Gustavo Bueno, El sentido de la vida, p. 8: la “filosofía mundana” como opuesta a la “filosofía académica”. “La «filosofía mundana» brota del tráfico propio de la vida política, científica, incluso religiosa (en ciertos estadios de su desarrollo) y, sobre todo, la filosofía mundana no se expresa por medio de «lecciones» o de «lecturas». Son «lecturas» [las que forman el libro] que están más cerca, indudablemente, de la «filosofía académica», pero siempre que no se interprete este concepto (como es frecuente) como un sinónimo de la «filosofía universitaria».
Por filosofía académica entendemos nosotros, con todo el derecho que nos confiere la historia, la filosofía de tradición platónica. Platón fue el fundador de la Academia, y con ella, de un método característico de filosofar: el método dialéctico. Un método que comporta, entre otras cosas, la exposición del «estado de la cuestión» en el presente (científico, político, religioso, &c.), la determinación de las diversas alternativas (generalmente en la forma de una taxonomía de teorías, o, en general, de una «teoría de teorías» pertinente) y el análisis crítico de todas ellas, tomando partido, si es posible, por alguna, bien sea atraídos por la evidencia intrínseca de sus fundamentos positivos, bien sea huyendo de la debilidad de los fundamentos que apreciemos en las alternativas rechazadas.
Platón, en la Academia, instituyó el método formal de proceder de una filosofía que, hasta entonces, se había manifestado «informalmente» en la plaza pública, como «filosofía mundana». Sócrates es la encarnación más pura de este modo «mundano» de filosofar. Un modo mundano que no podía acabar con Sócrates: de hecho renace una y otra vez en cualquier tiempo. Pero también es verdad que esta misma filosofía mundana inspira, desde su propio ejercicio, la conveniencia de crear instituciones (o de reutilizar instituciones ya establecidas, [p. 9] incluyendo aquí la casa de Calias) como espacios capaces de favorecer y desarrollar su propia vida. El mismo Sócrates había hablado ya, aunque irónicamente, de esta conveniencia:
«Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor, y que necesita tener ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas.» (Platón, Apología de Sócrates, 36d)
Lo había dicho irónicamente, como previendo que la «institucionalización» de la filosofía abriría una dialéctica en virtud de la cual la «conveniencia» llevaría aparejada, como el reverso al anverso, una «inconveniencia» de alcance muy diverso, y, en el límite, la de-generación de la filosofía, a partir precisamente del «cierre sobre ella misma» (o, lo que es lo mismo, a partir de su alejamiento de la filosofía mundana del presente). A este «cierre sobre sí misma» podrá llegar la filosofía institucionalizada de muchas maneras: la primera, por la vía del dogmatismo; la segunda por la vía del engolfamiento en su propia tradición histórica. Estas dos vías permitirían hacer creer a la filosofía institucionalizada que ella, viviendo exenta del presente que la envuelve, puede alimentarse de sí misma, de sus principios axiomáticos o de su misma sustancia histórica.
En cualquier caso, será preciso constatar que, en muy poco tiempo, el proceso de institucionalización de la filosofía iniciado por la Academia platónica fue extendiéndose a un ritmo constante. Todo sucedió como si el propio poder político hubiese atendido a la irónica propuesta de Sócrates. En Alejandría, en Roma, en el Imperio de Oriente (sin perjuicio del paréntesis abierto por Justiniano) y, desde luego, en el ámbito de la Iglesia católica o del Islam, la filosofía fue institucionalizándose en formas cada vez más rígidas, como filosofía escolástica. Dicho de otro modo: alcanzó la situación de una «filosofía administrada» por las instituciones privadas, por las instituciones públicas o por las eclesiásticas.
A diferencia de la «espontánea» y, por así decir, arbitraria o asistemática forma propia del filosofar mundano (a partir de la política, de la ciencia, de la medicina, del ejercicio de la abogacía, &c.), la filosofía fue «sometida» a una organización sistemática, a una «programación», a una ratio studiorum, que no tendríamos tampoco por qué descalificar a priori, desde el punto de vista filosófico. Por el contrario, la filosofía administrada, como resultado de una dialéctica propia, habrá contribuido decisivamente a alcanzar el rigor y la precisión en los análisis de las ideas que la historia nos ha arrojado, y que son inalcanzables en su vida mundana. Pero, simultáneamente, la tendencia de la filosofía administrada a aislarse de la filosofía mundana del presente (que es siempre fuente suya) y la tendencia a acogerse a los intereses de la «Administración» que la ha incorporado a sus fines propios, orientará su evolución hacia formas anquilosadas y la conver- [p. 10] tirá en vehículo meramente ideológico (aun cuando tampoco se reduzca, en modo alguno, a este servicio). No puede olvidarse que esa serie de grandes filósofos que son considerados habitualmente como los fundadores de la filosofía moderna (Francisco Bacon, Descartes, Espinosa, Leibniz, &c.) actuaron al margen de la «filosofía administrada», concretamente al margen de la Universidad. Ni Bacon, ni Descartes, ni Espinosa, ni Leibniz fueron «filósofos universitarios».
Ahora bien: la misma dialéctica que determinó la constitución de la filosofía como «filosofía administrada» determina también la tendencia a una diversificación de la filosofía, en este régimen, en dos direcciones hasta cierto punto divergentes: la que conduce a su «ensimismamiento» (si puede hablarse así) en el conjunto de la sociedad que la sostiene, y la que conduce a su «apertura» constante hacia esa misma sociedad.
La «filosofía ensimismada», como institución administrada (y tendiente por cierto hacia la autoadministración), es la que cree poder nutrirse de su propia sustancia, de sus principios o de su historia; la que confía que el decurso de su desarrollo autónomo será el proceso mismo de una progresiva aproximación «a la verdad».
La «filosofía abierta» actuará, en cambio, con la voz dirigida, desde el principio, hacia el público que la rodea.
Las formas sociológicas e históricas en las que se manifiestan estas dos direcciones de la «filosofía administrada» son muy diversas; pero sólo tomaremos en cuenta aquí las formas hoy más notorias o significativas (en España y en otros muchos países europeos), a saber, la Universidad y las Instituciones (o Institutos) de Enseñanza secundaria. No se trata de establecer una correspondencia biunívoca, pero sí de subrayar que, por estructura, la filosofía administrada por la Universidad tiende a «ensimismarse», mientras que la filosofía administrada por las Instituciones secundarias, tiende a «abrirse». Y estas tendencias (decimos: tendencias) se explican muy bien desde nuestras premisas:
La filosofía universitaria, que en modo alguno debe confundirse con la filosofía académica, tiende, por estructura, a ser una filosofía «de profesores para profesores». Y ello debido a que el público que acude a sus aulas es, en su inmensa mayoría, un público formado por futuros profesores que, aun cuando no vayan a dedicarse a la Universidad, sin embargo está formándose en un ambiente en el cual las exposiciones, los análisis, los debates, las publicaciones, se mantienen en el círculo de los profesores de filosofía que conviven con otros profesores de filosofía. Es obvio que esta situación es la que hace posible el cultivo, cada vez más refinado, de un saber de especialistas, que es, o tiene que ser, eminentemente doxográfico-filológico, precisamente para que el «ensimismamiento» pueda mantenerse y alimentarse con las realizaciones propias (que, de otro modo, desde luego, no se producirían).
La filosofía administrada por las Instituciones consagradas a la enseñanza secundaria, en cambio, se dirige a un público en principio no definido profesionalmente. Esto significa que el público de los Institutos representa en realidad «a toda la nación», simbolizada en los jóvenes que todavía no se han profesionalizado. La enseñanza secundaria obligatoria así lo reconoce de hecho: el Instituto [p. 11] es un fractal de la Nación. En él, el «profesor de filosofía» no puede vivir ensimismado en el círculo de los profesores de filosofía, sino que se ve obligado a con-vivir con profesores de otras disciplinas científicas o literarias. Y sus alumnos no son futuros profesores de filosofía, sino futuros electricistas, sacerdotes, médicos, políticos, aviadores, militares, empresarios… o desempleados.
La gran dificultad estriba en acertar con fórmulas capaces de representar el sentido exacto de las diferencias entre estas dos formas de la filosofía administrada, porque los peligros de aplicar al caso fórmulas inadecuadas, que todo lo confunden, son muy grandes. Subrayamos los dos siguientes:
El primer peligro es el utilizar la distinción entre los conceptos de filosofía académica y filosofía mundana para expresar la diferencia entre los dos modos de comportarse la filosofía administrada, como si la «filosofía universitaria» fuese precisamente la filosofía académica, mientras que la «filosofía abierta» debiera entenderse como una filosofía mundana. Sin duda, así lo entienden algunos profesores de filosofía, que tratan a sus alumnos como si fueran las fuentes de la verdadera sabiduría ética o metafísica. Pero, según lo que hemos dicho, no hay ninguna razón para que la «filosofía abierta» no sea, y no deba ser también, filosofía académica.
El segundo peligro es acaso todavía mayor. Procede de la utilización de la distinción, común en la «administración de las disciplinas científicas», entre un nivel universitario (el propiamente científico, al menos en teoría) y un nivel medio (en el que la ciencia deja paso a la divulgación y, a lo sumo, a la formación general de los futuros investigadores).
De acuerdo con este criterio es frecuente sobrentender que la filosofía universitaria representa el «nivel superior» (auténticamente filosófico o, acaso, incluso científico) mientras que a la filosofía del Instituto le corresponderá sólo el nivel propio de la divulgación de los estudios superiores.
La confusión que este modo de entender las relaciones entre las dos formas de la filosofía administrada que hemos distinguido es fatal. El profesor de filosofía de Instituto que se guíe por este modo de entender, tenderá a condensar los contenidos universitarios (prácticamente: su doxografía) y verá cómo fracasa en el intento una y otra vez. Y lo que es peor: si dice tener, como es frecuente, «vocación filosófica», verá sus tareas en la enseñanza media como una simple pérdida de tiempo: su «vocación» o «misión» de filósofo no tiene que ver nada, pensará, con la «cura de almas adolescentes», sino con la «investigación»; y ésta ha de hacerla en la Universidad o, por lo menos, fuera del Instituto. Muchos profesores de filosofía se consideran fracasados como filósofos precisamente por tener que permanecer ligados al Instituto.
Es necesario destruir por completo semejantes esquemas confusionarios. La filosofía no es una ciencia: por consiguiente, no cabe distinguir en ella un nivel de «investigación» y un nivel de «divulgación». Cuando la filosofía se hace «ciencia» es precisamente cuando deja de ser filosofía, convirtiéndose en filología o en doxografía (una especialidad, por otro lado, imprescindible). Y deja de ser filosofía en virtud de la dialéctica interna de la que ya hemos hablado: su necesario alejamiento de las fuentes mundanas, elementales; alejamiento simultáneo al pro- [p. 12] ceso de com-posición [sic] o análisis de unas ideas o sistemas, dadas por la tradición, con otras ideas o sistemas. Por tanto, por su tendencia al alejamiento de los principios «elementales» a medida que ella se interna en las construcciones ya formadas sobre tales elementos.
Pero ocurre que la filosofía no puede jamás alejarse de sus «elementos», de los orígenes que alientan siempre en su «presente». A estos elementos regresa una y otra vez la filosofía mundana que desde el presente percibe el proceso de constitución de Ideas «originales» actuales (es decir, determinadas por el presente, sean nuevas, sean idénticas a otras Ideas del pretérito). Y, en régimen de filosofía administrada, la situación más favorable para este regressus a los elementos, que nada tiene que ver en principio con una «divulgación», es precisamente la situación en la que, por institución, ella se orienta «hacia la nación», y no hacia los otros profesores de filosofía.
Según esto, el profesor de filosofía que se enfrenta con jóvenes que ya han alcanzado «la edad de la razón», no tiene por qué pensar que está apartándose de la investigación filosófica, abrumado por unas obligaciones de humilde divulgación «para principiantes». Porque los principiantes que tiene delante son precisamente los que le obligan a él a regresar continuamente a los elementos, y, por tanto, a filosofar en el sentido más genuino. Al «formar» el juicio de los jóvenes, reforma sus propios juicios filosóficos, los cambia o los corrobora. Otra cosa es que pueda llevar adelante una misión de semejante importancia; más fácil es atribuirse la misión de divulgador de unos saberes especializados que, cuando el divulgados tiene deseos de trabajar, incrementará cada día, a la vez que comprobará la imposibilidad de transmitirlos, ahora sí, por falta de tiempo, y porque está tratando con principiantes.
Es ahora cuando se hace posible definir mejor el significado que hemos querido dar a las lecturas filosóficas (como género característico de prosa filosófica) contenidas en este libro. Estas Lecturas, en cuanto proceden de lecciones, están redactadas desde la perspectiva de una filosofía administrada, pero no propiamente desde aquella que está orientada a la in-formación de futuros profesores de filosofía, sino la que se orienta a la con-formación del público en general. No son, por tanto, lecturas de divulgación; no tienden sólo a reexponer ideas ya conocidas (en ocasiones incluso se presentan como ideas «nuevas»). Pretenden plantear las cuestiones titulares en toda su amplitud, del modo más elemental (es decir, por tanto, más profundo) posible, siguiendo el método dialéctico de la Academia platónica al que los siglos han ido confiriendo una intensa coloración escolástica.”