2013.06.12 – Afinidad entre ‘Zeitgeist’ y paradigma / Comparación entre «Prosas profanas», de Rubén Darío, y «Pulp Fiction», de Quentin Tarantino

Paralelismo “metodológico” entre los conceptos de Zeitgeist y paradigma: en ambos casos se trata de realidades históricas “trascendentes” (no son empíricas) e inconscientes (los sujetos históricos no son plenamente conscientes de ellas). Corresponde a un observador externo (el historiador de la ciencia o de la cultura) la tarea de “construir” estas realidades con objeto de dar sentido a la realidad estudiada. Se trata de conceptos “etic”, de reconstrucciónes “a posteriori”.


Comparación entre el Tarantino de Pulp Fiction y el Rubén Darío de Prosas profanas: la recepción del “Darío esteticista” lo ha condenado sin reservas, desprecio del “arte por el arte”, el esteticismo, el preciosismo; en cambio, se ha hipervalorado el Rubén Darío de Cantos de vida y esperanza por su temática existencial, su intimismo (un modernismo “bueno”, el intimista, el “profundo”, frente a un modernismo “malo”, el esteticista y superficial). Tan solo en los años 60 y 70 comienzan a escucharse voces que reivindican la actualidad de un arte “no comprometido”, lúdico (Yurkevich). Puede decirse que, frente a la visión trágica y prometeica de la creación literaria propia del romanticismo, en la posmodernidad pasa a ser corriente una visión mucho más lúdica de la creación artística, considerada como “artificio”, como objeto autónomo que debe ser valorado en sus propios términos y no en tanto que expresión de la intimidad del artista. Pulp fiction, en tanto que ejemplo máximo de “película sin mensaje”, de finalidad únicamente lúdica, puede considerarse el prototipo de este arte posmoderno y lúdico (aunque podría serlo cualquier creación de la “subcultura”: una película de acción o una comedia de éxito; la diferencia es que Pulp fiction, por sus innovaciones narrativas y su mayor elaboración formal, “redime” esa subcultura haciéndola “potable” para los paladares más selectos, que pueden disfrutar de una película de entretenimiento, intrascendente, sin sentirse culpables por ello… aunque muchos no pudieron aceptar una obra tan “amoral” ni aún con esos aderezos.)

En suma, hay que aceptar el preciosismo modernista como lo que es, sin intentar justificarlo como “protesta implícita” contra el capitalismo y la sociedad burguesa. Al fin y al cabo, es la propia sociedad burguesa la que tiene como uno de sus “aderezos culturales” más significativos el “arte por el arte”, derivación lógica de una clase social con el suficiente ocio como para poder interesarse en producir y consumir ese tipo de arte autosuficiente. Por tanto, el escapismo debe considerarse también como elogio implícito de la sociedad burguesa y capitalista que da pie a ese tipo de literatura. En el caso de Tarantino, la película se remite no a la realidad sino al mundo típico de la literatura y el cine “de consumo” y de peor calidad: el referente no es la realidad sino un mundo aparte surgido de ese tipo de creación artística. Se trata de otro escapismo, no en dirección a una realidad ideal, “preciosista”, sino a una realidad grotesca (se puede ver como algo similar al esperpento de Valle-Inclán, aunque sin su pretensión crítica; algo parecido sucede con David Lynch y Corazón salvaje). Con todas sus diferencias, Darío y Tarantino coinciden en su rechazo a un arte comprometido con la realidad cotidiana, “escapista”, autosuficiente. La valoración de ese tipo de creación es libre, pero lo que no procede es enmascararlo como obras de “intimismo velado” o de “crítica implícita de la realidad coetánea”. Desde luego, en la medida en que toda creación artística es producto de un autor y de una realidad social, siempre será susceptible de análisis psico-biográficos o sociológicos (así, en el plano biográfico, se verá en la imaginería de Prosas símbolos de las angustias vitales de Rubén, descifrables en base a otros poemas posteriores, o se verá en Pulp Fiction la expresión de obsesiones personales de Tarantino; en el plano sociológico, se considerará a la primera como una crítica implícita del utilitarismo burgués y a la segunda como expresión típica de un capitalismo que ha desligado por completo la obra de arte del interés social para reducirlo a mero entretenimiento (lectura marxista crítica del posmodernismo, a lo Jameson), la diferencia es que cabría hacer una lectura “positiva” de Prosas desde una perspectiva sociológica y “comprometida” pero es difícil hacer lo mismo con la obra de Tarantino: no hay ningún valor temático positivo que destacar, ni siquiera como algo implícito, velado). Ese tipo de lecturas son plenamente legítimas, pero la obra de arte trasciende esas lecturas, está más allá de ellas, es irreductible a cualquier reduccionismo biográfico o sociológico, y más cuando estamos ante obras autónomas y, por ello, enigmáticas, sorprendentes por su capacidad de “romper nuestros esquemas” (los del arte como expresión del autor y de la sociedad). El arte autónomo llama a su comprensión autónoma, a su disfrute como artefacto, como pura invención, sin pretensiones trascendentes. Esta es, precisamente, su trascendencia: pone de relieve de forma implícita nuestros prejuicios, nuestra voluntad de anular la autonomía del arte sujetándolo a interpretaciones “externas” que nos permitan comprenderla, otorgarle un sentido. Pero en ambos casos estamos ante obras que piden ser disfrutadas antes que interpretadas: obras “puras”, con valores estéticos autónomos.

El desprecio de la “alta cultura” por este tipo de obras es muestra del privilegio académico y social concedido al intérprete antes que por el artista: la obra de arte debe tener un significado, debe ser interpretable (y su valor radicará en su interpretación antes que en su puro goce: son los intérpretes los que dan valor a una obra, no el artista).

Finalmente: paradoja de haber realizado una “interpretación” negadora de toda interpretación, pero interpretación al fin y al cabo.

Relacionar con Kant y Marchán Fiz, la autonomía de lo estético en la modernidad.

Unos versos tienen valor por sí mismos, por sus valores estrictamente formales (o temáticos). No está justificado privilegiar la condición mimética (reflejo de la realidad) o semiótica (vehículo de significaciones) de la obra de arte por encima de su valor puramente estético, poiético. La “profundidad” y la “seriedad” como criterios valorativos, frente a lo superficial y lo frívolo, lo intrascendente.

Estudiar cómo sólo se han aceptado plenamente los aspectos más esteticistas del modernismo cuando se ha encontrado para ellos una justificación ideológica y filosófica: la evasión como rechazo del capitalismo burgués, el esteticismo y el amoralismo como consecuencia del “mal del siglo”. Desde el punto de vista de la ortodoxia académica, de los “intérpretes profesionales”, resulta inaceptable que un poema se presente como un mero divertimento o como un puro artefacto estético, sin mayor trascendencia.

Buscar interpretación de Enguídanos de “Sonatina” y “Era un aire suave…” (mediados de los 60).

2008.05.31 – El «freak» como modelo ético-estético

Man on the moon y Ed Wood: dos apologías de lo friki, pero muy distintas, en Ed Wood la anécdota se trasciende categoría, en Man on the Moon no se hace necesario dar ese paso: es el espectador el que puede deducir sin problemas el “mensaje” de la obra, a partir de la simple descripción de las vivencias de su protagonista. En ese sentido, la película de Milos Forman es, en su modestia, mucho más honesta que la de Burton.

El “freak” como modelo de comportamiento, como el esteta, el “dandi” de la actualidad; pero ya no se trata de una distinción estética con respecto al “mal gusto” de la plebe y la burguesía, ya no es un aristocratismo estético: el “freak” asume su anormalidad no como signo de superioridad, sino, sencillamente, como una mera diferencia con respecto a la “gente normal”. El freak se sabe distinto, y en lugar de asumir dicha diferencia como un problema, revierte esa valoración para convertirlo en algo productivo: es una diferencia creadora, creativa. Ni siquiera trata de convertir a la “gente normal” a sus postulados, se limita a crear una esfera propia de actuación al margen de las convenciones sociales, pero sin romper completamente con ellas.

Como en el caso del dandismo, el freakismo es una modalidad, una nueva variante de la visión estética de la vida, esto es, de la vida como obra de arte; no se trata de crear, de objetivarse en la obra, sino de vivir, de convertir la vida cotidiana en algo artístico. La norma ética deviene en un imperativo estético. Pero la finalidad de esa “vida estética” no es tanto la belleza como la divergencia en sí mismo: se trata de mostrar la posibilidad de otras opciones vitales al margen de las establecidas, de mostrar con la propia conducta que otras vidas son posibles al margen de las posibilidades que se ofrezcan en nuestro “mercado cultural”.

El Andy Kauffman de la película de Milos Forman es un “freak” por llevar su oficio, el de humorista, mucho más allá de los límites en los que la sociedad lo sitúa: el humorismo deja de ser un oficio para convertirse en una filosofía vital; el público circunstancial de los “shows” de Kauffman pasa ser, en general, cualquier persona que entre en relación con él. La relación con el prójimo pasa a estar situada en una dimensión estética más que ética: no se trata tan sólo de cumplir con determinadas reglas culturales de comportamiento, sino sobre todo de aprovechar las posibilidades extremas dentro de los márgenes permitidas. Con ello se muestra, indirectamente, el carácter relativo de dichos márgenes, su historicidad, la posibilidad de establecer nuevas normas en base a criterios radicalmente distintos. El humor se convierte en un arma para una posible transformación social, una forma inédita de derribar los valores vigentes y, además, plantear “nuevas tablas” de carácter mucho menos dogmáticas que las previas. El humor como característica esencial de una transformación de los valores; el humor como vía para una alteración de la sociedad.

No se trata de una nueva forma de mesianismo: el freak como líder de una hipotética revolución cultural. Se trata, sencillamente, de obligar a la sociedad a que acepte como normal lo anormal, alterando así su estructura valorativa. Un cambio aparentemente mínimo, de corto alcance, que podría considerarse una nueva modalidad del individualismo “burgués” del intelectual finisecular: alguien que se considera al margen la sociedad, condenado al “turrieburnismo”. Pero las justificaciones de ese tipo de pensamiento realizadas por Unamuno (entre otros) deben valorarse como se merecen: el artista se propone como modelo de una nueva sociedad (algo similar a lo del Zaratustra de Nietzsche al final de la primera parte: Zaratustra no quiere discípulos, lo que quiere es “crear diferencias”; cf. También Rubén Darío: el primer mandamiento es no imitar a nadie, y tampoco imitarse a sí mismo; hay que situarse en una diferenciación perpetua, negando cualquier ilusoria estabilidad tanto de la propia personalidad como de la creación artística (ambos aspectos se funden en esta concepción ético-estética).

Relacionar con Bourdieu: la vida social como juego; eso es lo que muestra el “freak” en su vida diaria, la posibilidad de subvertir sus reglas y establecer otras.

Críticas a la estandarización de la vida en la sociedad moderna: concepto de “masa” en Ortega o Canetti. Ese aristocratismo cultural que se propugna podría justificarse entendiéndolo de un modo estético; tesis corroborada por la idea orteguiana de la “vida como novela” de la que cada uno es autor y protagonista, y de la que se deriva la tesis de que, al igual que en la novela, los criterios valorativos que deben regir en nuestra vida son estéticos.

¿Una disolución de la ética? No, más bien su “sublimación estética”; una nueva forma de relacionarse con el “otro” al margen de imperativos morales dogmáticos.

“Esperpento”: Max Estrella como puente entre el dandi del XIX y el “freak” contemporáneo, la “diferencia” establecida por el protagonista (tanto respecto a la “plebe” como a sus semejantes, los poetas del Parnaso modernista, don Latino, etc.; quizás sea tan sólo Rubén Darío el único personaje que parece situarse al mismo nivel que Max Estrella en tanto que representante de una modalidad vital alternativa, de una “ética-estética”).

Por cierto, ética-estética de Juan Ramón, regeneracionismo estético, que también debe entenderse en esta dirección.

Plan de trabajo:

– La vida como obra de arte

  1. Ética y estética en el romanticismo alemán (tanto en la teoría como en la práctica, el poeta, el genio como ser sobrehumano tanto en su obra artística como en su conducta cotidiana).

(¿Y antes del romanticismo? Habría que remontar la temática a las biografías de filósofos, artistas y santos. P. ej. Diógenes Laercio, la filosofía no sólo como un conjunto de teorías sino también como grupo de “vidas”; biografías de santos, modelos de comportamiento (no se trata de establecer teorías éticas, sino sencillamente de “mostrar” lo que es una conducta ejemplar). Vidas ejemplares de Plutarco. Vidas de los artistas del Renacimiento (Vitruvio). “Vida de Samuel Johnson”. En realidad, se trata de hacer una historia de la biografía, del género que convierte la vida de una persona en su globalidad en objeto de interés no tanto por causas meramente cognoscitivas, por proporcionar información, sino sobre todo por hacer de dicha vida un objeto de contemplación estética.

  1. El “dandismo” en la modernidad estética francesa
  2. “Ética-estética” en el fin de siglo: el caso español (Unamuno, modernismo, etc.); Valle-Inclán como representante máximo de ese modelo, y a la vez como intuición de una nueva modalidad, mucho más irónica: el humor pasa a ser un componente esencial de la vida estética, suprimiéndose así la “grandiosidad” del poeta romántico.
  3. El “freak”, modalidad contemporánea.

Cuando se habla de la “muerte del autor” en la segunda mitad del siglo se alude a la autonomía de la obra artística con respecto a su creador; pero aceptar esta teoría conduce a que el propio autor se convierta, en sí mismo, en objeto de interés estético. Se separa lo que está unido, y de esa separación surge una nueva comprensión de los aspectos disociados, el subjetivo (la vida) y el objetivo (la obra). La vida deja de estar supeditada a la obra, pasa a ser tan autónoma como la obra, y, con ello, objeto también de comprensión estética.

(Ese carácter estético de la vida sólo puede comprenderse si dicha vida se “objetiva” en un relato, una biografía; quizás el paso que da el “freak” es prescindir de ese carácter “objetivo” de la creatividad vital, asumir que su vida cotidiana no trascienda más allá de su círculo de actuación. El “freak” ni siquiera piensa en que sus acciones son sólo un medio para alcanzar, algún día, la gloria de la “biografía”; se limita a actuar, sin más.)

Frase de Homero, tan querida de Unamuno: la vida sucede para que luego los poetas puedan cantarla, justificación estética de la existencia.

Rubert de Ventós, la ética como juego.

2006.06.02 – Modernismo y belleza. Conocimiento y prejuicios

Habría que considerar la viabilidad actual de la religión de la belleza. De su pervivencia depende el que podamos seguir considerando a Darío como un contemporáneo.

Los críticos tienden a leer la presencia del culto a la belleza en el modernismo de forma distorsionada y conveniente a sus intereses teóricos. En realidad, no hay que leer nada, no hay que interpretarlo conforme a ningún modelo teórico (óptica de compromiso político, etc.). Es tal y como se expresa, y como tal hay que aceptarlo.

Lo mejor de Kuhn y de Foucault es que hacen ver con claridad los prejuicios y apriorismos que se esconden detrás de cualquier tipo de posicionamiento teórico. La misión del filósofo es la de leer entre líneas, realizar el “desocultamiento” que nos permita superar la inocencia e ingenuidad congénitas al hombre de conocimiento.

En la postmodernidad hemos comprendido, por fin, que el conocimiento nunca es desinteresado, que siempre tiene implicaciones políticas (Kuhn no tematiza ese elemento, pero puede incluirse dentro de su modelo: forma parte de la influencia de la empiria histórico-social sobre la creación científica). Pero ese elemento político, de poder, no hay que entenderlo en su sentido vulgar, cotidiano, sino en el sentido que le da Foucault: relaciones de micro-poder imbricadas dentro de los discursos teóricos. La postmodernidad significa la madurez de la modernidad, la pérdida de la inocencia: no es tanto la destrucción de sus presupuestos, como la toma de conciencia de sus limitaciones y condicionamiento: imposibilidad de un sujeto puro (trascendental) de conocimiento, imposibilidad de un discurso que trascienda los intereses presentes en su “procedencia” (no en su origen), etc.

¿Y qué nos queda para el futuro?

No es posible dar marcha atrás, o hacer tabula rasa con los últimos cinco siglos de historia. Tenemos que asumir nuestra herencia, nuestros “prejuicios”, tomar consciencia de ellos.

2006.05.30 – El modernismo y la música

El problema de la “crítica hidráulica” es que se queda en los simples fenómenos sin considerar su sentido, su significado histórico y literario (positivismo). Lo relevante no es que el parnasianismo francés influyera en el primer modernismo hispanoamericano: no hay que preguntarse el qué ni el cómo, sino el porqué de esa influencia. Lo relevante es considerar por qué Darío y sus seguidores “eligieron” esa influencia. Desde el punto de vista del sentido, es irrelevante que se trate de un simple “contagio” o de una “invención simultánea” (seguramente Darío hubiese sido parnasiano aunque no hubiese conocido el parnasianismo); lo relevante es que Darío elige ese camino para renovar la lírica hispánica. Lo que hay que preguntarse es: ¿por qué ese camino y no cualquier otro? ¿Por qué atender a la forma, por qué tratar al poema como una obra de arte (esto es, por analogía con las obras de las “bellas artes”: pintura, escultura, etc.)? ¿Por qué está tan extendida la obsesión por la música?

La música es, junto a la literatura, el arte por excelencia del siglo XIX. Tanto los teóricos románticos (no tanto) como los posteriores lo consideraron como la máxima expresión artística, el arte supremo (Schopenhauer, Nietzsche, Wagner). ¿Por qué? Porque es el arte abstracto por excelencia, el que no se limita a representar, sino que se convierte en expresión de la voluntad (terminología de Schopenhauer). La música está más allá de los conceptos y de las abstracciones elaboradas por el contacto de la mente humana con la realidad; la música está en conexión directa con los estratos más profundos de la existencia misma. Y, sobre todo, está en conexión directa con los sentidos: es la experiencia estética pura, porque es aquella en la que la razón y el entendimiento tienen menos que decir: es pura sensibilidad. Éste último es el aspecto decisivo que nos permite comprender el porqué del vínculo entre música y poesía en el modernismo: la música se toma como modelo porque representa la máxima liberación de las ataduras de la razón y de la Historia, el triunfo de la sensación pura sobre la elaboración conceptual. Lo más “revolucionario” del modernismo es esa exaltación de los sentidos sin ninguna coartada ética o ideológica. Y lo que está en el fondo del asunto es la conciencia de la necesidad de escapar de los dominios de la Razón para poder aspirar a la auténtica Belleza. En suma, el modernismo parte de una oposición radical e inconciliable entre lo concreto y lo abstracto, entre la sensación y la idea.

(Falso: prólogo de Darío, hay una música de las ideas, lo que se intenta es lograr una síntesis, pero el intento se viene abajo ante la conciencia de la imposibilidad de lograr ningún tipo de síntesis).

2006.05.29 – Modernismo, estudios literarios, positivismo, Whitman

La clave del modernismo está en la oposición entre lo particular (lo sensitivo, lo intuitivo, el cuerpo) y lo universal (lo intelectual, lo racional, el espíritu); entre la palabra como ente autónomo y la palabra como concepto, como elemento integrado en un sistema de significaciones (no se trata de la oposición entre significante y significado, porque el significante ya indica la incorporación a un sistema; se trata de otro tipo de oposición más elemental, más esencial) (ésta última oposición sólo se hace primordial en una fase posterior de la modernidad literaria: vanguardias, etc., si bien se hacen notar sus primeros indicios en el modernismo).

La oposición entre lo particular y lo universal se refleja también en la imposibilidad de encontrar una teoría estética común a los escritores del momento; Germán Gullón acierta al señalar que el motivo de esta anarquía se debe a la inexistencia de una teoría metafísica que sostenga a la escritura, pero es más importante señalar que lo decisivo no es la inexistencia de esa metafísica, sino la consciencia de su imposibilidad, y a la vez la necesidad desesperada de dar con ella. De ahí que el escritor esté condenado a buscarse a sí mismo, a renovarse continuamente: el objetivo es tener un estilo (Azorín), una personalidad literaria definida que sea absolutamente individual e intransferible (de ahí que los grandes escritores del momento no hicieran escuela); pero ese mismo objetivo les empuja a una búsqueda perpetua que convierte a su escritura en algo proteico e imposible de inmovilizar, de caracterizar mediante unos determinados rasgos proteicos.

De ahí también lo insatisfactorio de conceptos como “novela lírica” para caracterizar los rasgos de la escritura literaria del momento: es imposible unificar una variedad tal en una serie de rasgos determinados; lo único común es lo negativo, el cambio retórico con el inmediato pasado literario (inmanente a la propia evolución literaria), pero éste es sólo uno de los aspectos: una conceptualización negativa es tan insatisfactoria como la positiva.

Más que por unos rasgos determinados, el modernismo se caracteriza por la localización común de los textos en un mismo espacio conceptual, en el que podemos situar multitud de conflictos intelectuales, estéticos, ideológicos, etc. La clave está en que la caracterización adecuada del modernismo debe basarse en la atención a los conflictos (entre lo particular y lo universal, entre literatura y vida, entre las palabras y las cosas, entre ética y estética, entre lo histórico y lo trascendental, entre lo estático y lo dinámico, entre la identidad y los apócrifos); ese elemento dialéctico siempre está presente en la creación modernista. Aunque una obra determinada parezca indicarnos un posicionamiento claro en esa red de enfrentamientos, lo cierto es que no es más que un simple episodio temporal: lo esencial es una paradoja irresoluble, una lucha perpetua, agónica, unamuniana, imposible de resolver.

El enfrentamiento crítico entre noventayochistas y modernistas es en realidad el reflejo de esa dialéctica básica en el modernismo; el error está en “cosificar” cada uno de los aspectos de esa dialéctica. Pero también sería un error dar una visión sintética en que cada uno de los opuestos se viera “superado” es un elemento integrador: se trata de una dialéctica negativa en el sentido de Adorno, una dialéctica en la que los elementos en lucha (que no tienen por qué ser necesariamente dos) no pueden verse integrados sin que todo el sistema de oposiciones se venga abajo. La síntesis supondría regresar a un posicionamiento metafísico de la literatura y del hombre; la clave de la modernidad está en esa imposibilidad de volver a un estadio anterior, de reconocer y asumir plenamente la escisión que la época moderna ha provocado en la cultura humana.

Por tanto, no cabe definir el modernismo desde una postura crítica “metafísica”, es decir, desde unos postulados epistemológicos que se oponen radicalmente a la esencia misma de la escritura de la época. La única caracterización posible ha de ser paradójica, dinámica, dialéctica, pero sin síntesis.

De ahí también la apariencia que dan los autores de la época de contradecirse en su escritura y en sus opiniones: imposible integrar esas contradicciones en una “unidad esencial de su obra”: lo que realmente le da unidad es el conflicto, la oposición que sólo puede resolverse mediante una yuxtaposición de elementos opuestos (y ello en todos los escritores de la época). Por ejemplo, se habla de Rubén Darío como evolucionando de un formalismo extremo a una preocupación histórica y existencial; pero no se trata de una dualidad cronológica, sino de un conflicto de fondo imposible de integrar en una unidad superior. Se puede decir que es una oposición creadora, en cuanto crea una necesidad de escritura, un ansia de superación a través de la palabra escrita (cuidado: aquí hay otra oposición, entre la palabra y el silencio al constatar sus carencias desde el plano de la acción histórica: la oposición entre el literato y el intelectual).

En resumen: es necesario pasar a nuevas visiones de lo literario que sean realmente adecuadas a ese momento histórico, de forma que no conviertan en estático lo que es esencialmente dinámico, ni en sintético lo que es esencialmente antitético. Las categorías empleadas por la crítica y la historiografía literarias deben respetar los conflictos de la escritura de la época, si no quieren verse convertidos en una “invención” distorsionadora, en una toma de posición frente a los problemas suscitados por esa escritura. La misión de la crítica no es dar respuestas, sino aclarar las preguntas, hacerlas todavía más explícitas de lo que ya eran para los escritores de la época, y ponerlas en conexión con la problemática de nuestro presente. Imposible convertir en metafísica, en concepto, una escritura que surge precisamente de la consciencia de esa imposibilidad.

Imposible recurrir a conceptos como “autor”, “obra”, “estilo” o época para caracterizarlos: imposible reducir los textos a una unidad esencial de sentido. Cualquier “teoría” sobre el modernismo y la modernidad implica de por sí rasgos metafísicos que anulan por completo lo descrito (ya no sólo su potencialidad expresiva en el presente, sino también su significado histórico). La única forma de crítica viable sería una “crítica modernista” del modernismo, una crítica plenamente empática que haga suyas las características paradójicas del modernismo. Lo que debe dominar a esa crítica es el respeto por lo concreto, por lo imposible de reducir a concepto.

Lo que esa crítica supondría es una nueva forma de concebir los estudios literarios, no hacia resultados universalmente admitibles, sino más bien ligada a una concepción hermenéutica

Todo esto se puede aplicar sin mayores problemas a toda la literatura del siglo XX; pero la crítica podría ir más allá: se hace necesaria una crítica modernista del Barroco, del Renacimiento, del Romanticismo, etc., que en lugar de convertir los periodos literarios en simple arqueología, en palabras muertas, nos permitan trazar su conexión con nuestro presente. La misión del crítico no debe ser la de embalsamar cadáveres, sino la de revivirlos (en la medida en que éstos lo permitan), la de convertir en actual lo que es sólo un pasado.

La crítica tradicional es intrínsecamente reaccionaria: crítica de anticuario, que anula las potencialidades del texto. La clave está en poner en conexión la escritura con nuestro actual horizonte de sentido, liberando esas potencialidades. Ni “modernismo” ni “noventayochismo”, sino todo lo contrario, o mejor: todo eso, y más.

Además de la crítica tradicional, nuevas visiones del modernismo desde perspectivas más innovadoras como la sociología de la literatura o las diversas visiones “epocales” también caen en esa modalidad de crítica “conceptualizadora”: se unifican las oposiciones gracias a conceptos como el de “Zeitgeist”, o recurriendo a unas determinadas características sociales que otorgan la unidad deseada: la diversidad de escrituras responde así a unos elementos perfectamente aislables y caracterizables. La unidad de sentido se logra a costa de anularlo: esa es la resistencia básica de la escritura modernista.

Whitman: los hechos frente a los conceptos, las cosas frente a las palabras. Hay un positivismo de fondo (y explícito) presente en todo el modernismo (también en Nietzsche). El fenomenismo positivista va ligado a la reivindicación de la sensación por sí misma, sin ningún concepto universal que lo anule. La literatura del momento hace una lectura peculiar del positivismo, radicalizando su oposición a la metafísica y dándole a esa oposición una dirección estética.

Quizás en nuestros días nos cueste comprender la relevancia histórica del positivismo, precisamente porque sus postulados han pasado a formar parte de nuestra visión del mundo: no nos es fácil comprender la relevancia que tuvo la aparición de una nueva cosmovisión que ahora es moneda común de todos nosotros, que ha pasado a formar parte de nuestro “sentido común”.

No es casual que, coincidiendo con el modernismo, se inicie a través de Frege la moderna filosofía del lenguaje, una de las vetas más fructíferas, originales y características de la filosofía del siglo XX.

Whitman: realmente, una clave del modernismo, quizás su primer representante pleno (más que Baudelaire). Panteísmo, pero no abstracto (como el de Spinoza), sino concreto: obsesión por la sensación pura, crítica de la insuficiencia del lenguaje para dar idea de la riqueza de la realidad (de ahí el recurso continuo a las enumeraciones). Lo concreto es, no sólo lo absoluto, sino además un absoluto eterno e infinito (una infinitud de puntos y de instantes que, sin embargo, no pueden “disolverse” en ningún orden superior).

Importancia, también, de la yuxtaposición en Whitman: enumeración caótica, y algunas contradicciones.

Sin embargo, hay algo que no encaja: Whitman parece ser él mismo esa síntesis de la realidad. ¿Un “universal particular”?