2006.06.26 – Simmel y la aventura; Santiáñez y el modernismo

Simmel sobre la aventura: excelente ensayo perfectamente aplicable al mito de Don Juan. La aventura como el símbolo de la existencia estética (pura forma, el contenido es casi indiferente, si bien la aventura amorosa es el caso paradigmático). Parecido a la visión de Kierkegaard. La aventura como una entidad autónoma, plena de sentido dentro del continuo de nuestra vida (en Barthes también aparece esta idea). Relación aventura – estética – modernidad. Lo mismo sucede con la moda: comparte con la aventura su aspecto puramente formal, su esencia está más allá de los contenidos particulares que adopte.

Nil Santiáñez: excelente!!!

Crítica de las visiones tradicionales del modernismo hispánico (también de las epocales y de la asimilación con el Modernism) por su carácter esencialista: el modernismo siempre aparece como una entidad sustancial identificable por una serie de rasgos compartidos y de una concreción histórica muy específica. Santiáñez propone una visión del modernismo como un modo de escritura que puede localizarse ya en obras como el Quijote.

Lo más interesante es el enfoque, directamente metodológico. El problema historiográfico no se resolverá sin una imprescindible clarificación de las confusiones de método que se han consagrado en la crítica del modernismo como resultado de la confrontación con el paradigma noventayochista.

2006.06.24 – Foucault, la Escuela de Frankfurt y la Historia

Enlace entre Foucault y los frankfurtianos: crítica de la modernidad, del pensamiento platónico (metafísico), “ontología del presente”, etc. Lo que les diferencia es el método, los referentes (tradición germánica en Frankfurt, tradición francesa (fenomenológica y metacientífica) en Foucault) y, sobre todo, la retórica. Pero perciben los mismos problemas y plantean soluciones en la misma dirección: la necesidad de superar la praxis histórica de los ideales de la Ilustración (en realidad, no se critica tanto esos ideales como su resolución histórica).

Historicismo radical de Foucault: todo es historia, y por ello el concepto tradicional, académico, de Historia no es viable, es necesario huir de cualquier tipo de apriorismo, de cualquier concepto suprahistórico, de cualquier noción de orden, de cualquier teleología: una historia de “acontecimientos”.

2006.06.19 – Visiones y actualidad del modernismo

Shaw es un ejemplo de cómo se puede ofrecer una visión del Fin de Siglo a la vez epocal y enfrentista: modernistas y noventayochistas aparecen como dos posibilidades de enfrentarse a través de la escritura a la crisis de valores heredada del romanticismo. Es falso el que la visión epocal implique necesariamente la superación del enfrentismo: la unidad del “Zeitgeist” no implica una unidad paralela de la creación literaria de la época. Hay un mismo espacio de posibilidades, y multitud de orientaciones distintas, sin que quepa reducirlas a una unidad en cuanto a sus características temáticas o formales.

Pero esta misma integración de la postura enfrentista dentro de una concepción epocal está presente en los análisis particulares de otros autores, bajo la forma de la dualidad entre “intelectual” y “artista”. Decir que los escritores de la época eran ambas cosas a la vez (“todos modernistas, todos noventayochistas” (Cardwell)) es un error que oculta la tensión característica de todo el arte moderno: la dialéctica entre el compromiso histórico y la aspiración a un arte autónomo. No se trata de una simple polarización, de forma que los autores de la época quedarían clasificados sin más en uno de los dos grupos: ese es el auténtico error del paradigma enfrentista. El problema no se soluciona suprimiendo esa oposición, sino considerándola más como algo así como un par de ejes de un diagrama cartesiano, en el que se sitúan las propuestas artísticas del momento.

Tienen razón los críticos del enfrentismo, pero también la tienen los que afirman que la oposición entre modernistas y noventayochistas se ha hecho imprescindible incluso para los que pretenden negarla (Vilanova). La solución está en considerar de un modo distinto esa oposición: es una gradación, y no una oposición absoluta.

Lo que se presenta en obras como la de Díaz-Plaja es una simplificación extrema, pero que está basada en una realidad incuestionable. De la misma forma que, en la teoría biológica en que se basa Díaz-Plaja, la personalidad humana integra en diversa medida aspectos masculinos y femeninos, podría decirse que los autores de la época integran elementos esteticistas y de compromiso, pero en diversa medida (y en diversas etapas de su trayectoria).

El carácter problemático del modernismo español seguirá en pie mientras sigamos manteniéndonos en la misma dimensión histórica: que el modernismo sea un problema significa que el modernismo sigue siendo actual. El reciente centenario del 98 lo ha puesto en evidencia: aunque ya parecía definitivo el triunfo académico de la superación del enfrentismo, éste puede considerarse el triunfador de la batalla en la medida en que se ha hecho ver de forma inesperada. La “reacción” no sólo académica, sino también ideológica, es paralela a la reacción política que tenía lugar en esos momentos. Pero una consideración directa y explícitamente política de la crítica y la historia literarias actuales es tabú: imposible hablar de “críticos de derechas” y “críticos de izquierdas”. Quizás un menor miedo a la confrontación ideológica directa contribuiría a hacer explícitas las posiciones ideológicas que sostienen a la visión de la literatura del momento. Podemos verlo ahora con la crítica de mediados de siglo, con el enfretamiento entre Díaz-Plaja y Gullón. La posición política del investigador es indispensable para abordar este tipo de cuestiones: imposible ser neutral.

Pero conviene precisar cuales son las dos posturas ideológicas en enfrentamiento: por un lado, los “ultras” del compromiso político, ya sean de izquierdas o de derechas; por otro, los que comprenden el inmenso valor subversivo del esteticismo puro y duro. La reconsideración del modernismo en la crítica del siglo XX es, principalmente, una reivindicación del esteticismo y de sus potencialidades políticas.

El esteticismo entendido en el sentido romántico-idealista, ese es el ejemplo  paradigmático de una exposición de la estética como vehículo revolucionario, incluso como la auténtica vía para alcanzar el ideal utópico. Hoy no aspiramos a tanto, pero el esteticismo se nos sigue apareciendo como la principal vía para una auténtica transformación del hombre: sólo cambiando al hombre cambiaremos la estructura social.

Pero al hablar del esteticismo no nos referimos a la caricatura elaborada por sus detractores: formalismo, escapismo, etc. Una aliteración es puro compromiso político: una exaltación de los sentidos, el uso del lenguaje para algo que va mucho más allá de los límites burocráticos que nuestro modelo social le impone.

Esto no es nuevo, es ya viejo: esa es la postura de los novísimos (si es que realmente existen): Villena, Gimferrer, etc. Ese es el sentido de la defensa del modernismo a partir de los años 70. (En realidad, todo esto coincide con la postura de Cardwell).

(Estoy cayendo en la misma oposición que quiero superar).

2006.06.02 – Modernismo y belleza. Conocimiento y prejuicios

Habría que considerar la viabilidad actual de la religión de la belleza. De su pervivencia depende el que podamos seguir considerando a Darío como un contemporáneo.

Los críticos tienden a leer la presencia del culto a la belleza en el modernismo de forma distorsionada y conveniente a sus intereses teóricos. En realidad, no hay que leer nada, no hay que interpretarlo conforme a ningún modelo teórico (óptica de compromiso político, etc.). Es tal y como se expresa, y como tal hay que aceptarlo.

Lo mejor de Kuhn y de Foucault es que hacen ver con claridad los prejuicios y apriorismos que se esconden detrás de cualquier tipo de posicionamiento teórico. La misión del filósofo es la de leer entre líneas, realizar el “desocultamiento” que nos permita superar la inocencia e ingenuidad congénitas al hombre de conocimiento.

En la postmodernidad hemos comprendido, por fin, que el conocimiento nunca es desinteresado, que siempre tiene implicaciones políticas (Kuhn no tematiza ese elemento, pero puede incluirse dentro de su modelo: forma parte de la influencia de la empiria histórico-social sobre la creación científica). Pero ese elemento político, de poder, no hay que entenderlo en su sentido vulgar, cotidiano, sino en el sentido que le da Foucault: relaciones de micro-poder imbricadas dentro de los discursos teóricos. La postmodernidad significa la madurez de la modernidad, la pérdida de la inocencia: no es tanto la destrucción de sus presupuestos, como la toma de conciencia de sus limitaciones y condicionamiento: imposibilidad de un sujeto puro (trascendental) de conocimiento, imposibilidad de un discurso que trascienda los intereses presentes en su “procedencia” (no en su origen), etc.

¿Y qué nos queda para el futuro?

No es posible dar marcha atrás, o hacer tabula rasa con los últimos cinco siglos de historia. Tenemos que asumir nuestra herencia, nuestros “prejuicios”, tomar consciencia de ellos.

2006.05.29 – Modernismo, estudios literarios, positivismo, Whitman

La clave del modernismo está en la oposición entre lo particular (lo sensitivo, lo intuitivo, el cuerpo) y lo universal (lo intelectual, lo racional, el espíritu); entre la palabra como ente autónomo y la palabra como concepto, como elemento integrado en un sistema de significaciones (no se trata de la oposición entre significante y significado, porque el significante ya indica la incorporación a un sistema; se trata de otro tipo de oposición más elemental, más esencial) (ésta última oposición sólo se hace primordial en una fase posterior de la modernidad literaria: vanguardias, etc., si bien se hacen notar sus primeros indicios en el modernismo).

La oposición entre lo particular y lo universal se refleja también en la imposibilidad de encontrar una teoría estética común a los escritores del momento; Germán Gullón acierta al señalar que el motivo de esta anarquía se debe a la inexistencia de una teoría metafísica que sostenga a la escritura, pero es más importante señalar que lo decisivo no es la inexistencia de esa metafísica, sino la consciencia de su imposibilidad, y a la vez la necesidad desesperada de dar con ella. De ahí que el escritor esté condenado a buscarse a sí mismo, a renovarse continuamente: el objetivo es tener un estilo (Azorín), una personalidad literaria definida que sea absolutamente individual e intransferible (de ahí que los grandes escritores del momento no hicieran escuela); pero ese mismo objetivo les empuja a una búsqueda perpetua que convierte a su escritura en algo proteico e imposible de inmovilizar, de caracterizar mediante unos determinados rasgos proteicos.

De ahí también lo insatisfactorio de conceptos como “novela lírica” para caracterizar los rasgos de la escritura literaria del momento: es imposible unificar una variedad tal en una serie de rasgos determinados; lo único común es lo negativo, el cambio retórico con el inmediato pasado literario (inmanente a la propia evolución literaria), pero éste es sólo uno de los aspectos: una conceptualización negativa es tan insatisfactoria como la positiva.

Más que por unos rasgos determinados, el modernismo se caracteriza por la localización común de los textos en un mismo espacio conceptual, en el que podemos situar multitud de conflictos intelectuales, estéticos, ideológicos, etc. La clave está en que la caracterización adecuada del modernismo debe basarse en la atención a los conflictos (entre lo particular y lo universal, entre literatura y vida, entre las palabras y las cosas, entre ética y estética, entre lo histórico y lo trascendental, entre lo estático y lo dinámico, entre la identidad y los apócrifos); ese elemento dialéctico siempre está presente en la creación modernista. Aunque una obra determinada parezca indicarnos un posicionamiento claro en esa red de enfrentamientos, lo cierto es que no es más que un simple episodio temporal: lo esencial es una paradoja irresoluble, una lucha perpetua, agónica, unamuniana, imposible de resolver.

El enfrentamiento crítico entre noventayochistas y modernistas es en realidad el reflejo de esa dialéctica básica en el modernismo; el error está en “cosificar” cada uno de los aspectos de esa dialéctica. Pero también sería un error dar una visión sintética en que cada uno de los opuestos se viera “superado” es un elemento integrador: se trata de una dialéctica negativa en el sentido de Adorno, una dialéctica en la que los elementos en lucha (que no tienen por qué ser necesariamente dos) no pueden verse integrados sin que todo el sistema de oposiciones se venga abajo. La síntesis supondría regresar a un posicionamiento metafísico de la literatura y del hombre; la clave de la modernidad está en esa imposibilidad de volver a un estadio anterior, de reconocer y asumir plenamente la escisión que la época moderna ha provocado en la cultura humana.

Por tanto, no cabe definir el modernismo desde una postura crítica “metafísica”, es decir, desde unos postulados epistemológicos que se oponen radicalmente a la esencia misma de la escritura de la época. La única caracterización posible ha de ser paradójica, dinámica, dialéctica, pero sin síntesis.

De ahí también la apariencia que dan los autores de la época de contradecirse en su escritura y en sus opiniones: imposible integrar esas contradicciones en una “unidad esencial de su obra”: lo que realmente le da unidad es el conflicto, la oposición que sólo puede resolverse mediante una yuxtaposición de elementos opuestos (y ello en todos los escritores de la época). Por ejemplo, se habla de Rubén Darío como evolucionando de un formalismo extremo a una preocupación histórica y existencial; pero no se trata de una dualidad cronológica, sino de un conflicto de fondo imposible de integrar en una unidad superior. Se puede decir que es una oposición creadora, en cuanto crea una necesidad de escritura, un ansia de superación a través de la palabra escrita (cuidado: aquí hay otra oposición, entre la palabra y el silencio al constatar sus carencias desde el plano de la acción histórica: la oposición entre el literato y el intelectual).

En resumen: es necesario pasar a nuevas visiones de lo literario que sean realmente adecuadas a ese momento histórico, de forma que no conviertan en estático lo que es esencialmente dinámico, ni en sintético lo que es esencialmente antitético. Las categorías empleadas por la crítica y la historiografía literarias deben respetar los conflictos de la escritura de la época, si no quieren verse convertidos en una “invención” distorsionadora, en una toma de posición frente a los problemas suscitados por esa escritura. La misión de la crítica no es dar respuestas, sino aclarar las preguntas, hacerlas todavía más explícitas de lo que ya eran para los escritores de la época, y ponerlas en conexión con la problemática de nuestro presente. Imposible convertir en metafísica, en concepto, una escritura que surge precisamente de la consciencia de esa imposibilidad.

Imposible recurrir a conceptos como “autor”, “obra”, “estilo” o época para caracterizarlos: imposible reducir los textos a una unidad esencial de sentido. Cualquier “teoría” sobre el modernismo y la modernidad implica de por sí rasgos metafísicos que anulan por completo lo descrito (ya no sólo su potencialidad expresiva en el presente, sino también su significado histórico). La única forma de crítica viable sería una “crítica modernista” del modernismo, una crítica plenamente empática que haga suyas las características paradójicas del modernismo. Lo que debe dominar a esa crítica es el respeto por lo concreto, por lo imposible de reducir a concepto.

Lo que esa crítica supondría es una nueva forma de concebir los estudios literarios, no hacia resultados universalmente admitibles, sino más bien ligada a una concepción hermenéutica

Todo esto se puede aplicar sin mayores problemas a toda la literatura del siglo XX; pero la crítica podría ir más allá: se hace necesaria una crítica modernista del Barroco, del Renacimiento, del Romanticismo, etc., que en lugar de convertir los periodos literarios en simple arqueología, en palabras muertas, nos permitan trazar su conexión con nuestro presente. La misión del crítico no debe ser la de embalsamar cadáveres, sino la de revivirlos (en la medida en que éstos lo permitan), la de convertir en actual lo que es sólo un pasado.

La crítica tradicional es intrínsecamente reaccionaria: crítica de anticuario, que anula las potencialidades del texto. La clave está en poner en conexión la escritura con nuestro actual horizonte de sentido, liberando esas potencialidades. Ni “modernismo” ni “noventayochismo”, sino todo lo contrario, o mejor: todo eso, y más.

Además de la crítica tradicional, nuevas visiones del modernismo desde perspectivas más innovadoras como la sociología de la literatura o las diversas visiones “epocales” también caen en esa modalidad de crítica “conceptualizadora”: se unifican las oposiciones gracias a conceptos como el de “Zeitgeist”, o recurriendo a unas determinadas características sociales que otorgan la unidad deseada: la diversidad de escrituras responde así a unos elementos perfectamente aislables y caracterizables. La unidad de sentido se logra a costa de anularlo: esa es la resistencia básica de la escritura modernista.

Whitman: los hechos frente a los conceptos, las cosas frente a las palabras. Hay un positivismo de fondo (y explícito) presente en todo el modernismo (también en Nietzsche). El fenomenismo positivista va ligado a la reivindicación de la sensación por sí misma, sin ningún concepto universal que lo anule. La literatura del momento hace una lectura peculiar del positivismo, radicalizando su oposición a la metafísica y dándole a esa oposición una dirección estética.

Quizás en nuestros días nos cueste comprender la relevancia histórica del positivismo, precisamente porque sus postulados han pasado a formar parte de nuestra visión del mundo: no nos es fácil comprender la relevancia que tuvo la aparición de una nueva cosmovisión que ahora es moneda común de todos nosotros, que ha pasado a formar parte de nuestro “sentido común”.

No es casual que, coincidiendo con el modernismo, se inicie a través de Frege la moderna filosofía del lenguaje, una de las vetas más fructíferas, originales y características de la filosofía del siglo XX.

Whitman: realmente, una clave del modernismo, quizás su primer representante pleno (más que Baudelaire). Panteísmo, pero no abstracto (como el de Spinoza), sino concreto: obsesión por la sensación pura, crítica de la insuficiencia del lenguaje para dar idea de la riqueza de la realidad (de ahí el recurso continuo a las enumeraciones). Lo concreto es, no sólo lo absoluto, sino además un absoluto eterno e infinito (una infinitud de puntos y de instantes que, sin embargo, no pueden “disolverse” en ningún orden superior).

Importancia, también, de la yuxtaposición en Whitman: enumeración caótica, y algunas contradicciones.

Sin embargo, hay algo que no encaja: Whitman parece ser él mismo esa síntesis de la realidad. ¿Un “universal particular”?

2006.04.16 – Crisis de la modernidad, compromiso y evasión, nihilismo

Pessoa (o Álvaro de Campos): su visión de la crisis de la modernidad está dentro de la tradición nietzscheana (reaccionaria). La causa de la crisis está en el cristianismo-platonismo. El sensacionismo surge como reacción frente al triunfo de lo abstracto.

La escisión entre modernismo y noventayochismo responde a la dialéctica compromiso / evasión surgida en el ambiente cultural europeo a partir de la coyuntura política de los años 20 (comunismo / fascismo), que seguiría vigente hasta, prácticamente, la caída del muro de Berlín (antes ya había comenzado el desgaste: los “nuevos conservadores” son en realidad una tercera vía).

Quizás el nihilismo no sea un “destino”: aceptarlo como tal es creer en un nuevo meta-relato. Quizás forme parte de la misma esencia del nihilismo el existir como destino. Quizás superar el nihilismo implique romper con la idea de “destino”. Quizás la clave esté en romper la dicotomía entre libertad y destino: esa sería la única forma de salir de nuestra “tragedia”.

Que la vida sea un “caos” o un “devenir” no es más que una hipótesis a priori.

Nietzsche y sus seguidores consideran al lenguaje, al logos, a la Razón, como un simple instrumento para organizar el “caos” de la vida; la crisis de la modernidad se produce cuando se nos revela la imposibilidad de esa tarea.

Esa visión del logos es deudora del Racionalismo, es una consecuencia de aquello que quiere negar. La crisis se resuelve en cuanto aceptamos que el logos, las ideas, el lenguaje, son tan caóticos como la vida misma. En eso consiste el nihilismo: ya no hay jerarquía entre las palabras y las cosas, ambas están al mismo nivel. (No es que la mentira esté inscrita en la estructura misma del lenguaje: hay que prescindir del concepto mismo de “mentira”, tan irrelevante como el de “verdad”). De ahí el constructivismo esencial a una cultura nihilista: los signos tienen valor de cosas (los signos SON las cosas).

¿Pero no es esto una forma extrema de idealismo? ¿El “imperio del sentido” denunciado por Rubert?

Lo que se necesita es un nuevo paradigma. Quizás el paradigma nihilista sea el único válido en nuestro momento histórico. Pero quizás sólo construyendo un nuevo paradigma podremos superar el nihilismo; quizás sólo gracias a esa creación podamos superar nuestro momento histórico. Ese nuevo paradigma debe redefinir el papel del lenguaje en nuestra existencia, prescindiendo de cualquier ansia de totalización.

(No, no es eso)

(El nuevo paradigma debe mostrar la irrelevancia de cualquier paradigma, incluido el nihilista: el nihilismo no es un destino, es una opción más entre otras. El problema no está en ser nihilista: el problema está en ver el nihilismo como la única posibilidad.)

(Problema imposible de resolver: ¿quizás sea realmente el fin de la filosofía? Pero no es el fin de la vida, ni de la historia: hay que ir más allá de la filosofía. Pero, ¿hacia dónde?).

Quizás pueda analizarse la crisis de fin de siglo como resultado de un conflicto ético: la moral burguesa frente a la aristocrática. Se impone el respeto a la ley, la igualdad de derechos, el “democratismo” moral; se condena cualquier forma de heterodoxia: el aristocratismo está excluido de una sociedad racionalizada.

2006.04.15 – Gracián y la cultura. Lenguaje y sensación

Gracián: “El hombre culto vive más” – ¡Es cierto! Pero lo es no porque la cultura sea un fin en sí mismo, sino porque la cultura nos hace valorar en su justa medida nuestras sensaciones, el mundo de lo concreto, todo lo que no es ajeno a ella. Las ideas no son fines del conocimiento: son medios para una mejor comprensión de lo real, de lo concreto.

“Sensación”: palabra abstracta, que designa algo absolutamente concreto, e irreductible a cualquier clase de universal. El lenguaje es incapaz de decir lo que quiero decir. (Experiencia casi prototípica de la modernidad: artículo de McGuirk).

Pero eso a lo que el lenguaje no puede acceder es accesible a nuestros sentidos. El desarrollo de nuestro idealismo ha ido acompañado de un aumento de la receptividad sensorial: sentimos más porque pensamos más.