La clave del modernismo está en la oposición entre lo particular (lo sensitivo, lo intuitivo, el cuerpo) y lo universal (lo intelectual, lo racional, el espíritu); entre la palabra como ente autónomo y la palabra como concepto, como elemento integrado en un sistema de significaciones (no se trata de la oposición entre significante y significado, porque el significante ya indica la incorporación a un sistema; se trata de otro tipo de oposición más elemental, más esencial) (ésta última oposición sólo se hace primordial en una fase posterior de la modernidad literaria: vanguardias, etc., si bien se hacen notar sus primeros indicios en el modernismo).
La oposición entre lo particular y lo universal se refleja también en la imposibilidad de encontrar una teoría estética común a los escritores del momento; Germán Gullón acierta al señalar que el motivo de esta anarquía se debe a la inexistencia de una teoría metafísica que sostenga a la escritura, pero es más importante señalar que lo decisivo no es la inexistencia de esa metafísica, sino la consciencia de su imposibilidad, y a la vez la necesidad desesperada de dar con ella. De ahí que el escritor esté condenado a buscarse a sí mismo, a renovarse continuamente: el objetivo es tener un estilo (Azorín), una personalidad literaria definida que sea absolutamente individual e intransferible (de ahí que los grandes escritores del momento no hicieran escuela); pero ese mismo objetivo les empuja a una búsqueda perpetua que convierte a su escritura en algo proteico e imposible de inmovilizar, de caracterizar mediante unos determinados rasgos proteicos.
De ahí también lo insatisfactorio de conceptos como “novela lírica” para caracterizar los rasgos de la escritura literaria del momento: es imposible unificar una variedad tal en una serie de rasgos determinados; lo único común es lo negativo, el cambio retórico con el inmediato pasado literario (inmanente a la propia evolución literaria), pero éste es sólo uno de los aspectos: una conceptualización negativa es tan insatisfactoria como la positiva.
Más que por unos rasgos determinados, el modernismo se caracteriza por la localización común de los textos en un mismo espacio conceptual, en el que podemos situar multitud de conflictos intelectuales, estéticos, ideológicos, etc. La clave está en que la caracterización adecuada del modernismo debe basarse en la atención a los conflictos (entre lo particular y lo universal, entre literatura y vida, entre las palabras y las cosas, entre ética y estética, entre lo histórico y lo trascendental, entre lo estático y lo dinámico, entre la identidad y los apócrifos); ese elemento dialéctico siempre está presente en la creación modernista. Aunque una obra determinada parezca indicarnos un posicionamiento claro en esa red de enfrentamientos, lo cierto es que no es más que un simple episodio temporal: lo esencial es una paradoja irresoluble, una lucha perpetua, agónica, unamuniana, imposible de resolver.
El enfrentamiento crítico entre noventayochistas y modernistas es en realidad el reflejo de esa dialéctica básica en el modernismo; el error está en “cosificar” cada uno de los aspectos de esa dialéctica. Pero también sería un error dar una visión sintética en que cada uno de los opuestos se viera “superado” es un elemento integrador: se trata de una dialéctica negativa en el sentido de Adorno, una dialéctica en la que los elementos en lucha (que no tienen por qué ser necesariamente dos) no pueden verse integrados sin que todo el sistema de oposiciones se venga abajo. La síntesis supondría regresar a un posicionamiento metafísico de la literatura y del hombre; la clave de la modernidad está en esa imposibilidad de volver a un estadio anterior, de reconocer y asumir plenamente la escisión que la época moderna ha provocado en la cultura humana.
Por tanto, no cabe definir el modernismo desde una postura crítica “metafísica”, es decir, desde unos postulados epistemológicos que se oponen radicalmente a la esencia misma de la escritura de la época. La única caracterización posible ha de ser paradójica, dinámica, dialéctica, pero sin síntesis.
De ahí también la apariencia que dan los autores de la época de contradecirse en su escritura y en sus opiniones: imposible integrar esas contradicciones en una “unidad esencial de su obra”: lo que realmente le da unidad es el conflicto, la oposición que sólo puede resolverse mediante una yuxtaposición de elementos opuestos (y ello en todos los escritores de la época). Por ejemplo, se habla de Rubén Darío como evolucionando de un formalismo extremo a una preocupación histórica y existencial; pero no se trata de una dualidad cronológica, sino de un conflicto de fondo imposible de integrar en una unidad superior. Se puede decir que es una oposición creadora, en cuanto crea una necesidad de escritura, un ansia de superación a través de la palabra escrita (cuidado: aquí hay otra oposición, entre la palabra y el silencio al constatar sus carencias desde el plano de la acción histórica: la oposición entre el literato y el intelectual).
En resumen: es necesario pasar a nuevas visiones de lo literario que sean realmente adecuadas a ese momento histórico, de forma que no conviertan en estático lo que es esencialmente dinámico, ni en sintético lo que es esencialmente antitético. Las categorías empleadas por la crítica y la historiografía literarias deben respetar los conflictos de la escritura de la época, si no quieren verse convertidos en una “invención” distorsionadora, en una toma de posición frente a los problemas suscitados por esa escritura. La misión de la crítica no es dar respuestas, sino aclarar las preguntas, hacerlas todavía más explícitas de lo que ya eran para los escritores de la época, y ponerlas en conexión con la problemática de nuestro presente. Imposible convertir en metafísica, en concepto, una escritura que surge precisamente de la consciencia de esa imposibilidad.
Imposible recurrir a conceptos como “autor”, “obra”, “estilo” o época para caracterizarlos: imposible reducir los textos a una unidad esencial de sentido. Cualquier “teoría” sobre el modernismo y la modernidad implica de por sí rasgos metafísicos que anulan por completo lo descrito (ya no sólo su potencialidad expresiva en el presente, sino también su significado histórico). La única forma de crítica viable sería una “crítica modernista” del modernismo, una crítica plenamente empática que haga suyas las características paradójicas del modernismo. Lo que debe dominar a esa crítica es el respeto por lo concreto, por lo imposible de reducir a concepto.
Lo que esa crítica supondría es una nueva forma de concebir los estudios literarios, no hacia resultados universalmente admitibles, sino más bien ligada a una concepción hermenéutica
Todo esto se puede aplicar sin mayores problemas a toda la literatura del siglo XX; pero la crítica podría ir más allá: se hace necesaria una crítica modernista del Barroco, del Renacimiento, del Romanticismo, etc., que en lugar de convertir los periodos literarios en simple arqueología, en palabras muertas, nos permitan trazar su conexión con nuestro presente. La misión del crítico no debe ser la de embalsamar cadáveres, sino la de revivirlos (en la medida en que éstos lo permitan), la de convertir en actual lo que es sólo un pasado.
La crítica tradicional es intrínsecamente reaccionaria: crítica de anticuario, que anula las potencialidades del texto. La clave está en poner en conexión la escritura con nuestro actual horizonte de sentido, liberando esas potencialidades. Ni “modernismo” ni “noventayochismo”, sino todo lo contrario, o mejor: todo eso, y más.
Además de la crítica tradicional, nuevas visiones del modernismo desde perspectivas más innovadoras como la sociología de la literatura o las diversas visiones “epocales” también caen en esa modalidad de crítica “conceptualizadora”: se unifican las oposiciones gracias a conceptos como el de “Zeitgeist”, o recurriendo a unas determinadas características sociales que otorgan la unidad deseada: la diversidad de escrituras responde así a unos elementos perfectamente aislables y caracterizables. La unidad de sentido se logra a costa de anularlo: esa es la resistencia básica de la escritura modernista.
Whitman: los hechos frente a los conceptos, las cosas frente a las palabras. Hay un positivismo de fondo (y explícito) presente en todo el modernismo (también en Nietzsche). El fenomenismo positivista va ligado a la reivindicación de la sensación por sí misma, sin ningún concepto universal que lo anule. La literatura del momento hace una lectura peculiar del positivismo, radicalizando su oposición a la metafísica y dándole a esa oposición una dirección estética.
Quizás en nuestros días nos cueste comprender la relevancia histórica del positivismo, precisamente porque sus postulados han pasado a formar parte de nuestra visión del mundo: no nos es fácil comprender la relevancia que tuvo la aparición de una nueva cosmovisión que ahora es moneda común de todos nosotros, que ha pasado a formar parte de nuestro “sentido común”.
No es casual que, coincidiendo con el modernismo, se inicie a través de Frege la moderna filosofía del lenguaje, una de las vetas más fructíferas, originales y características de la filosofía del siglo XX.
Whitman: realmente, una clave del modernismo, quizás su primer representante pleno (más que Baudelaire). Panteísmo, pero no abstracto (como el de Spinoza), sino concreto: obsesión por la sensación pura, crítica de la insuficiencia del lenguaje para dar idea de la riqueza de la realidad (de ahí el recurso continuo a las enumeraciones). Lo concreto es, no sólo lo absoluto, sino además un absoluto eterno e infinito (una infinitud de puntos y de instantes que, sin embargo, no pueden “disolverse” en ningún orden superior).
Importancia, también, de la yuxtaposición en Whitman: enumeración caótica, y algunas contradicciones.
Sin embargo, hay algo que no encaja: Whitman parece ser él mismo esa síntesis de la realidad. ¿Un “universal particular”?