque es probable que Houllebecq sea lo suficientemente lúcido como para no caer en ese error.

¿Posmoderno? Ni mucho menos. Houllebecq es un residuo del “antiguo régimen”, un superviviente, heredero de los “intelectuales novelistas”: Joyce, Thomas Mann, Sartre, etc. Le falta la distancia irónica respecto a la escritura. Houllebecq utiliza la ironía respecto de lo representado, pero es terriblemente serio en lo que respecta al hecho mismo de la representación: no hay ningún tipo de distanciamiento, de “puesta en abismo”. Está claro que Houllebecq se toma muy en serio lo que escribe, así como el hecho mismo de escribir. Le falta esa ligereza, ese carácter juguetón (¡viva la bagatela!) que caracteriza a lo mejor del arte del siglo XX: en suma, se toma demasiado en serio al lector, no se cachondea de él. Por decirlo de otro modo: lo que se toma en serio no es tanto al lector como a la representación tradicional de la escritura como mensaje destinado a un receptor, en lugar de considerarlo como artefacto, o incluso como bomba de relojería. De ahí que su obra sea un revulsivo en lo que respecta a su contenido (aunque no tanto como le gustaría a su autor), pero inofensiva en la medida en que mantiene intactas las estructuras de sentido que hacen del arte entendido a la manera tradicional (o, mejor, moderna, romántica) algo “sospechoso”, fuera de su tiempo, anticuado.

2007.07.04 – Pluralidad significativa de la historia; intelectual y masa en el mundo moderno

Necesidad de una visión plural de la historia. Cada momento histórico puede ser caracterizado de múltiples modos en función de lo que preguntemos, las respuestas que pretendemos encontrar y dónde busquemos encontrarlas. Visiones opuestas de una realidad histórica no son contradictorias, sino complementarias (sólo pueden ser contradictorias cuando nos mantenemos en un mismo “nivel de interrogación”).

Error de las reconstrucciones históricas (historia cultural, historia de las ideas): entender el Zeitgeist como unitario, como un conjunto de elementos homogéneos. Heterogeneidad de la historia, necesitad de una hermenéutica histórica compleja, que atienda a la pluralidad significativa de la historia.

La época del olvido del ser es también la de Heidegger, la época de la imagen del mundo es también la de los críticos de esa época, la época del cientificismo es también la de la hermenéutica. No se trata de una dialéctica entre dos términos: hay muchos más, sólo hay que saber preguntarse por ellos. Más allá de la “alta cultura”, hay multitud de manifestaciones históricas que no pueden ajustarse a los modelos de comprensión originados de la historia intelectual. Además de filósofos, literatos y artistas, existe una mayoría silenciosa, los analfabetos, los ajenos a la esfera intelectual, que no son y no han sido hasta ahora más que un cero a la izquierda a la hora de reflexionar sobre la historia de nuestra civilización. Una hermenéutica compleja exigiría pensar esa nada, dar voz a ese silencio, a lo otro del pensamiento objetivado. La historia de la vida cotidiana ha iniciado ese camino, pero debería escapar de cualquier intento de comprender las manifestaciones más elementales de la vida como armónicas con respecto a las manifestaciones de la “alta cultura”. Ésta debería definirse como opuesta, casi por definición, a la “baja cultura”: el intelectual se define por oposición a la masa. En la modernidad, esa masa “despierta” a la cultura: la alfabetización del “pueblo” hace que los intelectuales pierdan el monopolio de la palabra. Es esto lo que los convierte en el “otro” del intelectual, invadiendo su terreno y poniendo en cuestión el privilegio del lenguaje que hasta entonces había mantenido. De ahí surgen varias respuestas posibles: el liderazgo de la masa (tanto en la forma reaccionaria de un Ortega o de la “inteligencia” fascista, como de la izquierda intelectual de los dos últimos siglos, en el que el intelectual se erige en portavoz e ideólogo de la masa), el retiro de ese mundo (el intelectual como personaje “marginal”, Cioran, Heidegger, pero también los “poetas puros”, el arte por el arte en todas sus formas) o la aceptación resignada del nuevo orden de cosas (el intelectual integrado dentro de la cultura de masas; el pensador se convierte en “científico” que sólo habla para los de su gremio, el literato en “obrero de la pluma” sin mayores pretensiones de trascendencia; quizás sea este el caso del artista postmoderno: Tarantino, Álex de la Iglesia, etc.; quizás sea el cine la manifestación artística que, por su carácter intrínsecamente industrial, más favorezca esta “tercera vía”).

Ejemplo de la Grecia Antigua: la Política de Aristóteles, el intelectual, consagrado a la vida contemplativa, como opuesto al trabajador (mujeres, esclavos). Jerarquía a través del conocimiento: poder y verdad unidos, la verdad como un camino hacia la libertad del que la posee, y como una condena para aquellos a los que está vedado su acceso.

La modernidad supone la muerte del intelectual. Que aparezca el término “intelectual” en el tránsito del siglo XIX al XX debe entenderse en relación, precisamente, con la difusión de la prensa pública (ese es el contexto en que aparece), que hace que el intelectual deba distinguirse del “proletariado de la palabra”; previamente, no era necesario hacer esa distinción, porque cualquiera con el poder de acceder a la escritura alcanzaba ese estatus.

El filósofo, el pensador, el artista, el literato, unidos por ese mismo destino. La evolución del mundo moderno les lleva a constituirse dentro de esferas autónomas, pero su condena es la misma: dejan de ser los portavoces de la historia, para pasar a ser portavoces de sí mismos; dejan de hablar para la Humanidad y la Posteridad para hacerlo a su reducido grupo de fieles y conscientes de la caducidad de su obra (aunque la ilusión de la universalidad y la eternidad sigue presente).

Barthes, comienzo de El grado cero de la escritura: la modernidad comienza cuando el escritor toma conciencia de que ya no habla por el conjunto de la humanidad.

En cuanto a influencia social, el pensador es sustituido por el técnico (parábola de Saint-Simon: el intelectual deja de verse como parte fundamental de la sociedad).

La marginalidad como el sentimiento característico del intelectual en la modernidad. Su reino no es de este mundo.

2007.04.23 – Azaña y los del 98

Azaña pone a los del 98 como contraimagen de su pensamiento: su obra surge en polémica con la del 98 (decadentismo, individualismo, mesianismo político, rechazo de la política y la democracia, etc.). Lo interesante es que su caracterización del grupo se ajusta a la perfección a la visión “intelectual”: ya en la época se percibía a los del 98 como “grupo de intelectuales” más que de literatos, su labor periodística y polémica les dio mucha más fama que su obra literaria.

2007.04.05 – Positivismo, Valle-Inclán, Costa

Croce: ‘El positivismo es al romanticismo lo que la Ilustración es al Renacimiento’ (Teoria e storia della storiografia; también en Kolakowski, La filosofía positivista; cit. En Varela, La novela de España, 50)

Valle-Inclán no va de mesías, de intelectual, no pretende tener seguidores, influencia social. Eso es lo que lo diferencia radicalmente de los noventayochistas.

Costa: “la libertad sin garbanzos no es libertad”.