2013.10.03 – Sobre el aburrimiento

El aburrimiento como la clave para la comprensión de la vida moderna, más que otros conceptos más utilizados como globalización, velocidad, progreso… La experiencia de la vida moderna, su fenomenología, tiene como base el enfrentamiento del individuo con un tiempo vacío, el de ocio, en el que no hay nada que hacer. La experiencia es nueva: sería muy complicado encontrar textos sobre el aburrimiento en épocas previas; sin embargo, el aburrimiento es la clave implícita del Quijote y explícita de Madame Bovary, los dos grandes símbolos literarios de la era moderna (la decepción provocada por el contraste entre nuestra proyección de la vida, alimentada por las obras de ficción, y la realidad prosaica que estamos condenados a vivir). También el aburrimiento es la clave de La náusea y de Taxi Driver, y la experiencia básica para la comprensión del “Sorge” y el “ser-para-la-muerte” en el Heidegger de “Ser y tiempo”. El aburrimiento, el “tedium vitae”, también está presente en el lado más depresivo y melancólico de la literatura romántica, y en el modernismo hispano.

Habría que hacer una “historia del aburrimiento”, poniendo en relación la elevación del nivel de vida con el aumento de las posibilidades de ocio; ello conlleva la necesidad de decidir entre ellas. Cualquier aumento de la posibilidad de elección genera necesariamente la insatisfacción de tener que tomar una decisión que siempre corre el riesgo de estar equivocada: nos aburrimos porque pensamos que haciendo otras cosas nos lo estaríamos pasando mejor. El problema no se plantea para las clases más explotadas o las sociedades más primitivas, donde las coerciones sociales o económicas no permiten disponer de “tiempo libre”: incluso el tiempo libre no lo es realmente porque las convenciones sociales o las necesidades económicas dan un margen de elección muy estrecho. También hay que poner en relación el desarrollo del problema del aburrimiento con los cambios en la microestructura social: en un entorno familiar muy estrecho (parejas que se casan jóvenes, que no se desplazan de su ciudad y que siguen mantiendo toda la vida lazos estrechos con una multitud de parientes próximos) el tiempo libre está dedicado en su mayoría a la familia. El problema del aburrimiento se desarrolla al máximo cuando el individuo puede realizar su vida autónomamente, desligado de su familia (típico de las sociedades modernas), y aún más cuando el desarrollo de los medios de transporte aumenta la movilidad geográfica, favoreciendo con ello la disgregación del ámbito familiar.

Sobre el “quijotismo” y el “bovarismo”: la frustración provocada por el contraste entre la vida idealizada que construimos en base a ficciones y la realidad aumenta con el desarrollo de los medios de comunicación de masas. Las canciones de amor, las películas, la televisión, las imágenes de la “alta sociedad”… se convierten en la imagen idealizada de lo que nos gustaría ser; con ello aumenta la frustación por no tener otro remedio que vivir una vida vulgar, sin alicientes. Puede decirse que ambos aspectos se alimentan el uno al otro: a mayor frustración de la “gente normal”, más necesidad de consuelos ficcionales, y viceversa, el aumento de la difusión, cantidad y variedad de esa “hiperrealidad” aumenta la frustración ante la vida vulgar. El aburrimiento sería una de las consecuencias de ese abismo entre lo ideal y lo real: nos aburrimos porque esperamos algo más que no tenemos y no somos capaces de conseguirlo en ese momento.

Además de una historia y una sociología del aburrimiento, hay que hacer también una “fenomenología”, analizar la experiencia del aburrimiento tal como la vive un ciudadano moderno. ¿Cuándo nos aburrimos? ¿Por qué? ¿Cómo evoluciona el aburrimiento a lo largo de nuestra vida? Los niños se aburren, pero está claro que su experiencia del aburrimiento no es la misma que la de los adultos.

2012.07.11 – Fondo y forma, identidad y diferencia

Distinción entre fondo y forma: la pretensión del formalismo ruso de anular esa distinción afirmando que “todo es forma” era meramente polémica (tal y como se puede comprobar en el recurso a distinciones análogas en los análisis literarios llevados a cabo por esa escuela); en realidad de lo que se trataba era de sustituir la relación fondo/forma heredada por una consideración nueva de esa distinción, puramente formal, estructural, “inmanente”, intraliteraria. Lo cierto es que toda ciencia, o toda consideración teórica de un fenómeno, conlleva la distinción entre esencia y apariencia. Si nos quedáramos en los fenómenos, en la mera apariencia, la tarea del investigador sería superflua: cualquiera tiene acceso a ese nivel fenoménico. Lo relevante es el desvelamiento de lo que se encuentra oculto en esos fenómenos. Esa relación esencia/apariencia se ha interpretado de múltiples formas a lo largo de la historia; además del cambio histórico también se ha entendido de forma distinta en función de los fenómenos investigados y de las diversas ciencias. A pesar de esas diferencias cabría aplicar la distinción a la propia distinción, esto es: más allá de las diversas apariciones fenoménicas de la distinción, cabe percibir la presencia de una diferencia esencial común a todas.

Ahora bien, habría que intentar compaginar esa distinción con la historicidad esencial de todo conocimiento, con el hecho de que todo es diferente de todo y de que no puede establecerse una identidad de otro modo que pasando por alto algunas de esas diferencias. Toda identidad es una construcción y, en la medida en que supone la correlación entre fenómenos esencialmente distintos, una falsificación. [Pero en realidad esta visión negativa de la identidad y positiva de la diferencia tiene su origen en la oposición idéntico/diferente y en la suposición de que todo es diferente de todo; el carácter básico de esa afirmación y de aquella oposición es una cuestión de principio que no puede ser demostrada]. Pese a ello, podemos aspirar a esa identidad sea significativa, tenga valor heurístico, “sirva para algo” de modo que de la anulación de las diferencias obtengamos alguna ventaja epistemológica. Así es como opera la abstracción matemática, que anula todas las diferencias entre los fenómenos con excepción de las cuantitativas, de modo que se puedan establecer correlaciones entre fenómenos cualitativamente distintos pero cuantitativamente comparables [en realidad no es tan sencillo, también hay que establecer una identidad cualitativa si se quiere aplicar las matemáticas a la realidad, a los fenómenos].

Sin embargo, el carácter aparentemente inmediato de la abstracción se impone con tal fuerza que crea la ilusión psicológica de su carácter absoluto, transhistórico e intersubjetivo. Lo cierto es que, con independencia de que el cerebro humano esté de alguna forma “programado” para abstraer lo común de lo diferente, es necesario un aprendizaje previo, una educación gracias a la cual podamos abstraer lo que debemos abstraer (por ejemplo, los números o las figuras geométricas). Esas abstracciones aparentemente intemporales tienen una génesis histórica, tanto desde el punto de vista de la especie (historia de la ciencia) como del individuo (educación del niño). La fuerza con que se asientan esas abstracciones, su apariencia de “absolutos” [que, por otra parte, es algo que debe ser explicado] lleva a que se considere como “natural” lo que en realidad es artificial, histórico, construido. La prueba está en la propia historia del pensamiento y de la ciencia: en todo momento histórico los científicos y pensadores han considerado que sus teorías eran absolutas e irrefutables, tan solo porque se ajustaban a los criterios lógicos y epistemológicos de la época. Hay que esperar al siglo XX para que, tras los importantísimos cambios en ciencias aparentemente inmutables en sus fundamentos, como la lógica, las matemáticas y la física, se llegue a la genial conclusión de que esos cambios no solo no cuestionan el carácter científico de esas formas de conocimiento, sino que la consolidan: lo que distingue al conocimiento científico de otros supuestos saberes es precisamente su falsabilidad, su capacidad de ser revocado.

[Sobre el carácter absoluto de la distinción identidad/diferencia: puede considerarse esa afirmación como síntoma de nuestro “zeitgeist” postmoderno, como una creencia que surge del espíritu de la época manifestado no solo en la discusión filosófica de las últimas décadas sino en las discusiones sociales y políticas contemporáneas: el problemas de las identidades nacionales, la integración de las minorías, la globalización, etc.; ahora bien, también puede fundamentarse esa oposición en la lógica de Spencer Brown, esto es, hay motivos lógicos, internos, que llevan a considerar esa distinción como la más fundamental que se puede establecer en el campo de la lógica o, lo que es lo mismo, en el territorio de la argumentación racional, ya que cualquier otro fundamento, cualquier otra afirmación, da por supuesta la distinción entre lo idéntico y lo diferente, lo uno y lo otro. Por tanto, negarla sería tanto como negar la argumentación racional y situarse más allá de la lógica.] [De todos modos, estamos ante un nuevo ejemplo de cómo cualquier teoría científica o idea filosófica se aparece como absoluta e irrefutable para quien la piensa, siempre que se ajuste a los cánones de racionalidad vigentes. En este caso lo peculiar es que estamos proponiendo, dentro del modelo tradicional de argumentación racional (la lógica como criterio de racionalidad), una lógica distinta a la usual aunque compatible con ella].

Volviendo a la distinción fondo/forma como ejemplo de la distinción esencia/apariencia, la cual a su vez se fundamenta en la distinción identidad/diferencia: desde el punto de vista de la historicidad esencial de lo real, solo hay diferencias y la identidad sería una construcción intelectual, una “falsificación” (esa es la tesis nietzscheana). Ahora bien, hay “falsificaciones” que se nos aparecen como verdades absolutas, inmediatas; ejemplos básicos los tenemos en las afirmaciones matemáticas más sencillas del tipo “dos y dos son cuatro”. Al margen de la consideración “sincrónica” de esas afirmaciones, ¿en qué medida puede establecerse una identidad “diacrónica” con afirmaciones similares o idénticas pertenecientes a otras épocas históricas o, incluso en el mismo momento histórico, a otras circunstancias personales, sociales, lingüísticas, etc.? Como en el caso de las identidades matemáticas, esa identidad se presenta como inmediata, evidente, y sin embargo conlleva la anulación de las diferencias, su “olvido” en favor del reconocimiento de rasgos esenciales que “trascienden” la historia, las diferencias particulares. Desde el punto de vista “emic” lo que sucede es que detrás de esas concretas realizaciones históricas se esconde una verdad esencial: que dos y dos son cuatro, con independencia de cómo formulemos esa relación matemática. Sin embargo, desde el punto de vista “etic” esa supuesta “verdad esencial” es una construcción a posteriori; no se puede dejar nunca de lado el carácter “constructivo” de cualquier identidad. Estamos dando de lado las diferentes concepciones de la matemática a lo largo de la historia, las diferentes circunstancias y contextos en las que se puede realizar esa afirmación (pedagógicas, filosóficas [como en este caso], etc.). Por supuesto, somos capaces de reconocer una identidad esencial, pero al precio de anular las diferencias.

[Posible conclusión: solo hay identidades “a posteriori”; el hecho de que reconozcamos algunas como “a priori” es una anomalía que debe ser explicada. Dicho de otra forma: solo hay diferencias, el hecho de que reconozcamos identidades es una anomalía que deba ser explicada. Nosotros mismos estamos estableciendo una identidad entre todas las identidades y entre todas las diferencias; afirmamos esa identidad como absoluta, cuando en realidad también es una construcción “a posteriori”. Es imposible salir del círculo.]