2012.08.23 – Sobre lo obvio

Carácter ilusorio y subjetivo de la “obviedad” de cualquier conocimiento: una afirmación es obvia a condición de que no lo sean los presupuestos teóricos y epistemológicos que ella misma presupone. Puede ponerse en relación con el carácter subjetivo, casi se podría llamar “estético”, de los atributos de claridad y distinción que, según Descartes, permiten reconocer al conocimiento verdadero. Quizás esa atribución de valor epistemológico a unos atributos más propios del juicio estético (artes, literatura) deba atribuirse a la todavía no conseguida autonomía del conocimiento científico frente a las “ciencias humanas”, esto es, la pervivencia de la concepción “escolástica” del conocimiento, como algo procedente de los libros antes que de la experiencia. Con ello Descartes muestra su posición “entre dos mundos”, el medieval y el moderno, tan presente en otros rasgos de su obra.

Cualquiera que hoy en día considere la obviedad como un signo de verdad se sitúa en unas coordenadas epistemológicas premodernas: se atribuye a una valoración subjetiva la condición de expresión de una realidad extrasubjetiva.

2012.08.11 – Una cita de Gustavo Bueno: filosofía mundana y filosofía académica

Gustavo Bueno, El sentido de la vida, p. 8: la “filosofía mundana” como opuesta a la “filosofía académica”. “La «filosofía mundana» brota del tráfico propio de la vida política, científica, incluso religiosa (en ciertos estadios de su desarrollo) y, sobre todo, la filosofía mundana no se expresa por medio de «lecciones» o de «lecturas». Son «lecturas» [las que forman el libro] que están más cerca, indudablemente, de la «filosofía académica», pero siempre que no se interprete este concepto (como es frecuente) como un sinónimo de la «filosofía universitaria».

Por filosofía académica entendemos nosotros, con todo el derecho que nos confiere la historia, la filosofía de tradición platónica. Platón fue el fundador de la Academia, y con ella, de un método característico de filosofar: el método dialéctico. Un método que comporta, entre otras cosas, la exposición del «estado de la cuestión» en el presente (científico, político, religioso, &c.), la determinación de las diversas alternativas (generalmente en la forma de una taxonomía de teorías, o, en general, de una «teoría de teorías» pertinente) y el análisis crítico de todas ellas, tomando partido, si es posible, por alguna, bien sea atraídos por la evidencia intrínseca de sus fundamentos positivos, bien sea huyendo de la debilidad de los fundamentos que apreciemos en las alternativas rechazadas.

Platón, en la Academia, instituyó el método formal de proceder de una filosofía que, hasta entonces, se había manifestado «informalmente» en la plaza pública, como «filosofía mundana». Sócrates es la encarnación más pura de este modo «mundano» de filosofar. Un modo mundano que no podía acabar con Sócrates: de hecho renace una y otra vez en cualquier tiempo. Pero también es verdad que esta misma filosofía mundana inspira, desde su propio ejercicio, la conveniencia de crear instituciones (o de reutilizar instituciones ya establecidas, [p. 9] incluyendo aquí la casa de Calias) como espacios capaces de favorecer y desarrollar su propia vida. El mismo Sócrates había hablado ya, aunque irónicamente, de esta conveniencia:

«Por consiguiente, ¿qué merezco que me pase por ser de este modo? Algo bueno, atenienses, si hay que proponer en verdad según el merecimiento. Y, además, un bien que sea adecuado para mí. Así, pues, ¿qué conviene a un hombre pobre, benefactor, y que necesita tener ocio para exhortaros a vosotros? No hay cosa que le convenga más, atenienses, que el ser alimentado en el Pritaneo con más razón que si alguno de vosotros en las Olimpiadas ha alcanzado la victoria en las carreras de caballos, de bigas o de cuadrigas.» (Platón, Apología de Sócrates, 36d)

Lo había dicho irónicamente, como previendo que la «institucionalización» de la filosofía abriría una dialéctica en virtud de la cual la «conveniencia» llevaría aparejada, como el reverso al anverso, una «inconveniencia» de alcance muy diverso, y, en el límite, la de-generación de la filosofía, a partir precisamente del «cierre sobre ella misma» (o, lo que es lo mismo, a partir de su alejamiento de la filosofía mundana del presente). A este «cierre sobre sí misma» podrá llegar la filosofía institucionalizada de muchas maneras: la primera, por la vía del dogmatismo; la segunda por la vía del engolfamiento en su propia tradición histórica. Estas dos vías permitirían hacer creer a la filosofía institucionalizada que ella, viviendo exenta del presente que la envuelve, puede alimentarse de sí misma, de sus principios axiomáticos o de su misma sustancia histórica.

En cualquier caso, será preciso constatar que, en muy poco tiempo, el proceso de institucionalización de la filosofía iniciado por la Academia platónica fue extendiéndose a un ritmo constante. Todo sucedió como si el propio poder político hubiese atendido a la irónica propuesta de Sócrates. En Alejandría, en Roma, en el Imperio de Oriente (sin perjuicio del paréntesis abierto por Justiniano) y, desde luego, en el ámbito de la Iglesia católica o del Islam, la filosofía fue institucionalizándose en formas cada vez más rígidas, como filosofía escolástica. Dicho de otro modo: alcanzó la situación de una «filosofía administrada» por las instituciones privadas, por las instituciones públicas o por las eclesiásticas.

A diferencia de la «espontánea» y, por así decir, arbitraria o asistemática forma propia del filosofar mundano (a partir de la política, de la ciencia, de la medicina, del ejercicio de la abogacía, &c.), la filosofía fue «sometida» a una organización sistemática, a una «programación», a una ratio studiorum, que no tendríamos tampoco por qué descalificar a priori, desde el punto de vista filosófico. Por el contrario, la filosofía administrada, como resultado de una dialéctica propia, habrá contribuido decisivamente a alcanzar el rigor y la precisión en los análisis de las ideas que la historia nos ha arrojado, y que son inalcanzables en su vida mundana. Pero, simultáneamente, la tendencia de la filosofía administrada a aislarse de la filosofía mundana del presente (que es siempre fuente suya) y la tendencia a acogerse a los intereses de la «Administración» que la ha incorporado a sus fines propios, orientará su evolución hacia formas anquilosadas y la conver- [p. 10] tirá en vehículo meramente ideológico (aun cuando tampoco se reduzca, en modo alguno, a este servicio). No puede olvidarse que esa serie de grandes filósofos que son considerados habitualmente como los fundadores de la filosofía moderna (Francisco Bacon, Descartes, Espinosa, Leibniz, &c.) actuaron al margen de la «filosofía administrada», concretamente al margen de la Universidad. Ni Bacon, ni Descartes, ni Espinosa, ni Leibniz fueron «filósofos universitarios».

Ahora bien: la misma dialéctica que determinó la constitución de la filosofía como «filosofía administrada» determina también la tendencia a una diversificación de la filosofía, en este régimen, en dos direcciones hasta cierto punto divergentes: la que conduce a su «ensimismamiento» (si puede hablarse así) en el conjunto de la sociedad que la sostiene, y la que conduce a su «apertura» constante hacia esa misma sociedad.

La «filosofía ensimismada», como institución administrada (y tendiente por cierto hacia la autoadministración), es la que cree poder nutrirse de su propia sustancia, de sus principios o de su historia; la que confía que el decurso de su desarrollo autónomo será el proceso mismo de una progresiva aproximación «a la verdad».

La «filosofía abierta» actuará, en cambio, con la voz dirigida, desde el principio, hacia el público que la rodea.

Las formas sociológicas e históricas en las que se manifiestan estas dos direcciones de la «filosofía administrada» son muy diversas; pero sólo tomaremos en cuenta aquí las formas hoy más notorias o significativas (en España y en otros muchos países europeos), a saber, la Universidad y las Instituciones (o Institutos) de Enseñanza secundaria. No se trata de establecer una correspondencia biunívoca, pero sí de subrayar que, por estructura, la filosofía administrada por la Universidad tiende a «ensimismarse», mientras que la filosofía administrada por las Instituciones secundarias, tiende a «abrirse». Y estas tendencias (decimos: tendencias) se explican muy bien desde nuestras premisas:

La filosofía universitaria, que en modo alguno debe confundirse con la filosofía académica, tiende, por estructura, a ser una filosofía «de profesores para profesores». Y ello debido a que el público que acude a sus aulas es, en su inmensa mayoría, un público formado por futuros profesores que, aun cuando no vayan a dedicarse a la Universidad, sin embargo está formándose en un ambiente en el cual las exposiciones, los análisis, los debates, las publicaciones, se mantienen en el círculo de los profesores de filosofía que conviven con otros profesores de filosofía. Es obvio que esta situación es la que hace posible el cultivo, cada vez más refinado, de un saber de especialistas, que es, o tiene que ser, eminentemente doxográfico-filológico, precisamente para que el «ensimismamiento» pueda mantenerse y alimentarse con las realizaciones propias (que, de otro modo, desde luego, no se producirían).

La filosofía administrada por las Instituciones consagradas a la enseñanza secundaria, en cambio, se dirige a un público en principio no definido profesionalmente. Esto significa que el público de los Institutos representa en realidad «a toda la nación», simbolizada en los jóvenes que todavía no se han profesionalizado. La enseñanza secundaria obligatoria así lo reconoce de hecho: el Instituto [p. 11] es un fractal de la Nación. En él, el «profesor de filosofía» no puede vivir ensimismado en el círculo de los profesores de filosofía, sino que se ve obligado a con-vivir con profesores de otras disciplinas científicas o literarias. Y sus alumnos no son futuros profesores de filosofía, sino futuros electricistas, sacerdotes, médicos, políticos, aviadores, militares, empresarios… o desempleados.

La gran dificultad estriba en acertar con fórmulas capaces de representar el sentido exacto de las diferencias entre estas dos formas de la filosofía administrada, porque los peligros de aplicar al caso fórmulas inadecuadas, que todo lo confunden, son muy grandes. Subrayamos los dos siguientes:

El primer peligro es el utilizar la distinción entre los conceptos de filosofía académica y filosofía mundana para expresar la diferencia entre los dos modos de comportarse la filosofía administrada, como si la «filosofía universitaria» fuese precisamente la filosofía académica, mientras que la «filosofía abierta» debiera entenderse como una filosofía mundana. Sin duda, así lo entienden algunos profesores de filosofía, que tratan a sus alumnos como si fueran las fuentes de la verdadera sabiduría ética o metafísica. Pero, según lo que hemos dicho, no hay ninguna razón para que la «filosofía abierta» no sea, y no deba ser también, filosofía académica.

El segundo peligro es acaso todavía mayor. Procede de la utilización de la distinción, común en la «administración de las disciplinas científicas», entre un nivel universitario (el propiamente científico, al menos en teoría) y un nivel medio (en el que la ciencia deja paso a la divulgación y, a lo sumo, a la formación general de los futuros investigadores).

De acuerdo con este criterio es frecuente sobrentender que la filosofía universitaria representa el «nivel superior» (auténticamente filosófico o, acaso, incluso científico) mientras que a la filosofía del Instituto le corresponderá sólo el nivel propio de la divulgación de los estudios superiores.

La confusión que este modo de entender las relaciones entre las dos formas de la filosofía administrada que hemos distinguido es fatal. El profesor de filosofía de Instituto que se guíe por este modo de entender, tenderá a condensar los contenidos universitarios (prácticamente: su doxografía) y verá cómo fracasa en el intento una y otra vez. Y lo que es peor: si dice tener, como es frecuente, «vocación filosófica», verá sus tareas en la enseñanza media como una simple pérdida de tiempo: su «vocación» o «misión» de filósofo no tiene que ver nada, pensará, con la «cura de almas adolescentes», sino con la «investigación»; y ésta ha de hacerla en la Universidad o, por lo menos, fuera del Instituto. Muchos profesores de filosofía se consideran fracasados como filósofos precisamente por tener que permanecer ligados al Instituto.

Es necesario destruir por completo semejantes esquemas confusionarios. La filosofía no es una ciencia: por consiguiente, no cabe distinguir en ella un nivel de «investigación» y un nivel de «divulgación». Cuando la filosofía se hace «ciencia» es precisamente cuando deja de ser filosofía, convirtiéndose en filología o en doxografía (una especialidad, por otro lado, imprescindible). Y deja de ser filosofía en virtud de la dialéctica interna de la que ya hemos hablado: su necesario alejamiento de las fuentes mundanas, elementales; alejamiento simultáneo al pro- [p. 12] ceso de com-posición [sic] o análisis de unas ideas o sistemas, dadas por la tradición, con otras ideas o sistemas. Por tanto, por su tendencia al alejamiento de los principios «elementales» a medida que ella se interna en las construcciones ya formadas sobre tales elementos.

Pero ocurre que la filosofía no puede jamás alejarse de sus «elementos», de los orígenes que alientan siempre en su «presente». A estos elementos regresa una y otra vez la filosofía mundana que desde el presente percibe el proceso de constitución de Ideas «originales» actuales (es decir, determinadas por el presente, sean nuevas, sean idénticas a otras Ideas del pretérito). Y, en régimen de filosofía administrada, la situación más favorable para este regressus a los elementos, que nada tiene que ver en principio con una «divulgación», es precisamente la situación en la que, por institución, ella se orienta «hacia la nación», y no hacia los otros profesores de filosofía.

Según esto, el profesor de filosofía que se enfrenta con jóvenes que ya han alcanzado «la edad de la razón», no tiene por qué pensar que está apartándose de la investigación filosófica, abrumado por unas obligaciones de humilde divulgación «para principiantes». Porque los principiantes que tiene delante son precisamente los que le obligan a él a regresar continuamente a los elementos, y, por tanto, a filosofar en el sentido más genuino. Al «formar» el juicio de los jóvenes, reforma sus propios juicios filosóficos, los cambia o los corrobora. Otra cosa es que pueda llevar adelante una misión de semejante importancia; más fácil es atribuirse la misión de divulgador de unos saberes especializados que, cuando el divulgados tiene deseos de trabajar, incrementará cada día, a la vez que comprobará la imposibilidad de transmitirlos, ahora sí, por falta de tiempo, y porque está tratando con principiantes.

Es ahora cuando se hace posible definir mejor el significado que hemos querido dar a las lecturas filosóficas (como género característico de prosa filosófica) contenidas en este libro. Estas Lecturas, en cuanto proceden de lecciones, están redactadas desde la perspectiva de una filosofía administrada, pero no propiamente desde aquella que está orientada a la in-formación de futuros profesores de filosofía, sino la que se orienta a la con-formación del público en general. No son, por tanto, lecturas de divulgación; no tienden sólo a reexponer ideas ya conocidas (en ocasiones incluso se presentan como ideas «nuevas»). Pretenden plantear las cuestiones titulares en toda su amplitud, del modo más elemental (es decir, por tanto, más profundo) posible, siguiendo el método dialéctico de la Academia platónica al que los siglos han ido confiriendo una intensa coloración escolástica.”

2012.07.11 – Fondo y forma, identidad y diferencia

Distinción entre fondo y forma: la pretensión del formalismo ruso de anular esa distinción afirmando que “todo es forma” era meramente polémica (tal y como se puede comprobar en el recurso a distinciones análogas en los análisis literarios llevados a cabo por esa escuela); en realidad de lo que se trataba era de sustituir la relación fondo/forma heredada por una consideración nueva de esa distinción, puramente formal, estructural, “inmanente”, intraliteraria. Lo cierto es que toda ciencia, o toda consideración teórica de un fenómeno, conlleva la distinción entre esencia y apariencia. Si nos quedáramos en los fenómenos, en la mera apariencia, la tarea del investigador sería superflua: cualquiera tiene acceso a ese nivel fenoménico. Lo relevante es el desvelamiento de lo que se encuentra oculto en esos fenómenos. Esa relación esencia/apariencia se ha interpretado de múltiples formas a lo largo de la historia; además del cambio histórico también se ha entendido de forma distinta en función de los fenómenos investigados y de las diversas ciencias. A pesar de esas diferencias cabría aplicar la distinción a la propia distinción, esto es: más allá de las diversas apariciones fenoménicas de la distinción, cabe percibir la presencia de una diferencia esencial común a todas.

Ahora bien, habría que intentar compaginar esa distinción con la historicidad esencial de todo conocimiento, con el hecho de que todo es diferente de todo y de que no puede establecerse una identidad de otro modo que pasando por alto algunas de esas diferencias. Toda identidad es una construcción y, en la medida en que supone la correlación entre fenómenos esencialmente distintos, una falsificación. [Pero en realidad esta visión negativa de la identidad y positiva de la diferencia tiene su origen en la oposición idéntico/diferente y en la suposición de que todo es diferente de todo; el carácter básico de esa afirmación y de aquella oposición es una cuestión de principio que no puede ser demostrada]. Pese a ello, podemos aspirar a esa identidad sea significativa, tenga valor heurístico, “sirva para algo” de modo que de la anulación de las diferencias obtengamos alguna ventaja epistemológica. Así es como opera la abstracción matemática, que anula todas las diferencias entre los fenómenos con excepción de las cuantitativas, de modo que se puedan establecer correlaciones entre fenómenos cualitativamente distintos pero cuantitativamente comparables [en realidad no es tan sencillo, también hay que establecer una identidad cualitativa si se quiere aplicar las matemáticas a la realidad, a los fenómenos].

Sin embargo, el carácter aparentemente inmediato de la abstracción se impone con tal fuerza que crea la ilusión psicológica de su carácter absoluto, transhistórico e intersubjetivo. Lo cierto es que, con independencia de que el cerebro humano esté de alguna forma “programado” para abstraer lo común de lo diferente, es necesario un aprendizaje previo, una educación gracias a la cual podamos abstraer lo que debemos abstraer (por ejemplo, los números o las figuras geométricas). Esas abstracciones aparentemente intemporales tienen una génesis histórica, tanto desde el punto de vista de la especie (historia de la ciencia) como del individuo (educación del niño). La fuerza con que se asientan esas abstracciones, su apariencia de “absolutos” [que, por otra parte, es algo que debe ser explicado] lleva a que se considere como “natural” lo que en realidad es artificial, histórico, construido. La prueba está en la propia historia del pensamiento y de la ciencia: en todo momento histórico los científicos y pensadores han considerado que sus teorías eran absolutas e irrefutables, tan solo porque se ajustaban a los criterios lógicos y epistemológicos de la época. Hay que esperar al siglo XX para que, tras los importantísimos cambios en ciencias aparentemente inmutables en sus fundamentos, como la lógica, las matemáticas y la física, se llegue a la genial conclusión de que esos cambios no solo no cuestionan el carácter científico de esas formas de conocimiento, sino que la consolidan: lo que distingue al conocimiento científico de otros supuestos saberes es precisamente su falsabilidad, su capacidad de ser revocado.

[Sobre el carácter absoluto de la distinción identidad/diferencia: puede considerarse esa afirmación como síntoma de nuestro “zeitgeist” postmoderno, como una creencia que surge del espíritu de la época manifestado no solo en la discusión filosófica de las últimas décadas sino en las discusiones sociales y políticas contemporáneas: el problemas de las identidades nacionales, la integración de las minorías, la globalización, etc.; ahora bien, también puede fundamentarse esa oposición en la lógica de Spencer Brown, esto es, hay motivos lógicos, internos, que llevan a considerar esa distinción como la más fundamental que se puede establecer en el campo de la lógica o, lo que es lo mismo, en el territorio de la argumentación racional, ya que cualquier otro fundamento, cualquier otra afirmación, da por supuesta la distinción entre lo idéntico y lo diferente, lo uno y lo otro. Por tanto, negarla sería tanto como negar la argumentación racional y situarse más allá de la lógica.] [De todos modos, estamos ante un nuevo ejemplo de cómo cualquier teoría científica o idea filosófica se aparece como absoluta e irrefutable para quien la piensa, siempre que se ajuste a los cánones de racionalidad vigentes. En este caso lo peculiar es que estamos proponiendo, dentro del modelo tradicional de argumentación racional (la lógica como criterio de racionalidad), una lógica distinta a la usual aunque compatible con ella].

Volviendo a la distinción fondo/forma como ejemplo de la distinción esencia/apariencia, la cual a su vez se fundamenta en la distinción identidad/diferencia: desde el punto de vista de la historicidad esencial de lo real, solo hay diferencias y la identidad sería una construcción intelectual, una “falsificación” (esa es la tesis nietzscheana). Ahora bien, hay “falsificaciones” que se nos aparecen como verdades absolutas, inmediatas; ejemplos básicos los tenemos en las afirmaciones matemáticas más sencillas del tipo “dos y dos son cuatro”. Al margen de la consideración “sincrónica” de esas afirmaciones, ¿en qué medida puede establecerse una identidad “diacrónica” con afirmaciones similares o idénticas pertenecientes a otras épocas históricas o, incluso en el mismo momento histórico, a otras circunstancias personales, sociales, lingüísticas, etc.? Como en el caso de las identidades matemáticas, esa identidad se presenta como inmediata, evidente, y sin embargo conlleva la anulación de las diferencias, su “olvido” en favor del reconocimiento de rasgos esenciales que “trascienden” la historia, las diferencias particulares. Desde el punto de vista “emic” lo que sucede es que detrás de esas concretas realizaciones históricas se esconde una verdad esencial: que dos y dos son cuatro, con independencia de cómo formulemos esa relación matemática. Sin embargo, desde el punto de vista “etic” esa supuesta “verdad esencial” es una construcción a posteriori; no se puede dejar nunca de lado el carácter “constructivo” de cualquier identidad. Estamos dando de lado las diferentes concepciones de la matemática a lo largo de la historia, las diferentes circunstancias y contextos en las que se puede realizar esa afirmación (pedagógicas, filosóficas [como en este caso], etc.). Por supuesto, somos capaces de reconocer una identidad esencial, pero al precio de anular las diferencias.

[Posible conclusión: solo hay identidades “a posteriori”; el hecho de que reconozcamos algunas como “a priori” es una anomalía que debe ser explicada. Dicho de otra forma: solo hay diferencias, el hecho de que reconozcamos identidades es una anomalía que deba ser explicada. Nosotros mismos estamos estableciendo una identidad entre todas las identidades y entre todas las diferencias; afirmamos esa identidad como absoluta, cuando en realidad también es una construcción “a posteriori”. Es imposible salir del círculo.]

2012.06.10 – San Ignacio de Loyola y Don Quijote. Hechos e interpretaciones. Lo real y lo posible

Sobre la biografía de San Ignacio de Loyola: importancia de la “imitación”, paralelismo con Don Quijote: de la misma forma que éste imita lo que lee en los libros de caballerías, Ignacio decide imitar lo que lee en las vidas de los santos (¿podría proceder de aquí la intuición que dio origen al Quijote?). El objetivo es tener una vida ejemplar, merecedora de ser relatada (vivir para que la cuenten).

Sobre la “sociología” de Ortega y sus “discípulos” (Marías, Laín, etc.): los conceptos utilizados (generación, vocación, “vigencias”, etc.) responden únicamente a intuiciones de los propios autores, a una “reflexión” en la que se toma como material de indagación la propia “circunstancia” del filósofo (así lo reconoce explícitamente Marías en sus memorias, en relación con el origen de La estructura social y, sobre todo, de Antropología filosófica: los conceptos y el método empleado no proceden del “corpus” de investigaciones sociológicas existentes o de la tradición sociológica, sino de la “metodología” orteguiana, la “razón histórica” o la “razón vital”, aplicada a la propia experiencia del autor). El resultado es que esos conceptos, más que expresar una efectiva realidad social, lo que expresan no es más que la “percepción” de esa realidad por esos “sociólogos”, esto es, dan relevancia a esos conceptos, a esos aspectos de la realidad no porque se trate de “universales sociales”, de invariantes eternos inseparables de la existencia humana, sino por su importancia en la sociedad y en la época histórica que les tocó vivir. Por tanto, la validez de sus conceptos está limitada a ese carácter de signo histórico y social, de testimonio de una determinada época.

Ejemplo señalado por Gracia, biografía de Laín: concepto de “destino” aplicado a las generaciones y a los pueblos en Scheler, Heidegger y, en menor medida, Ortega; se habla de algo que parecer ser un elemento estructural, esencial a la existencia humana. Sin embargo, la distancia histórica (y metodológica: no solo ha cambiado la sociedad, también ha cambiado la sociología, los métodos y conceptos que usamos para comprenderla) nos permite percibir el carácter histórico, no científico, de esos conceptos, que pueden y deben explicarse histórica y sociológicamente: estos autores creían eso porque la propia sociedad en la que vivían circulaban, de forma más o menos expresa o latente, ese tipo de ideas (dimensión colectiva de la existencia ligada a la idea de Patria y de Nación, propia del Romanticismo; procedencia social de estos autores; influencia de la religión; etc.).

S. Ellwood, Prietas las filas. Historia de Falange Española, 1933-1983, Crítica, 1984, p. 115: “El régimen de Franco fue el resultado de un levantamiento impulsado por los deseos de la oligarquía financiera y terrateniente de eliminar la amenaza que representaba para sus intereses una clase obrera organizada y políticamente concienciada.”

Ejemplo de afirmación “interpretativa”, no fáctica, a pesar de que se presenta como tal (no aparece como opinión subjetiva del intérprete, como resultado de su perspectiva: “desde mi punto de vista”, “en mi opinión”; aparece como una verdad fáctica, como si tuviera la misma categoría epistemológica que otras del libro como “la organización sindical nacionalista tiene sus orígenes en los primeros días de la guerra civil”).

Habría que distinguir entre esos dos tipos de afirmaciones, esos dos niveles epistemológicos en cualquier obra historiográfica: el de las afirmaciones fácticas y el de las interpretativas. Por supuesto, las primeras también conllevan, en mayor o menor medida, cierto grado de interpretación (selección de los hechos, consideración de los mismos como relevantes, selección del lenguaje empleado para relatarlos, etc.); a pesar de ello la distinción entre ambos tipos de enunciados es evidente cuando se recurre a ejemplos prototípicos como este. Los enunciados fácticos se limitan a contar lo que pasó; los interpretativos valoran los hechos narrados, establecen relaciones de causalidad que van más allá del mero encadenamiento causal y temporal de los sucesos.

No debe entenderse como una diferencia nítida y absoluta, sino como una diferencia gradual: recurrir a la tesis de U. Moulines sobre la gradación entre los opuestos. Todos los enunciados historiográficos son a la vez, en mayor o menor grado, fácticos e interpretativos. En la mayoría de los casos no es fácil señalar cuál de los elementos predomina (depende de la perspectiva del intérprete: para un marxista la afirmación anterior de Ellwood sería un enunciado fáctico; depende de lo que entendamos como “hechos históricos”; pese a todos esos condicionamientos, podría señalarse un cierto nivel de consenso en torno a enunciados básicos del tipo “Franco murió el 20 de noviembre de 1975”); pero la dificultad de la cuestión, el problema de que decidir el grado de facticidad y de interpretación de un enunciado historiográfico sea de por sí una cuestión interpretativa, y no fáctica, no obsta para que se perciba con claridad la diferencia entre las modalidades más evidentes de ambos tipos de enunciado, entre el relato de los hechos y su interpretación. Sobre los primeros puede haber un consenso entre los historiadores, sea cual sea su “paradigma”; en cambio, la discusión académica girará principalmente en torno a los segundos.

La diferencia de interpretaciones no modifica el valor de verdad de los enunciados fácticos: lo que modifica es su relevancia, su interés.

Es evidente que todo conocimiento es una “construcción”, interpretación de una realidad que en último término es inasequible al lenguaje: nunca puede haber una correspondencia unívoca entre nuestro conocimiento y la realidad, porque el conocimiento se expresa mediante símbolos, mediante un lenguaje. Pese a ello, cabe establecer una gradación en función del carácter más o menos “fáctico” de ese conocimiento. El criterio que debemos seguir para caracterizar un enunciado como “fáctico” no estribará tanto en cuestiones de lógica del lenguaje, en análisis formales de los enunciados, como en un “estado de la cuestión” en una determinada disciplina: la clave está en que, en la práctica, ese tipo de enunciados no sean motivo de discusión; en caso de que sean discutidos, esa discusión no se dirimirá mediante argumentos teóricos sino “empíricos”; en el caso de la historiografía y los estudios literarios, mediante la filología textual y la búsqueda de documentos históricos que prueben la veracidad de los enunciados fácticos discutidos. El criterio para distinguir entre lo “fáctico” y lo “interpretativo” no es lógico, formal o trascendental: es empírico, histórico, el resultado de observar la conducta de los científicos, qué es lo que se discute y cómo se discute. La perspectiva no es “etic”, sino “emic”: será fáctico lo que los científicos de una determinada disciplina consideran como tal (y no nos referimos a que lo consideren explícitamente, sino que lo hagan en la práctica: habrá muchos historiadores que crean que todo es interpretación y que no cabe establecer verdades objetivas en la historiografía; sin embargo, en el desarrollo de su actividad actuarán como si efectivamente existieran, considerando determinados conocimientos como indiscutidos; por tanto, en realidad no se trata de una perpectiva totalmente “emic”, sino de una interpretación que hacemos del comportamiento de los científicos).

Reflexividad de la cuestión: también al interpretar la conducta de los científicos establecemos un nivel fáctico y un nivel interpretativo; al decir que determinadas cuestiones no son materia de discusión y otras sí se discuten nos situamos en ese nivel fáctico, empírico, y aspiramos a que esas afirmaciones no sean materia de controversia, de discusión. Ejemplo: no es materia de discusión la fecha en que murió Unamuno o la fecha de publicación de La voluntad. Son ejemplos ingenuos pero que hacen ver qué es lo que queremos decir. (Sí que existen características lógicas y formales de los “enunciados fácticos”: son “enunciados atómicos”, con el máximo de sencillez, referidos a entes físicos individuales.) El nivel interpretativo estaría constituido por las conclusiones que extraemos de esos “hechos”.

Por supuesto, la interpretación general condiciona la percepción de los hechos y la relevancia que se les concede: no hay hechos sin teoría. Ahora bien, si un hecho es considerado como tal dentro de la comunidad científica, entonces el cambio teórico no afectará a esa condición (a menos que con la teoría cambie también la forma de entender qué es un hecho y qué no lo es; pero son casos límite, quizás mas importantes en las ciencias de la naturaleza). Las múltiples perspectivas que existen entre los historiadores sobre la interpretación de la Revolución Francesa no impide que exista un consenso acerca de los hechos históricos que son objeto de interpretación; lo que cambia entre las distintas perspectivas no son los hechos, sino la forma en que se interpretan y la relevancia que se les concede: para un marxista será un hecho importantísimo la subida del precio de los alimentos, para otros historiadores será un hecho de menor importancia. En cualquier caso la discusión sobre la realidad de los hechos, sobre la verdad de los enunciados fácticos, se sitúa en un nivel epistemológico distinto, y así puede percibirse en la conducta de los propios científicos (al margen de la forma en que ellos mismos la interpreten: por sus hechos los conoceréis).

Puede decirse que “es un hecho que existen hechos”, que los científicos toman determinados enunciados como verdaderos e indiscutidos, referidos directamente a los aspectos más elementales de la realidad; las discusiones se sitúan en otro nivel que toma al nivel fáctico como su base. ¿Por qué esto es así? ¿Por qué hay cosas más discutibles que otras? Se trata de preguntas filosóficas que van más allá de nuestro objeto y disciplina: el estudio de los estudios literarios e historiográficos; no nos corresponde determinar por qué sucede esto, sino tan solo constatar que esto es así. (Sería un error considerarlo como una “realidad objetiva”; lo relevante no es que sea un conocimiento “objetivo”, lo relevante es que es un conocimiento “no discutido”; el criterio fundamental es el consenso, la ausencia de discrepancia). Podría decirse que la existencia de ese consenso es un hecho, y que su explicación es materia interpretativa.

En cualquier caso, sea cual sea la opinión que nos merezca este fenómeno, lo que no cabe es negarlo: es un hecho que para los científicos existen “hechos”; su enumeración es parte fundamental de su tarea (gran parte de las investigaciones se dedicarán a la mera recopilación de hechos: materiales biográficos, literarios, etc.)

¿Cabría recurrir a la distinción materia/forma para entender la distinción hechos/interpretaciones? Existencia de unos “materiales historiográficos” elementales (libros, autores, sucesos, etc.) que son objeto de “conformación” por el historiador para la creación, a su vez, de “materiales” de nivel superior (“generación del 98”, “novela”, “modernismo”, etc.) que a su vez pueden ser objeto de conformación no ya por los historiadores, sino por quienes investiguen los estudios literarios e historiográficos (en nuestro caso: ¿qué se ha entendido por “generación del 98”? Si nos situásemos en el nivel del historiador lo que nos preguntaríamos es ¿qué entendemos por “generación del 98”? ¿cómo la caracterizamos?).

Problema de la relación entre esos conceptos “científicos” y los del “mundo de la vida”: entre el uso común de “novela” y los usos académicos. Podría decirse que el uso común es ya una formalización, una abstracción; ¿cuáles son las diferencias entre ese tipo de formalización y la que se opera dentro del campo científico? ¿En qué medida esa “formalización pública”, cotidiana, es materia del conocimiento científico; esto es, en qué medida el científico debe partir del uso común de un concepto para construir los suyos? ¿O es que deben despreciarse como “conocimiento equivocado”, formalizaciones erróneas, no científicas?

Marías, memorias, p. 633: “creo que uno de los mayores tropiezos de la vida, desde la más íntima a la más pública, es moverse en el marco de lo que es “admitido” de manera rutinaria, sin ver que otras muchas cosas son posibles y acaso más interesantes y valiosas. Si se trazase la imagen de las vidas individuales o la historia de los pueblos desde esta perspectiva, creo que se descubrirían panoramas desconocidos, frustrados por la falta de imaginación.”

  • La falta de “cientificidad”, el carácter ensayístico del pensamiento de Ortega o Marías encuentra su compensación en intuiciones tan brillantes como esta: más allá de lo que es o de lo que ha sido, el carácter “proyectivo” que estos autores consideran como esencial en el ser humano nos lleva (y les lleva a ellos en tanto que filósofos) a considerar lo posible como una dimensión esencial de lo real, dimensión que brilla por su ausencia en otros autores (la consideración de la ciencia como “estudio de la real” excluye de su campo el estudio de lo posible, de lo que todavía no es).
  • Relacionar con Luhmann: “todo lo que es, podría ser de otra manera”. Luhmann se excede al considerar que existe un abanico infinito de posibilidades. En teoría, podría dársele la razón: no se puede poner límites al campo de lo posible. Sin embargo, hay que atenerse a los márgenes de posibilidad que nos concede lo real, hay que estudiar y comprender la realidad para saber cuáles son sus posibilidades, qué es lo que podría ser y qué es imposible. (Sin embargo, lo posible no se deduce de lo real: la investigación de lo que es no nos permite saber qué es lo que podría ser).

2011.02.27 – Gustavo Bueno y el constructivismo

Constructivismo de Gustavo Bueno; cuestión del Ego Trascendental en la reformulación del sistema, que confirma el “idealismo materialista” del sistema. El carácter absoluto de las verdades científicas, base de la teoría de Bueno, sólo puede sostenerse coherentemente sobre la base de una visión ahistórica del sujeto, sobre su trascendentalización a la manera kantiana.

Necesidad de separar el grano constructivista de la paja escolástica y positivista.

Necesidad, también, de “traducir” a Bueno, de forma que su teoría pueda ser apropiada por la comunidad académica, más allá de esoterismos innecesarios. Para ello nada mejor que poner de relieve las deudas teóricas y conceptuales de Bueno con el contexto filosófico en el que surgió su sistema: Bachelard, Althusser, Popper, etc. Diálogo crítico con todos ellos, talento para integrar ideas procedentes de teorías contradictorias en un conjunto autónomo. Mostrando el carácter “abierto” de la teoría de Bueno, al menos en su génesis (frente al “cierre” del sistema consumado frente al resto de la comunidad académica, a la que sólo aborda desde la reconstrucción sistemática, esto es, la traducción en los términos del propio sistema, considerados como objeto de análisis y no como sujetos con los que establecer relaciones dialécticas), se facilitaría la validez de una “retraducción regresiva” de los conceptos usados por Bueno, “volviendo” desde el sistema a los autores en los que encuentra su origen.

Lo más importante sería considerar la afinidad de Bueno con autores aparentemente tan alejados de su filosofía como Luhmann o Bourdieu. Ello sólo puede lograrse soslayando la ontología de Bueno (su metafísica) y poniendo en primer plano su gnoseología, su teoría del conocimiento. La afinidad está en la visión de la relación entre sujeto y objeto, forma y contenido, teoría y hechos.

El gran vacío de la teoría de Bueno es su falta de reflexividad, que le impide tomar conciencia de su carácter de constructo, al mismo nivel epistemológico que la realidad que analiza. Las verdades científicas se aceptan acríticamente como tales, y la teoría busca explicar ese fenómeno objetivo (típico de la filosofía positivista de la ciencia). Pero el carácter filosófico del análisis impide que sus resultados puedan considerarse “absolutos”.

Otra gran influencia en la teoría de Bueno: Piaget. Las influencias de Bueno son la base de toda la escuela constructivista (con la excepción de Luhmann), y constituyen, quizás, su expresión más compleja y desarrollada (también con la excepción de Luhmann). Analizar las deudas teóricas de Bueno iluminaría la heterogénea genealogía del constructivismo; del mismo modo, la consideración de la teoría de Bueno como hermanada a las de Luhmann o Bourdieu ofrecería no sólo una nueva visión del significado histórico y filosófico de la obra de Bueno, sino también de la de estos otros autores.

2011.01.05 – Althusser y la filosofía de la ciencia; Gramsci y la dimensión existencial de la escritura

Althusser: un autor que conserva su capacidad de fascinación; la mayor parte de su obra ha dejado de ser actual, y sin embargo, ocasionalmente, se mantiene más que vigente (p. ej. el papel central de la escuela de entre los aparatos ideológicos de estado). La sencillez de sus planteamientos es un arma de doble filo: en general, deviene en simplicidad (ideología frente a ciencia, base-estructura-superestructura… tópicos marxistas “escolares”, que contrastan con la complejidad y sofisticación de los pensadores franceses de su tiempo y posteriores, muchos de ellos discípulos suyos), pero favorece su capacidad crítica. Quizás deba considerarse esa sencillez como una consecuencia de concebir la teoría como praxis política.

Ahora bien, en la actualidad lo sorprendente es que, mientras las cuestiones directamente relacionadas con la filosofía marxista han quedado desfasadas (y las polémicas que suscitaron suenan como “querellas escolásticas” sin ninguna trascendencia), lo más interesante y actual de su obra son sus planteamientos metodológicos: en Althusser está presente (y actuante en su objeto de estudio: la filosofía marxista) el “corpus” teórico y metodológico característico de la epistemología francesa (Bachelard), el “aire de familia” compartido por autores como Foucault o Bourdieu, y que los emparenta con la nueva filosofía de la ciencia de Kuhn o Lakatos. Así, en la discusión sobre el “joven Marx” se enfatiza la necesidad de considerarlo como unidad de sentido, esto es, no se trata de aislar los elementos “materialistas” de ese Marx frente a los “idealistas”, sino de considerar ambos como partes de una globalidad (noción estructuralista de “campo” en el que se sitúan las diferencias y en el que encuentran su sentido; contextualismo: un elemento no tiene sentido aisladamente, sino en función de su posición y de sus relaciones con los restantes elementos). Concepto de “problemática”, análogo al de “paradigma”.

Lo más curioso: énfasis en el prefacio de Engels al segundo tomo de El Capital, en el que para señalar el carácter científico de los conceptos de Marx frente a su uso por sus predecesores recurre a un paralelismo con el concepto de “flogisto”: es evidente que Kuhn no conocía ese ejemplo cuando redactó su obra, y es más que probable que Althusser no conociera la obra de Kuhn; sin embargo, la noción de “flogisto” y su confusión con el de “oxígeno” sirve de base a consideraciones metacientíficas muy similares: la coincidencia en el ejemplo debe verse como signo de la afinidad entre los planteamientos filosóficos. No sólo eso: afinidad entre la nueva epistemología anglosajona y la francesa, convergencia de lo analítico y continental. Esto por lo que se refiere a Althusser y Kuhn, pero también habría que ver en Marx y Engels un antecedente lejano de este tipo de planteamientos: la diferencia entre teorías como un cambio de perspectiva, no tanto como ampliación del conocimiento empírico sino como una forma nueva de manejar los conceptos. Quizás esto sea lo que lleva a Althusser a dar tanta importancia a ese pasaje, totalmente secundario en la obra de Marx y Engels: da pie a una visión “adecuacionista”, teoricista, de la ciencia, según la cual la gran novedad del marxismo no está en aportar nuevos datos sino en la forma de interpretarlos y comprenderlos.

Gramsci, “Cuadernos de la cárcel”: fascinante “diario” de lecturas e ideas. El fragmentarismo añade interés a la obra (variedad, dinamismo, etc.), frente a la supuesta superioridad teórica de las obras “sistemáticas”: no se trata sólo de una consecuencia de nuestro “espíritu del tiempo”, del “fragmentarismo” característico de la modernidad (Barthes). La clave del interés de estos “trozos de vida pensante” no está tanto en su valor teórico como en su dimensión existencial, esto es, su condición de signos de la vida de su autor, como si fueran imágenes grabadas sin interrupciones ni correcciones posteriores. A su valor interno añaden el valor “externo”, estético, de testimonio.

  • Esa dualidad está presente en todo texto escrito: por un lado, valor interno, lógico, textual (incluyendo aquí todos los significados de dicho texto en relación con su contexto de creación y recepción, su campo literario, etc.); por otro, valor externo, material, de “documento” y resultado del proceso de escritura. Éste último valor queda marginado en todo análisis literario; sin embargo, resulta fundamental para comprender el valor estético de obras como las “Nanas de la cebolla”. Podría decirse que ese valor “documental” no puede reducirse al valor “textual”: frente a las pretensiones de quienes defienden la autonomía absoluta de lo textual, el hecho de que los textos no se produzcan a sí mismos, esto es, que requieran para existir de un proceso material ajeno a su propia esfera categorial hace que siempre remitan indirectamente a un “más allá del lenguaje” que es el que fundamenta su existencia. De ahí que todo texto hable de lo que no puede hablar: de los límites del lenguaje. (Paja mental que habría que desarrollar y relacionar con la diferencia mímesis-poiesis, lógica-estética, entendida la estética no como ciencia de lo bello sino como conocimiento de lo singular en cuanto tal).

(El problema es análogo al de la dualidad en los enunciados científicos: por un lado, remiten a las circunstancias históricas en las que se enuncian, y al lenguaje en el que se formulan; por otro, transmiten una información cuya validez trasciende la contingencia de su origen.)

2009.10.26 – Una cita de Whitehead

“…llegar muy cerca de una teoría verdadera y captar su aplicación precisa son dos cosas muy diferentes, como nos enseña la historia de la ciencia. Todo lo importante ha sido dicho antes por alguien que no lo descubrió” (Whitehead, citado en Merton, La sociología de la ciencia 1, Madrid: Alianza, 1985, 2ª ed., p. 47).